Historia de Nadie (segunda parte)


 

Uno…

No estaba siendo un trago sencillo para Bret. Cuando su suerte parecía haber cambiado para bien, todo se fue al traste en minutos. Un par de agentes de Scotland Yard lo sacaron de la oficina casi a rastras y lo condujeron hasta casa de Carol. Aquello parecía una fiesta de uniformes y sirenas. Sin saber muy bien a qué se debía tanta urgencia, el hombretón entró en la casa, topándose casi al instante con un tipo orondo, entrado en años y casi calvo que parecía a punto de vomitar. Mientras el inspector Bloch, pues así se llamaba el susodicho, pedía a gritos un vaso de agua con que acompañar la toma de un antiemético, Bret fue conducido a la cocina, donde había dejado a su amante unas pocas horas antes, tras haber pasado la noche juntos. La escena era dantesca. Todo lo que veía estaba bañado en sangre, y el cuerpo… Ni siquiera sabía cómo describir aquello. ¿Qué le había pasado a la preciosa Carol?

Tenían planes. Llevaban mucho tiempo juntos y la muerte repentina de aquel enclenque que ella tenía por esposo les vino de perlas. Los tres se conocían casi desde la universidad, cuando aun creían que la vida era eterna y abarrotada de posibilidades. Su mejor amigo tuvo la suerte de pescar primero a la chica más atractiva de la promoción, algo que Bret nunca llegó a entender. Debieron pasar años para que ella diera el paso que él tenía claro desde el primer momento. ¿Por qué no lo hizo antes? Ella lo achacaba a la pena y a la bondad de su marido, un pobre y aburrido hombre que no tenía apenas aficiones ni vida más allá de la oficina. En el fondo, su amigo sabía que allí había gato encerrado y que no era más que un obstáculo para la verdadera felicidad de Carol, y para el jugoso seguro de salud que habría de cobrar si a él le pasase algo. A veces, la fortuna sonríe a los que la persiguen, pensaba Bret. Pero todo ello se había esfumado de un plumazo.

Contó su historia a un par de agentes antes de hacer lo propio ante el mismísimo inspector Bloch, algo más repuesto tras su primer vistazo al cadáver casi descarnado de Carol. Estaba claro que era el principal sospechoso. Había asistido al improvisado entierro de su amigo hace pocas horas y había estado con la víctima. Los vecinos podían corroborarlo. La cosa pintaba mal. Pero Bret sabía que no tenía nada que ver con aquella abominación. Relató a Bloch la pesadilla referida por Carol aquella mañana, y su interlocutor se lanzó al instante hacia el teléfono más cercano para hacer una llamada. Bret no tenía consciencia de cuantas horas pasó en la casa, mirando hacia todas partes sin ver nada, tratando de dar con una explicación a aquella muerte tan salvaje. Antes de que por fin lo llevasen a los calabozos, vio que Bloch hablaba con un tipo peculiar. Treintañero, con un parecido más que evidente a Rupert Everett, ataviado con una camisa roja y una chaqueta negra y con una soltura llamativa, teniendo en cuenta la situación. Bret no pudo oír gran cosa, más allá del apelativo “Old Boy” y la palabra “zombi”.

Dos…

La falta de pruebas en su contra era evidente. Aunque pudiese haber un móvil pasional, esa hipótesis no estaba respaldada con otros indicios de peso. No se había encontrado arma del crimen ni rastros biológicos en su ropa o sus pertenencias. Eso, unido a los testimonios de los vecinos de Carol y de sus compañeros de trabajo, ayudaron a que Bret pudiese cambiar los barrotes por su cama. Aun estaba en shock, pero lo peor parecía haber pasado ya. O eso pensaba. Lástima que alguien no estuviese de acuerdo.

Mientras agonizaba, colgado en su propio sótano, era incapaz de razonar lo que estaba pasando. Había oído pasos abajo, así que fue a echar un vistazo. Pensó que quizá la duermevela le había jugado una mala pasada. Muy lógico, por otra parte. Dos de sus personas más allegadas habían muerto en el lapso de tres días, aunque la pérdida de una de ellas no le hubiera dolido en absoluto.

