Sir Edward Grey, Cazador de Brujas: Al servicio de los Ángeles (1)


Vivimos en un mundo extraño, Grey. Usted lo sabe más que nadie, supongo.

Queridos aprendices, asistentes y curiosos, bienvenidos a un nuevo post de nuestro Gabinete. Este verano va a ser bastante entretenido para todos los que disfrutamos de las historias de Mike Mignola. En el próximo mes de julio verá la luz el primer integral de Bogavante Johnson, su héroe pulp, mientras que en agosto hará lo propio su detective de lo oculto y protagonista de este texto: Sir Edward Grey.

Norma Editorial – y Dark Horse, hemos de aclarar – vende los relatos de este caballero británico con la premisa de que forman parte del Universo Hellboy, algo que es solo cierto a medias. Me explico. Grey fue mencionado muy brevemente en la segunda miniserie de Hellboy, Despierta el demonio y aparecía – o algo así – en una viñeta. Luego volvió a aparecer en las diez primeras páginas de Abe Sapien: El ahogado. Pero, tras eso, se hizo un hueco propio. Sin embargo, siempre estuvo en la mente de Mike Mignola, como él mismo confesó en un texto que podemos leer en el primer número de la serie dedicada al cazador de brujas.

En ese tomo, a cuya trama dedicaré al menos dos post, el autor confiesa haber crecido leyendo a los más insignes escritores de novelas sobrenaturales victorianas: M.R. James, Joseph Sheridan Le Fanu, E. F. Benson, Guy de Maupassant o Charles Dickens, entre otros. Y, en algún momento, descubrió a los detectives de lo oculto, teniendo a Van Helsing y su aparición en Drácula como primer figura a la que emular. Luego llegaron Jihn Silence o Carnacki.

Desde entonces, y una vez decidido a escribir, siempre quiso crear a un detective humano normal y corriente, e insertar sus andanzas en una época muy concreta: la victoriana. Llevaba unos diez años dibujando cómics, pero por entonces creía que dibujar cosas corrientes le aburriría. De ahí que dejase esa idea a un lado y se centrase en la que a la postre es su gran creación, el demonio rojo Hellboy.

Pero Edward Grey siempre rondó por su cabeza, y el crecimiento exponencial del universo en torno a la AIDP propició que colaborase con diversos autores, siendo uno de ellos clave para la aparición fulgurante del agente de la corona. Este autor fue Ben Stenbeck, apasionado de la documentación y la ambientación, que se convirtió en el dibujante adecuado para sacar adelante aquella idea de juventud de Mignola. Fue así como finalmente hizo su aparición Witchfinder: In the Service of Angels en el año 2009, iniciando una serie que pronto será, como dije al principio, reunida en volúmenes integrales, como ya ha pasado con Hellboy y Abe Sapien.

¿Pero quién es sir Edward Grey? Aunque hablemos algo a futuro – pues poco sabremos de él durante su primera aventura –, sí que considero necesario hacer unos breves apuntes biográficos sobre su persona, a modo de presentación. Nuestro hombre nació en West Sussex en 1856, siendo el el hijo del guardián de la finca de Lord Robert Hastings. Aun sin haber cumplido los trece años de edad, vivió su primera gran aventura. Corría el año 1869 cuando en la campiña cercana a la propiedad de Lord Hastings comenzaron a aparecer restos de vacas devoradas parcialmente, hecho al que pronto se sumó la desaparición de tres niños. El pequeño Edward fue el único que enlazó ambos acontecimientos con un tercero que nadie tuvo en cuenta o, mejor dicho, nadie parecía querer ver: la llegada a la propiedad de uno de los hijos de Lord Hastings, procedente de París.

Cuando Edward alertó de que todo podía estar relacionado, nadie le tuvo en cuenta, por lo que el niño decidió hacer sus propias pesquisas, llegando hasta la cripta familiar, donde encontró al joven Hastings convertido en hombre lobo. El monstruo había devorado todos los cuerpos de la cripta, pero la carne muerta no saciaba el apetito igual que la viva. Es por ello que había extendido su matanza a los alrededores. Lo intentó con el pequeño Edward, que sin embargo tuvo la suerte de acertar al licántropo con una bala bendecida por un sacerdote, poniendo fin al mal que azotaba aquellas tierras. Malherido, el chico fue trasladado a casa de Lord Hastings, que lejos de sentir resentimiento hacia Edward, hizo todo lo que estuvo en su mano para curar al niño y procurarle una vida mejor.

Allí, con un mecenas agradecido, el joven Edward fue educado en las artes ocultas, pues nunca se ocultó el hecho de que el hijo de Lord Hastings había contraído la maldición licantrópica en París, siendo Grey el único – y milagroso, pues fue incluso mordido por el ser – superviviente de aquel baño de sangre.

En este momento haremos una elipsis temporal de diez años y viajaremos hasta 1879. Edward era joven, pero ya se había granjeado una fama que había llegado hasta las más altas esferas. Una serie de investigaciones hicieron que despertase el interés de la corona, que había premiado sus esfuerzos con el título de Sir. Grey había acabado con un complot brujeril para acabar con la reina Victoria. O eso se contaba, pues ni el propio interesado estaba dispuesto a confirmar los rumores.


Las calles de Londres estaban a punto de ser testigos de un caso nada usual, protagonizado por el Cazador de Brujas. Era famoso, sí. Pero todo eran especulaciones y susurros cuando se trataba de él. Las autoridades tenía orden de dejarle hacer y deshacer a su antojo y ofrecerle todos los recursos a su alcance, cosa que no era del agrado de la mayoría.

