Frankenstein, de Guillermo del Toro (2025)


 

Una idea, una sensación, se hizo evidente para mí. El cazador no odiaba al lobo. El lobo no odiaba a la oveja. Pero la violencia entre ellos era inevitable. Quizá, pensé, así es el mundo.


No tenía nada claro si escribir estos párrafos teniendo tan reciente el visionado de la nueva versión cinematográfica del clásico de la literatura universal de Mary Shelley. Anoche escribí un escueto mensaje en redes sociales, casi a vuelapluma. Igual que voy a hacer ahora, tras haber tenido un par de conversaciones al respecto. Guillermo del Toro ha creado algo especial, pero no exento de problemas.

Las sensaciones que ha dejado en mí son contradictorias, y así lo pondré de manifiesto a continuación. Que quede claro desde este momento: esto no pretende ser ninguna crítica detallada, pues no soy ningún experto en la materia. Habrá impresiones subjetivas y comentarios sobre la trama que me parecen necesarios e interesantes. Meros apuntes de un espectador atento que conoce el material original al dedillo y que, por ello, debe poner en una balanza los aspectos positivos y negativos de una reinterpretación ambiciosa pero polémica. No he leído impresiones de nadie, ni he visto el documental lanzado por la propia plataforma que ha dado cabida a la cinta, en el que el director habla del proceso de producción. Así evito contaminar de opiniones externas lo que ahora mismo tengo fresco en mi mente.

Vayamos por partes. Hace tiempo que sé que Guillermo del Toro tenía este proyecto en mente, casi como una de sus necesidades vitales. Quedó del todo patente que la presente película era inminente en los planes del mexicano cuando se prestó a interpretar a un personaje muy concreto dentro de una saga de videojuegos tan particular como Death Stranding, de Hideo Kojima. Una de las mentes más brillantes dentro de esta industria, que a lo largo de los últimos años ha sabido trabar amistad con muchas figuras del séptimo arte, como Jordan Peele, George Miller o el propio Guillermo del Toro, quien ha interpretado a Deadman en las dos entregas de la citada saga. ¿Y quién es ese personaje, diréis algunos? Entrar en muchos detalles sería espinoso, pero nos podemos permitir una parada rápida en este punto, pues aquí está el antecedente directo de este proyecto.

Dentro del mundo creado por el desarrollador nipón, Deadman es un hombre sin familia, ya que fue concebido mediante donantes genéticos anónimos y nació mediante fertilización in vitro. Ni siquiera disfrutó de una gestación “normal”, sino que creció en un útero artificial. Un defecto genético hizo que muchos de sus órganos fallasen paulatinamente, lo que obligó a Deadman a ser sometido a muchas intervenciones que tenían como objetivo reemplazarlos por otros miembros funcionales. Esta etiqueta autoimpuesta de humano artificial vino acompañada del apodo que se puso a sí mismo: “el monstruo de Frankenstein”.

El trasfondo filosófico tras la construcción de esa tierra postapocalíptica tan peculiar de Kojima incluía conceptos egipcios como el “ka”, esencia vital que distinguía a los vivos de los muertos. Un suerte de “alma” que Deadman pensaba ausente en él al no haber nacido de forma natural. A la postre, se trató de algo que afectó a su personalidad y que le impulsó a investigar durante toda su vida en busca de respuestas.

El Death Stranding fue un evento que quebró las barreras entre el mundo de los vivos y el de los muertos y que permitió, entre otras cosas, descubrir que cada persona tenía acceso a algo que se denominó como Playa. Este lugar es una especie de limbo intermedio entre ambos mundos. A su vez, es una manifestación de la conciencia humana y de su concepción personal de la muerte, por lo que se convierte en un fenómeno común para toda la humanidad. Cada persona tiene un espacio personal dentro de la Playa, cuya forma depende de los pensamientos y el conjunto de creencias del individuo. Todo esto nos lleva de vuelta al Deadman interpretado por Del Toro, alguien que temía a la muerte no por su propia inevitabilidad, sino por no creerse poseedor de una Playa propia. Todo esto de la posesión o no de un alma y la necesitad del autodescubrimiento estará muy presente en su adaptación de Frankenstein, pero tendríamos que dedicar muchas páginas más para ofrecer todos los detalles necesarios. Ahora mismo no es nuestro objetivo, así que dejemos esta clave aquí y regresemos hasta la propia película.