Estaba regresando a su habitación cuando notó un fuerte golpe en la cara. Para ser más concreto, en su ojo izquierdo. La fuerza del golpe le había tumbado al instante. Algo se había clavado en la cuenca de ese ojo, ahora vacía, y no lo soltaba. Pudo escuchar un sonido metálico, algo así como una cadena que era arrastrada por el pavimento. Fuese quien fuese, lo empujaba escaleras abajo mientras él pataleaba y chillaba. Deseaba haber muerto ya, pero ese deseo no le sería concedido hasta algunos minutos después. Con aquel dolor punzante y extremo recorriendo cada nervio de su cuerpo, vio con el ojo restante cómo era izado y maniatado a una de las vigas del techo.

Allí había premeditación y odio. El atacante se estaba recreando, pero la oscuridad total no permitía a Bret verle el rostro, ni tan siquiera intuirlo. De una u otra forma, cualquiera podría haber apostado a que el resultado hubiese sido el mismo. Lo que el torturado no podía esperar era sentir cómo devoraban su abdomen con fruición. Era mucho más de lo que podía soportar, pero continuaba vivo. Dio gracias cuando todo empezó a percibirse desde cierta distancia. Casi creía que estaba teniendo un mal sueño del que estaba a punto de despertar. Sí, seguro que en breve estaría abrazado a la exuberante Carol, susurrando en qué gastarían el dinero del seguro de vida de su insulso maridito muerto. ¿Qué más daba si en la lejanía aun era capaz de notar como sus intestinos se estaban desparramando por el suelo?

Tres

……………………………………………………………………………………........................

Otra vez envuelto en un sudor frío y despedido de los brazos de Morfeo entre gritos. Aquel techo tan impersonal le era familiar, así como el diván en el que estaba tumbado. Sí, estaba en la consulta de su psiquiatra, el doctor Xabaras. Con las piernas cruzadas y una expresión imperturbable en su rostro, el doctor guardaba silencio, a la espera de que el paciente reaccionase.

Los trances eran cada vez más intensos, aunque no todos ellos eran igual de terroríficos, por suerte. Vio la muerte de Carol, y ahora la de Bret. Aunque también había visto al propio Xabaras en su consulta, atendiendo a otros pacientes. Lo propio pasó con el denominado como “investigador de la pesadilla” intentar terminar su galeón, mientras el mismo alucinaba con la presencia de una tal Morgana dentro de la maqueta. Y también estaba ese otro tipo tan irritante. Ese que se creía un actor cómico de renombre y que hacía chistes tan malos. Al infeliz casi le da un infarto cuando se vio en el espejo del baño y comprobó que su cara se estaba derritiendo, pero había sobrevivido al susto. Él no tuvo tanta suerte. ¿Pero cuándo ocurrió aquello? ¿Por qué veía a tantos desconocidos mientras dormía? Y, lo más acuciante, ¿por qué seguía sin recordar su nombre?

- La sesión de hoy ha terminado, mi querido amigo – dijo el psiquiatra mientras se levantaba de su sillón con parsimonia –. Puede usted volver el próximo miércoles a la misma hora.

- Pero doctor, sigo teniendo muchas preguntas. Me siento vacío y atrapado. Estoy empezando a entender lo que está pasando, aunque me parece una locura. Sin embargo, no sé qué sentido tiene ver a tanta gente haciendo cosas sin sentido. Ni ser testigo de sucesos que no debería poder ver u oír cosas que no debería poder escuchar.

- Yo también estoy empezando a entenderlo. De todas formas, sigo reflexionando sobre las razones exactas tras esas manifestaciones de su subconsciente – el doctor puso sus manos cruzadas a su espalda, cerca de la puerta que daba acceso a aquel lugar –. Lo que usted piensa que ha hecho es un absoluto disparate. Pero, aunque vaya contra toda lógica, lo veo plausible. Carol y Bret están bien. Al menos, no tengo constancia de noticias que digan lo contrario. Necesito más sesiones para sacar algo en claro. Es usted un paciente fuera de lo común, desde luego. Haré cuanto pueda para ayudarle, pero el deber me llama y no puedo desatender a mis otros casos. No se preocupe ni se agobie. Intente llevar una rutina tranquila, y el resto vendrá solo.

