La verdad sobre el caso Valdemar


Nota aclaratoria: el siguiente relato fue hallado entre los restos del incendio de una antigua torre de cierta localidad inglesa, cuya biblioteca había sido respetada milagrosamente por las llamas. Junto a versiones finalizadas de El misterio de Edwin Drood de Dickens o Finnegan´s Wake de Joyce, el volumen de Cuentos de misterio e imaginación de Edgar Allan Poe que allí reposaba (y en cuya guarda aparecía la firma de un tal Vergerus) destacaba, sobre todo, por contener la segunda parte de La verdad sobre el caso del señor Valdemar. Un escrito que se va a reproducir a continuación y cuya validez o veracidad queda a juicio de los lectores, que deben saber que dicho volumen solo ha sido leído por dos personas, aparte del tal Vergerus. Uno de ellos es el esquivo doctor Hicks, quien tiene bajo su custodia todos los ejemplares rescatados de la torre. A él debemos agradecer tan inaudita contribución. 

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Una tarde, al final de mi vida, encontré por azar, rebuscando en el pasado, un manuscrito titulado “El extraño caso del señor Valdemar”. La letra era indudablemente mía, aunque no recordaba haber escrito semejante historia. Invadido por una extraña inquietud, lo leí: hablaba de un experimento de mesmerismo, al que sometí a mi amigo Valdemar, momentos antes de su muerte…

Sumido en un trance hipnótico, el cuerpo de Valdemar permaneció intacto y consciente durante siete meses después de su muerte hasta que, cediendo a sus súplicas, lo “desperté”, y en unos instantes se descompuso ante mis ojos. Pero eso era imposible, totalmente absurdo. Porque Valdemar estaba vivo y gozaba de buena salud, y yo nunca habría escrito esa crónica (pues eso parecía, y no una historia fantástica) usando el nombre de mi amigo.

Cada vez más turbado, presa de oscuros presentimientos, tomé un carruaje en medio de la noche y fui a casa de Valdemar. Para mi sorpresa, el mayordomo no se sorprendió de verme. Mi amigo me esperaba en sus habitaciones, así que seguí los pasos firmes y silenciosos de mi predecesor y guía, a través de estancias que conocía a la perfección merced a las innumerables visitas que hice al lugar a lo largo de los años.

Era extraño que Valdemar me esperase en su dormitorio. No tenía yo nueva alguna sobre un empeoramiento de su estado. La gravedad mostrada en la expresión del mayordomo (la cual era siempre igual, según hube observado todas las veces que acudí como invitado) no ayudó a esclarecer nada a favor o en contra de ese pensamiento que se estaba formando en mi mente. Lo cierto es que, según me acercaba al límite que daba entrada al susodicho dormitorio, empecé a sentirme enfermar. Dubitativo, pasé junto al mayordomo y crucé la puerta, y en ese instante sentí que una especie de delirio apresaba mi mente, y creí que iba a desmayarme, a morir, ante lo que vi.

La habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por un candil que se situaba al margen izquierdo de la cama, sobre una escueta cómoda. Apenas presté atención a otros detalles del lugar. No podía ni sabía enfocar mi inestable cordura en otra cosa que no fuera el detalle central de aquel macabro cuadro. Como en el final de aquella historia, sobre la cama yacía una masa casi líquida de repugnante y aborrecible putrefacción.

Cerré los ojos, seguro de que iba a desmayarme, pero fue solo un rapidísimo parpadeo. Y cuando volví a mirar, algo increíble, indescriptiblemente horrendo, estaba sucediendo. Toda aquella masa informe comenzó a reorganizarse, aglutinándose en torno a las ropas de quien presumía había sido mi amigo Valdemar. Como le ocurre a la arena de las playas cuando es mojada por el vaivén de las olas, aquella concentración maloliente se aglutinó y empezó a tomar forma. En concreto, la de una cabeza. Dos cuencas oculares, un hueco para la nariz, otro de mayor tamaño para la boca… Luego se formaron huesos, al mismo tiempo que algunos mechones de pelo surgían de la parte superior de ese imposible cráneo.