Mientras que la veía, en mi mente no dejaba de martillear un adjetivo: diferente. Todo era diferente respecto a la obra original y también sobre la que consideraba la adaptación al cine más fiel a la misma, que no es otra que la dirigida y protagonizada por el británico Kenneth Branagh en 1994. Me ha sido imposible no compararla con aquella. Cierto es que el trabajo de Branagh ya era muy teatral, sobreactuada en algunos puntos e incluso muy pueril en lo que se refiere a la relación entre Víctor Frankenstein y Elizabeth Lavenza o la actitud de secundarios como Henry Clerval. Pero, a pesar de esas pequeñas pegas, sus aciertos me parecieron más reseñables. Por ejemplo, las relaciones parentales de Víctor, la incomprensión que sufría por parte del mundo académico o sus interacciones con la criatura a la que dio vida. Aspectos, todos ellos, retocados hasta extremos temerarios por el realizador mexicano.

Para empezar – y ahora sí que empezamos con los spoilers –, la infancia de este Víctor es trágica desde el principio. El barón Leopold Frankenstein (Charles Dance) es severo en extremo con el chico, infringiéndole castigos físicos cada vez que este fallaba en sus lecciones de medicina. Su único refugio era la figura de su madre, interpretada por Mia Goth, quien también tomaría el rol de Elizabeth. Un personaje, por cierto, ausente durante todo este periodo en el hogar de los Frankenstein. El apego entre madre e hijo se quiebra cuando la primera da a luz a William y fallece en el proceso. Un golpe que Víctor nunca superará y que provoca en él una epifanía que tiene como centro a un ángel, a quien el chico rezaba durante el día pero que luego se materializaba en sus sueños como una versión oscura de la misma entidad. Una locura adquirida a temprana edad que impulsará su búsqueda de un remedio para la muerte.

Pues es la locura la que impulsa al científico. También la soberbia, por supuesto. Estos dos rasgos hacen de este personaje un personaje insufrible por momentos. Enfrascado ya en sus estudios a medio camino entre el ocultismo y la ciencia de vanguardia, Víctor es retratado como todo un orador experto mientras estudia en la Universidad de Ingolstadt, donde recibe los aplausos y vítores de la gran mayoría de asistentes a sus conferencias. No precisa de robar cadáveres a escondidas, pues es provisto por multitud de benefactores. Sus experimentos avanzan con tal rapidez que se atreve a mostrar sus prometedores resultados ante los tribunales universitarios, desafiando las normas de la institución y a la mismísima divinidad, a quien considera impotente ante el verdadero mal del hombre, que no es otro que la muerte.

Tales cambios van más allá con la irrupción del excéntrico y hedonista Henrich, un proveedor de armas que se presta a financiar el gran proyecto de Víctor sin límites ni condiciones. Al menos, en apariencia. Por si fuera poco, este Henrich es tío de Elizabeth, una chica recién salida de un convento y que ha sido prometida nada más y nada menos que con William, el hijo menor de los Frankenstein y a quien su hermano no había visto en años.

La grandilocuencia y el ego del científico puede más que cualquier mano tendida hacia él o consejo que pretenda agilizar el proceso. Víctor es manipulador y totalitario. Solo Elizabeth parece saber cómo poner coto a esa personalidad arrolladora. Es una joven tranquila e inteligente, que sin embargo no sabe cuál es su lugar en el mundo. Ninguno de los hermanos Frankenstein colmará sus anhelos, pues ambos son dos opuestos: el opresor y el oprimido, el señor y el esclavo. William es solo un subordinado más en manos de Henrich y de su hermano, ciñéndose a ser una mera herramienta narrativa para que Elizabeth conozca primero a Víctor y luego a su criatura.

Hasta este momento – y, por extensión, hasta el final de la película – no se puede poner un solo pero a la puesta en escena y a los diversos aspectos puramente técnicos. Cada toma rezuma el estilo gótico que Del Toro ha imprimido en varias obras de su filmografía, siendo La Cumbre Escarlata (Crimson Peak, 2015) el referente más inmediato para lo que puede verse en esta nueva adaptación de Shelley. De hecho, empiezo a pensar que ese trabajo no fue otra cosa que el ensayo previo a la realización de Frankenstein, aunque no me atrevo a dar datos precisos al respecto más allá del aspecto del ángel oscuro de los sueños de Víctor, muy similar a las apariciones espectrales de Allerdale Hall, hogar de los hermanos Sharpe. El uso de los tonos verdes destacan sobre el resto de tonalidades, y siempre hay un motivo para hacerlo. Sobre todo, tras la irrupción de la criatura. El ambiente sobrenatural está muy presente en casi todas las apariciones del ser, aunque también se hace presente para resaltar las intenciones siniestras de Víctor o la vitalidad y juventud de Elizabeth.