- Es muy fácil para usted decirlo, doctor – dijo Nadie con resignación, cabizbajo, con apenas un hilo de voz –. Pero trataré de hacerle caso. Por cierto, ¿podría usted prestarme cinco libras para poder comer algo decente?

Nadie volvió a caminar por aquellas calles bulliciosas y llenas de gente que iba y venía. No tenía rumbo fijo, aunque notaba cierto gusanillo en el estómago. Era invisible a ojos de los demás. Solo una hormiga más dentro de una colonia en la que era inútil. Puede que por eso no se parase a hablar con ningún transeúnte. Por eso, y porque solo sentía deseos de hablar con una persona en concreto. Con aquel tipo que construía el galeón. Puede que él pudiese poner fin a aquellos sueños. Ya había pasado por su puerta antes. Sabía que su casa estaba en Craven Road.

Una vez llegado allí, tocó el timbre con el deseo de ser recibido. Pasaron algunos segundos y llamó una segunda vez. Nada. No había nadie en casa. No tendría más remedio que esperar en otra parte. Aunque, esta vez, jugaba con ventaja, pues ya sabía que el detective y el psiquiatra se encontrarían antes o después en el despacho del segundo. La cuestión era cuándo y si podría estar presente de alguna forma. Tendría que hacerle caso a Bret. Volver al cementerio y dormir un rato en aquel frío ataúd, aunque tuviese que sacar al vagabundo de él.

Pero antes, Nadie buscó un lugar tranquilo para comer. Probó en varios sitios, pero había un problema con el que ya contaba. Nada de lo que leía en las cartas o de lo que podía ver en los diferentes establecimientos le llamaba la atención. Tenía apetito, pero no había plato alguno por el que pudiera decidirse. ¿Qué más daba? Un muerto no debería tener hambre. Lo mejor era no pensar en ello e irse a dormir hasta que llegase la siguiente cita con el psiquiatra. Estaba seguro de que despertaría a tiempo, como en el último par de ocasiones.

Iré a la escuela. Me graduaré. Me casaré. Mi padre morirá. Encontraré un trabajo seguro, funcionario del Estado. Mi esposa me traicionará, y yo no diré nada para que el mundo no se derrumbe… ¿Y luego? Y luego se acaba…

Estaba ya preparado para regresar al incómodo descanso que le proporcionaba aquella caja de madera simple y barata cuando aquellos pensamientos intrusivos volvieron a su mente. Era el paso previo a empezar a sobrevolar los sueños de otros. ¿Era acaso ese su destino? ¿Ser incapaz de morir y convertirse en un intruso indeseado en los momentos de mayor intimidad y soledad de los demás? No era eso lo que quería, y miraba con envidia al difunto vagabundo que yacía en el suelo. Ojalá el doctor Xabaras tuviese razón. Nadie tuvo un arrebato de valor y decidió salir de nuevo del cementerio. Ir a su casa, ver a Carol y hablar con ella. O simplemente sentarse en el salón de su casa. Mientras llegaba a su nuevo destino, hacía memoria sobre ese sueño recurrente con su psiquiatra y el tipo al que llevaba buscando desde que empezó todo aquello, fuese cuando fuese. Era capaz de visualizar a la perfección cómo el muchacho llegaba a la puerta de la consulta, hacía sonar el timbre y era recibido por el propietario del sitio.

- Bienvenido, señor Dog, y perdóneme por molestarle sin previo aviso.

- Es un placer, doctor – respondió Dog mientras apretaba la firme mano de aquel desconocido para él. Ambos se dirigieron hacia una mesa cercana y tomaron asiendo uno frente a otro –. Pero dígame, ¿a qué venía tanta premura?

- A un caso de lo más especial – Xabatas cruzó sus manos en su regazo, acomodándose par comenzar a relatar una historia muy larga –. Créame que, teniendo en cuenta su historial, es de su total incumbencia.

- Bueno, eso está por ver. La gente me achaca una fama de crédulo que no es tal.

- De una forma u otra – continuó el psiquiatra, que miraba fijamente a los ojos a ese treintañero ligeramente parecido a sí mismo –, necesitaba hablar con alguien sobre este paciente. He empezado a tratarle hace poco, pero me fascina cada sesión que tengo con él. La parte mala es que me aterroriza a partes iguales.