No debieron pasar más que unos instantes cuando la transformación se hubo completado, dando por resultado un trasunto tétrico de Valdemar, demacrado en extremo y lleno de pústulas. El aparecido giró con esfuerzo su cabeza para encontrarme allí, sin saber si desfallecer o salir corriendo. Incapaz de hablar, contemplé aquella infernal pero, en cierto modo, fascinante abominación, hasta que (y la pluma tiembla mientras escribo) fue Valdemar quien rompió el silencio.

- Me… alegra volver a verle… amigo mío.

- ¡Valdemar! ¿Es usted? En nombre de Dios, ¿qué está pasando?

- ¿Por qué me hace esa pregunta? ¿Y en nombre de quién? No está pasando nada, y nada puede pasar ya aquí.

- ¿Aquí? ¿Dónde es aquí?

- Es difícil decirlo – Valdemar hablaba con una lucidez extraordinaria, teniendo en cuenta el estado en que estaba apenas unos segundos antes. Parecía recuperarse a pasos agigantados, cosa a todas luces milagrosa –. Hay muchas cosas en la Tierra que no serían nada para los habitantes de Venus, y muchas cosas visibles y tangibles en Venus que nunca llegaremos a percibir…

Sus palabras parecían venir realmente de otro planeta. De nuevo, creí que iba a desmayarme, y no sé si realmente llegué a hacerlo. ¿Cuántos milenios puede durar un parpadeo?

Al volver a abrir los ojos, la tranquilizadora idea de que todo había sido un sueño me calmó: la cama estaba vacía, Valdemar ya no estaba allí, o más bien nunca había estado. Pero inmediatamente después sucedió algo aun más aterrador. ¡Desde la nada escuché su voz! Me llamaba a gritos, con una voz que reverberaba en cada brizna del viciado aire de la habitación. Aquello fue más de lo que mis nervios pudieron soportar y, presa de un ataque de auténtica locura, huí.

La puerta se abrió sin que nadie (al menos, en apariencia) mediara en la acción. Con la premura que me movía, no caí en la cuenta de que la naturaleza de aquel lugar había cambiado. Mientras oía los gritos del desaparecido Valdemar, que salían de cada rincón de aquel intrincado laberinto, lleno de escaleras y pasillos que se abrían en todas direcciones. Aquello parecía producto de algún tipo de brote nervioso. Fuese o no así, describir mi alucinante carrera en aquella casa, que ya no era la de Valdemar sino una pesadilla real, es imposible. Solo sé que la Divina Providencia me guio, por fin, hasta la salida. Y de la Divina Providencia me encontré dudando un instante después… ¡Puesto que me había conducido, sin ninguna duda, al umbral del Infierno!

El Infierno, sí: nada más podía ser aquel lugar aterrador más allá de todo lo imaginable, y que solo el insigne Dante había sabido representar. Inmersas en una neblina brumosa y acre, irrespirable, multitudes de almas en pena se apresuraban sin orden ni concierto entre altos edificios como torres de Babel que parecían echas de cristal, mientras en las calles unos extraños animales semejantes a carruajes sin caballos se desplazaban en un caos primigenio en medio de un estruendo insoportable. Arriba, en el cielo, apenas visibles entre la bruma, volaban unos inmensos demonios alados.

Alguna de aquellas almas se volvió hacia mí, diciéndome cosas que no comprendí. No tenía intención alguna de interactuar con ellas, por lo que el terror que me embargaba fue sacudido de un plumazo, permitiéndome encontrar las fuerzas necesarias para volver a cerrar la abominable puerta.

Con esto, pensé que había puesto fin a la pesadilla, ya que al darme la vuelta vi la casa tal como la conocía, aunque oscura y desierta. No sabía qué hacer. ¿Aventurarme nuevamente en su interior o volver a abrir la puerta con la esperanza de que las visiones del exterior hubieran desaparecido?

Fue la voz de Valdemar la que decidió por mí. No procedía del dormitorio, sino del salón. Y, sobre todo, ya no parecía provenir de otro mundo. De hecho, él estaba allí, esperándome. Estaba sentado en su cómodo sillón, con las piernas tapadas por una manta a cuadros roja y negra. Estaba tal como lo recordaba antes de mi última visita a la casa. Envejecido y achacoso, pero aun lúcido. Su mirada serena tranquilizó mi sobresalto, pero yo deseaba obtener respuestas. Él lo sabía y parecía dispuesto a conceder mis deseos.