Esta segunda parte de la película – pues el director la divide en dos, precedidas por las primera entradas del diario del capitán Robert Walton, en las que se relata el hallazgo del malherido Víctor a medio camino del Polo Norte – es, sin duda, muy superior a la primera. Y el gran culpable es Jacob Elordi, quien dota al hombre creado por Frankenstein de muchas capas de profundidad. Más aun que las aportadas por Shelley en su libro, a pesar de contar con poco más de una hora de metraje para desarrollarlas. Víctor pretendía que la perfección estructural e intelectual fuese palpable desde el primer momento, pero su creación debería pasar por todo un proceso de adaptación y aprendizaje. Eso horrorizaba y desesperaba al creador, que pasó rápidamente de mostrar una actitud paternalista a una tiránica. Esto es, quizá, lo que más me chocó de todas las decisiones creativas. Víctor no sentía miedo alguno hacia aquel hombre hecho a base de retales. Su orgullo hacia aquel desafío a la muerte dio paso a la frustración, y la misma dio paso al odio y el desdén. La criatura fue maltratada y a duras penas logró librarse de la muerte que Víctor le tenía preparada, presa del fuego.

Todo el mundo del recién nacido se ceñía a una sola palabra, que repetía de forma incesante: Víctor. Pero esa palabra significaba rechazo, frío y soledad. Una segunda palabra vino a enseñarle lo que era la belleza, la esperanza y la compañía: Elizabeth. Pero la muchacha no pudo evitar que Frankenstein redujese a cenizas todo su trabajo, dejando marcas físicas y psicológicas en él.

Hubo un tercer concepto que el ser aprendería y que grabaría a fuego en su psique fragmentada y formada por los recuerdos y sueños de todos aquellos individuos anónimos que le habían cedido de forma involuntaria sus miembros. Ese concepto era el de la amistad, brindada de forma incondicional por el anciano ciego que se convirtió en su mentor durante el largo invierno que pasó en su compañía, mientras el resto de la familia del hombre buscaba mejor fortuna y víveres en otros lares. Allí, el nuevo Adán leyó la Biblia y los pocos libros que el anciano atesoraba, incluido el Paraíso Perdido de Milton. El enorme sujeto anhelaba saber más, pero también quería conocer su identidad y su origen. Aquella búsqueda derivaría en catástrofe y en el hallazgo de un último pero vital concepto: la violencia. No solo natural entre especies antagónicas o interdependientes, sino la infringida por la incomprensión y el rechazo a la diferencia, que resultaba ser propia de la humanidad.

Sin ánimo de ahondar más en las diferencias argumentales entre esta película y el material original, ni querer estropear algunas otras referencias y sorpresas, no me gustaría acabar estos párrafos sin tratar un último punto que me parece destacable. Uno que ya compartí en aquellas parcas palabras que escribí en redes sociales. Estoy convencido de que Guillermo del Toro ha visto y leído muchas versiones diferentes de Frankenstein, pero la que más debe haberle influenciado – sobre todo en el aspecto físico que le ha dado a la criatura de Frankenstein – es la del ya fallecido Bernie Wrightson. Una sospecha que queda refrendada en base a los agradecimientos que el cineasta dedica al final de los crédito, entre los que figura el nombre de Liz Wrightson, la viuda del ilustrador estadounidense.



Los paralelismos se extienden hacia la propia naturaleza del ser, que se acerca mucho a lo sobrenatural. El último trabajo de la vida de Wrightson fue Frankenstein Alive, Alive!, una continuación de la obra original que narraba, entre otras cosas, los múltiples intentos del ser por acabar con su propia vida tras la muerte de su padre y creador. Al igual que ocurría con aquel, la versión de Del Toro es inmortal de facto. Fuego, hielo, acero o pólvora son incapaces de detenerle de forma permanente. Sus tejidos se regeneran tras recibir cualquier herida, por grande que sea. Y aunque esta faceta del personaje entra de lleno en el terreno de lo simbólico – lo que es incluso verbalizado por éste y Víctor –, lo cierto es que lo emparenta para siempre con aquella versión imaginada por el artista de Baltimore.

Ahora sí, toca bajar el telón. A pesar de todo lo escrito anteriormente, es imposible negar que esta producción derrocha imaginación y buen hacer en casi todas sus facetas. La admiración del realizador mexicano hacia la obra de Shelley es también innegable, aspirando con esta película – al menos en mi humilde opinión – a actualizar el mito del moderno Prometeo y trasladarlo a las nuevas generaciones. Veremos si el tiempo la convierte en un título a tener en cuenta o pasa al ostracismo y el olvido, como tantos otros que no disfrutan más que de una gloria efímera.


Félix Ruiz H.




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