- Usted habrá visto y oído de todo, doctor – repuso el mordaz detective, que tuvo la tentación de pensar que estaba allí perdiendo el tiempo –. ¿Que tiene de especial este paciente suyo?

- En un principio, no parecía más que un hombre con algún tipo de desorden disociativo no diagnosticado – expuso el doctor, sin hacer el más mínimo gesto –. Llegó aquí de forma casual, según él mismo aseguró. Parecía desconcertado, así que le pedí que se sentase en el diván y le expliqué lo que iba a hacer con él. Me dijo que no llevaba dinero encima, pero para mí no supuso ningún problema. Intuí que ese hombre necesitaba ayuda profesional. No recordaba su nombre, así que empecé a referirme a él en mis apuntes como “Nadie”, y así continuaré haciéndolo, si no le importa. Lo sometí a una sesión de hipnosis, y la sorpresa no tardó en aparecer.

- Muy generoso por su parte, doctor – Dylan parecía empezar a prestar atención. El tipo que estaba sentado delante suya parecía ser sincero, pero no descifrar emoción alguna a partir de sus gestos o expresiones. Su quinto sentido y medio no estaba funcionando todavía, aunque sentía curiosidad por ver hacia dónde iba todo aquello –. Continúe, por favor.

- Como iba diciendo, la primera sesión de hipnosis avanzó. Al principio formulé preguntas sencillas. No tardé en constatar que el paciente no mostraba dificultad alguna para comunicarse y rememorar cosas básicas. A excepción de una, como le he dicho antes. Tras pocos minutos, las sorpresas empezaron. Nadie empezó a referir sueños de lo más llamativos. Unos protagonizados por él mismo, pero también otros que eran propiedad de otras personas. El surrealismo de los mismos fueron aumentando. Pero empezó a haber cierto patrón en ellos.

- ¿Acaso piensa decirme que ese tal Nadie es una suerte de caminante de sueños, doctor? – Dylan intentaba ser mordaz para desentrañar las intenciones del psiquiatra, que permanecía casi inmutable, más allá de unos escuetos movimientos de sus hombros –. ¿O acaso que es una especie de pervertido con un fetiche con la gente que duerme? Si es lo segundo, puedo adelantarle que mi asistente hace cosas peores.

- Nada de eso, joven. Lo que pretendo decirle es que mi paciente está convencido de estar muerto y de ser un zombi – Xabaras echó su cuerpo para adelante, intentando dar un mayor énfasis a sus palabras –. Es más, está convencido de haberse comido a su mujer y a su mejor amigo. Pero no sé si tiene claro cómo o cuñando lo hizo. Eso es lo más extraño de todo. En su mente hay un caos difícil de desentrañar.

A grandes rasgos, la posterior y larga charla entre el psiquiatra u el investigador de la pesadilla giraba en torno a la supuesta capacidad de su singular paciente de convertirse en una especie de dios creador y destructor de mundos. En uno de sus primeros sueños tras morir (o uno de los últimos, pues nunca estaba seguro del todo), el psiquiatra telefoneaba al detective y le citaba en su despacho. La conversación entre ambos siempre se desarrollaba de la misma manera. El invitado escuchaba atentamente, empinando el codo sin descanso, mientras Xabaras le hacía partícipe de su hipótesis. Resumiéndolo mucho, Xabaras pensaba que aquel mundo en el que ambos vivían solo era uno de muchos, los cuales variaban muy poco entre ellos. Aquel que para ellos era “real” no era otra cosa que el sueño de Nadie, un pobre infeliz que había muerto o que moriría en un futuro, pues el doctor no lo tenía claro, pero que era capaz de revivir, recomponiendo el mundo a su incierto capricho. Nadie podía recordar sus palabras de forma literal.

“… Es más, detengámonos en la película que ve en el momento de la muerte: es él quien la filma, puede hacer cualquier cosa… […] Lo que no es posible hacer cuando se nace, tal vez sea posible hacerlo cuando se muere: convertirse en un fabricante de universos.”

En cuanto a su muerte, el paciente habría estado en otra dimensión cuando ocurrió. Quizá estaba leyendo un periódico que contuviera un artículo donde se hablase de ellos dos. Puede que en esa supuesta “dimensión verdadera”, ellos fuesen enemigos. O puede que padre e hijo. El razonamiento del psiquiatra derivaba en la posibilidad de que el insólito redivivo pudiese crear una ilusión tan perfecta que sería muy difícil identificarla como tal, incluso para él mismo.