- Sírvase un vaso de Jerez, mi buen amigo, y siéntese.

- Estamos muertos, ¿verdad, Valdemar? – dije mientras permanecía de pie, tenso – ¡Los dos estamos muertos!

- Sí, al menos según las creencias comunes sobre la muerte. En realidad, en el hombre hay dos cuerpos – mi amigo hablaba de forma reposada, paladeando cada sílaba –, uno sumario y otro completo, correspondientes a las dos diferentes condiciones del gusano y de la mariposa. Lo que llamamos “muerte” no es más que la dolorosa metamorfosis.

- ¿Y qué pasa con el mesmerismo?

- Es un medio para mantenerse consciente durante la transformación y, al mismo tiempo, el primer paso hacia la transformación misma. En los siete meses que me mantuvo en el trance mesmérico, la larva que era mi cuerpo tuvo la oportunidad de acortar un viaje que, de otro modo, habría resultado más largo.

- ¡Entonces – repuse, sobresaltado ante la dolorosa conclusión a la que acababa de llegar –, mi relato era real!

- Pero, al releerlo esta tarde, se le escapó un detalle... La última página, en la parte inferior, tiene como fecha… Aquí está, diciembre de 1845. ¿Sabría decirme en qué año estamos?

- ¡En 2025, naturalmente! Pero… ¡Eso es imposible! ¡No puedo haberlo escrito hace más de siglo y medio!

- Vuelve a olvidar, querido amigo, que está “muerto” – Valdemar sonreía con cierta sorna, casi como si se regodease de aquella situación. O como si se compadeciese de mí, no lo tenía del todo claro –. Pocos años después de mi partida, le tocó a usted. Vagaba consumido por el alcohol, hastiado de la vida. Su fin fue atribuido al delirium tremens. Pero, en realidad, al sentir que se acercaba la transición, usted manifestó el deseo de ser…

- ¡Mesmerizado!

- Sí… Y mientras uno de sus cuerpos entraba en el delirio, el otro se separó y comenzó una nueva vida, tal vez eterna. O tal vez, quién sabe, solo un segundo paso en el camino hacia el infinito. Una nueva vida que, en cualquier caso, depara muchas sorpresas. Como ya ha experimentado, a veces uno se puede olvidar de que está “muerto, y en otras se siente atrapado en una especie de “repetición” de la vida pasada, volviendo a revivir millares de veces el mismo día, con los mismos actos y las mismas palabras… Y luego están las “oscilaciones”.

- ¿Cómo?

- Hace un rato me vio desaparecer – Valdemar se mostraba igual de paciente que u a madre explicando algo a un niño pequeño –, y yo le vi desaparecer a usted: ese es un ejemplo de “oscilación”, un fenómeno sobre el que aun no puedo decirle mucho… Es como si cada uno de nosotros se encontrase en un péndulo que oscila entre diversas realidades. Pero, aparte de eso, hay una infinidad de maravillas en esta zona liminal. Sígame, mi buen amigo.

Valdemar se levantó con cierta dificultad, pero con una gran determinación. Yo hice lo propio, pero con terrores renovados. Las explicaciones de mi amigo no me habían hecho olvidar lo que podía esconderse tras cada puerta de la casa. Puede que, sin saberlo o quererlo, me estuviese conduciendo de nuevo hasta otra visión de pesadilla. Valdemar abrió y, con un gesto, me invitó a echar un vistazo.

- ¡No! ¡Ahí fuera está el Infierno!

- Sí. Uno de los infinitos Infiernos... o Paraísos… o simplemente uno de los infinitos mundos de infinitos universos, a los que todos podemos acceder, puesto que la materia de la que estamos hechos, contrayéndose y absorbiéndose a sí misma, nos ha colocado en uno de los infinitos centros del cosmos. Un pasaje angosto e inmenso. Una vorágine oscura, abierta a miles de millones de luces fulgurantes.

Y más no sé, o no puedo, o no quiero decir...

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