Tras un monólogo filosófico de lo más extravagante, en el que Xabaras lanzaba alabanzas al poder de la imaginación sobre el de la ciencia y sentenciaba que habría que acabar con el creador de mundos aunque sus vidas se perdiesen en el proceso, el investigador de la pesadilla acababa reconociendo que tenía ganas de conocer cómo acababa ese cuento de ciencia ficción tan bien hilado. Se levantaba del sillón y se mostraba dispuesto a salir, mientras su interlocutor le pedía que esperase, pues había insertado cierta orden posthipnótica en Nadie. Y ya está. Nadie no podía ver más allá de ese punto.

Y allí estaba él, en el salón vacío de su casa, sentado en un rincón. Ya sospechaba que Carol no estaría allí. Deseaba con todas sus fuerzas que se hubiese marchado con Bret a cualquier lugar. Que aquellos asesinatos tan salvajes fuesen imaginaciones de su perturbada mente. Que su regreso de la tumba no fuese más que una broma de mal gusto de un dios chistoso. Que su nombre fuese recordado por alguien y se lo susurrase al oído.

Se agarró las rodillas, escondió la cabeza entre ellas y sollozó durante lo que le parecieron horas. En determinado momento, vio un periódico arrugado junto a él y lo cogió. No tenía fecha, pero estaba abierto por una página en la que podía leerse un artículo en el que aparecían las fotos de Xabaras y el detective…

………………………………………………………………………………….......................

El doctor estaba en el suelo, luchando por seguir consciente unos cuantos segundos más, aferrándose a su último hálito de vida para poder dedicarle a Dylan unas cuantas palabras. Al final, todo lo que sospechaba resultó ser cierto. Nadie estaba convencido de haber muerto y de haberse comido a su mujer y su amigo. Para comprobarlo, el psiquiatra había insertado una orden precisa en la mente de su paciente mientras estaba acostado en el diván durante una de las sesiones que habían compartido. La misma solo debía activarse si Nadie leía el artículo sobre la muerte del dibujante de cómics.

Aquello ocurrió justo antes de que Dylan saliese de la consulta, como el doctor había calculado. La puerta desapareció de repente, haciendo de la estancia una trampa sin salida. Unos brazos cadavéricos salidos de la pared en la que debía estar la puerta sujetaron al investigador mientras otros visitantes igual de podridos se abalanzaron sobre Xabaras, mordiéndolo e hiriéndolo de muerte.

El peligro de ultratumba se esfumó tal como había llegado. Ninguno de los dos podía saberlo porque no vieron a Nadie arrojar el periódico fuera de su alcance. Aquellos escasos segundos fueron más que suficientes para demostrar a Dylan que todo aquello era cierto y que debía matar a Nadie. Ver es creer, o eso era lo que pregonaba el detective, que seguía siendo escéptico sobre muchas cuestiones a pesar de todo lo que había visto a aquellas alturas. El doctor tenía una última petición para él: que usase su pistola y acabase con su sufrimiento en aquel preciso momento. Dylan no podía negarse, así que sacó su arma y concedió el deseo de aquel pobre hombre con un cierto parecido a sí mismo, no sin antes prometerle que cumpliría con su deber.




…………………………………………………………………………………..................

Nadie se plantó ante la puerta del número 7 de Craven Road, decidido a acabar con aquello de una vez por todas. Pero, antes de hacerlo, dedicó unos minutos a intentar escuchar lo que sus habitantes estaban haciendo y diciendo. Sus sentidos parecían haberse agudizado de repente, al igual que su mente. Por fin había adivinado la forma de escapar de esa realidad que le era tan exasperante. No se equivocó cuando supuso que el detective era la solución. Pero, sorprendido por su propia actitud, quería permitirse a sí mismo unos cuantos momentos antes de partir. De esta forma, pudo escuchar con claridad cómo el detective intentaba tocar el saxofón, aunque el sonido que salía del instrumento era horrible. Casi preferiría que fuese tocado por demonios en vez de por aquel tipo con tan escasa habilidad para la música. Para su sorpresa, aquel caos auditivo fue recuperando cierta armonía, dando como resultado una composición con un ritmo agradable, aunque melancólico.

Segundos después, oyó unos pasos que se acercaban a esa habitación. Era aquel aspirante a cómico tan cargante. El joven le pidió que contase su mejor chiste, y su amigo le preguntó si se encontraba bien. Luego llegó la sincera y estruendosa carcajada del muchacho. Parecía estar en paz consigo mismo y con el mundo. Por un instante, incluso parecía feliz. La risa se prolongó hasta que Nadie llamó al timbre. Ya era hora de encontrarse cara a cara con su verdugo en aquella dimensión. Había que cerrar el telón de aquella disparatada obra de teatro y que los espectadores aplaudiesen o abucheasen.

Apenas hubo intercambio de palabras. Ni siquiera se miraron mutuamente. Los dos sabían lo que tenía que pasar y se dejaron ir sin rodeos. El detective dio un grito y abrió su mano derecha, esperando la llegada de su revólver, que había sido lanzado por la parodia de Groucho Marx que tenía por asistente. El certero movimiento y el subsiguiente disparo fueron perfectos. La bala dio a bocajarro en el blanco. Un hombre embutido en un traje negro se desplomó justo en la entrada a aquella casa que también hacía las veces de oficina.

La escena se estaba difuminando. El joven miraba al muerto, mientras su asistente mascullaba otra de sus ocurrencias, vestido con un pijama que parecía sacado de primeros del siglo XX. Los tonos blanquecinos fueron ganando fuerza mientras Nadie se deslizaba hacia el lugar que anhelaba. Todo lo que había visto en aquellos últimos días (u horas, más bien) estaba abocado a desaparecer, pero eso no le suponía ningún problema si con ello era abrazado por el vacío. Por fin podría morir. Por fin se había ganado el derecho a no ser nadie. ¿Por qué se veía a sí mismo en una barca junto a otra figura?

Tres…

…………………………………………………………………………………..........................

Aquel dolor de espalda y ese sabor metálico en la boca. Aquel techo abovedado y sucio. Aquel grito de espanto desde el rincón. El viaje hacia el sueño eterno no era como él había imaginado. Por no hablar de lo corto que había sido. Tanto sufrimiento para acabar en el mismo sitio y empezar de nuevo.



Era consciente de todo. Estaba en casa, intentando librarse de la imagen de Carol y Bret en el cuarto de baño, frotándose como dos adolescentes. Aquella humillación era solo la constatación de algo que sabía desde hace mucho. Pero no por ello era menos doloroso.

No encontraba modo alguno de distraerse y no se sentía bien, así que había salido a comprar el periódico y se había sentado en su sillón favorito para matar el tiempo. Allí estaba de nuevo el típico artículo sensacionalista sobre Dylan Dog, un payaso con aires de grandeza que volvía a salir a colación en un caso se asesinato. Antes o después acabaría encerrado en una institución psiquiátrica.

El dolor del brazo se intensificó, y una letal punzada azotó su pecho. Sabía que eso no podía ser bueno e intentó moverse, pero no pudo. Intentó articular alguna palabra, pero de su boca solo salieron balbuceos y babas. Finalmente, intentó levantarse, pero murió mientras procesaba ese pensamiento. Tras todo esto, se despertó en el mismo ataúd, dentro de la misma capilla abandonada donde le ubicaron de forma provisional. Solo le consolaba el hecho de saber que todavía no se había comido a sus dos futuras víctimas. Pero iba a pasar y no podía evitarlo.

Salió de su supuesto lugar de descanso eterno a la carrera, decidido a hablar con Dylan Dog y contarle aquella locura. Casi había salido del cementerio cuando una mano enguantada le agarró del antebrazo y tiró de él con fuerza hacia unas lápidas cercanas. No sabía de dónde había surgido ni cuáles eran sus intenciones, ni pudo hacer nada para defenderse del ataque del desconocido, que le durmió tras pinchar algo en su brazo.

Las cosas no estaban sucediendo como creía recordar, si es que lo que había visto durante aquella experiencia era uno de sus posibles futuros. Según Xabaras, era un creador de mundos, así que quizá había dado forma a otro más cuando Dylan le disparó en la cabeza. Otra realidad algo diferente, pero que en esencia compartía la gran mayoría de cosas que había conocido en vida.

Las brumas de su mente se despejaron. Estaba atado y sentía una nueva punción en el brazo. El sitio parecía ser una cripta, a tenor de la envergadura, el olor y la escasez de luz natural que albergaba. A su lado pudo ver una cara familiar. Era Xabaras. Pero no el psiquiatra altruista que accedió a tratarle a pesar de no recibir nada a cambio, sino el que era mencionado en el artículo que estaba leyendo justo antes de morir. No era, pues, ninguna leyenda urbana, sino un hombre de carne y hueso. Un tipo de mirada desquiciada y malvada que pregonaba a los cuatro vientos que aquel era su gran éxito frente a la muerte.

- Tú eres mi Adán – decía entre risotadas entusiastas, moviéndose alrededor del capturado –. Eres el primer miembro de mi nuevo ejército. Uno que será arrebatado de las garras de la muerte gracias a mi nuevo perfeccionado, que no permitirá que la carne se degrade.

Xabaras estaba nervioso y no paraba de mirar hacia arriba. Se percató de ello enseguida. Aquel supuesto doctor que realizaba experimentos con gente muerta tenía planes que solo un loco podría concebir, y él se había convertido en la clave para lograrlos. Si hubiese llegado a Craven Road a tiempo…

- Te escogí al azar y tuve la inmensa suerte de comprobar que habías fallecido de un infarto. Anoche recibiste la primera dosis del suero, pero debo administrarte más. Luego, la hipnosis hará el resto.

Unos pasos provenientes de arriba hicieron palidecer a Xabaras. Masculló algo sobre no estar preparado y se precipitó sobre su nueva esperanza en forma de recién retornado, el cual estaba débil y confuso, muy probablemente por culpa de los dos últimos pinchazos que había recibido. El alto y delgado villano lo desató y le dijo unas palabras que no pudo comprender, tras lo cual se vio impelido a seguirle en una torpe carrera. Casi a empellones, el resucitado y atravesó varios pasillos estrechos hasta que llegó a una suerte de embarcadero, en la que una insignificante y precaria barca esperaba, amarrada de forma torpe. Aquello pintaba a huida.

Xabaras ayudó al hombre a subirse a la embarcación y se dispuso a deshacer el nudo que la unía al embarcadero, mientras unos rápidos pasos se acercaban cada vez más. Una vez completada la operación, el frenético doctor saltó sobre la barca y empezó a remar con toda la rapidez y fuerza que podía, mientras miraba atrás con los ojos abiertos como platos.

Fuese quien fuese su perseguidor, ya había llegado al embarcadero cuando los dos improvisados compañeros de huida estaban llegando al umbral entre ese estrecho canal de agua y el exterior. Aquella visión parecía irreal para el desorientado preso. La blancura que emanaba la cercana salida le atraía. Deseaba abrazarla, casi tanto como deseaba abrazar a Carol. O a su madre, que le esperaba en aquel otro lugar al que deseaba partir. Fue entonces cuando oyó la detonación. Una sonrisa se dibujó en su rostro mientras que su cuerpo caía hacia las aguas y Xabaras gritaba, preso de una cólera incontenible.

No estaba ya en disposición de darle las gracias a aquel que les había seguido hasta allí y le había descerrajado un tiro desde atrás, pero sí que podía prometerle que no crearía ningún mundo más. Que no saciaría su hambre con carne humana en ningún mundo ni en ningún futuro, por improbable que fuese. Que, ahora sí, ya no era nadie.

Iré a la escuela. Me graduaré. Me casaré. Mi padre morirá. Encontraré un trabajo seguro, funcionario del Estado. Mi esposa me traicionará, y yo no diré nada para que el mundo no se derrumbe… ¿Y luego? Y luego se acaba…





Félix Ruiz H.

*Relato basado en Historia de Nadie, de Tiziano Sclavi y Angelo Stano. Publicado en abril de 1990 por Editoriale Daim Press y editado por Sergio Bonelli.







Comentarios

Archivos populares

Arthur Gordon Pym y La Esfinge de los hielos

La Hermandad Oscura

De Vermis Mysteriis y el mal de Jerusalem´s Lot