Todo comenzó con la aparición de un cadáver en plena calle. Se trataba de un hombre que presentaba múltiples mordiscos hechos por alguna alimaña desconocida. De repente, sir Edward hizo acto de presencia, mientras la multitud cuchicheaba a sus espaldas. Los agentes de la city presentes informaron al recién llegado de los detalles que conocían. El muerto era Bradley T. Hopkins, que al parecer había caído desde la parte superior de su propio bufete de abogados. El cuerpo presentaba mordiscos, pero había algo sumamente inusual: no había ni rastro de sangre en el cadáver, como tampoco lo había en sus oficinas. Las puertas de las mismas estaban cerradas por dentro y hubo que forzarlas.

No se explicaban cómo había ocurrido aquello, pero alguien entre la multitud parecía saber más. Lord Wellington estaba muy asustado. Aquel era el tercer asesinato registrado en pocos días, y Grey lo sabía. Por ello, pidió colaboración a Wellington, que hasta entonces se había mostrado reacio a cooperar. Pero visto lo visto, era el momento de soltar la lengua.

En la oficina del Lord, ambos hombres comenzaron a intercambiar información. Wellington deseaba saber más sobre el Cazador de Brujas, pero éste hacía caso omiso, aduciendo a la imposibilidad de comentar nada sobre sus servicios a Su Majestad. Los rumores sobre Grey eran la comidilla de medio Londres: su lucha contra las brujas de Farham – Mary y Elizabeth Washbrook u Sara Webb – o el asunto de Highgate eran centro de multitud de conversaciones y debates. Pero no era el momento de dar pávulo a rumores, sino de tratar de averiguar qué estaba pasando con los conocidos de Lord Wellington.

Douglas Maynard, Albert Sims y Bradley Hopkins habían muerto en los tres últimos días. Todos tenían algo en común con el Lord: fueron miembros de la misma expedición, patrocinada por el propio Wellington. Éste aclaró que aquellas tres muertes no habían sido las primeras, pues otros tres miembros de aquel viaje habían perecido durante el regreso. El primero de ellos fue Saunders, el investigador que logró que el mecenas pagase de su bolsillo aquella aventura hacia lo desconocido. Fueron hasta el Sáhara, a un enclave mil veces más antiguo que Troya…


Quizá fuera Urrasan, o puede que se tratase de Hypos, pero buena parte de esa ciudad estaba bajo tierra, seguramente por culpa de algún cataclismo prehistórico. Por falta de hombres, no pudieron establecer una excavación oficial, pero hallaron unas ruinas increíbles, pertenecientes a una civilización desconocida. Una cuya antigüedad superaba con creces cualquier otra conocida, y en la que sus primeros habitantes humanos vivieron cuando ya llevaba mucho tiempo levantada. Para cuando ocurrió aquello, sus constructores, fuesen quienes fuesen, ya habían desaparecido…

Tras tres días bajo tierra, el grupo halló algo extraordinario. Un esqueleto casi completo de algo que parecía un hombre, pero que no lo era. Tampoco era un animal simiesco, ni de otro tipo conocido por la ciencia. Ashby, biólogo de la expedición, lo definió como una “pesadilla darwiniana”. Ese hombre quiso enterrar los huesos, pero el resto del grupo se negó y lo embarcó en su camino de regreso a Inglaterra, retorno en el que murieron Saunders, Ashby y Griffin. Los dos primeros murieron presa de unas extrañas fiebres y aquejados de terribles pesadillas, mientras el tercero tenía su cuerpo lleno de pequeños mordiscos. Cuando retornaron a Londres, y lejos de dejar atrás aquellas catástrofes, éstas siguieron acechando a quienes entraron en aquella milenaria ciudad, cuyo emplazamiento guardaban en secreto celosamente.

Por supuesto, los restos de la criatura viajaron con ellos hasta allí. Pero cuando las violentas muertes comenzaron a repetirse en Londres, los supervivientes decidieron dar esos huesos a un hombre desconocido, al que pagaron para que se deshiciese de ellos. Wellington no recordaba su nombre, y poco le importaba llegado aquel momento.


Grey escuchaba atentamente, dando vueltas por la inmensa oficina del Lord, decorada con todo tipo de antigüedades, desconocedor de que estaba a punto de darse de bruces con lo grotesco. Tras un sonido antinatural, Edward se dio la vuelta, momento en el que vio a Wellington muerto y totalmente reseco en su enorme sillón. Sobre él, una criatura de aspecto feroz se agazapaba, dispuesta a saltar sobre una nueva presa. 

El sir sacó su arma justo a tiempo, pero sus ataques parecían inútiles ante el ser. Entre rezos y plegarias – pues en aquel momento seguía siendo un ferviente creyente en Jesucristo –, Grey logró alcanzar un arma que parecía asustar al ser, cuya afilada mandíbula se abría y cerraba mientras chillaba de forma frenética. Grey tenía en sus manos una suerte de mandoble antiguo, una espada ancestral cuyo nombre no conocía entonces, pero que había pasado por multitud de manos a lo largo de los siglos. De cualquier forma, era lo suficientemente efectiva para espantar al monstruo, que arrojó el cuerpo de Wellington por una ventana, a través de la cual trató de huir.

Grey inició la persecución a través de las azoteas adyacentes mientras la criatura, de un tamaño parecido al de un humano medio, se escondía. Incansable, el Cazador de Brujas dio con él, disparando varias veces. Sorpresivamente, aquello a lo que se enfrentaba se volatilizó, deshaciéndose en medio de una nube de humo. Grey sabía que aquello no era el final. Aquella cosa no había muerto. Simplemente había huido…

En los próximos días continuaremos con esta aventura. Espero que estos párrafos hayan servido para atraer vuestra atención y que estéis deseosos de saber más. Os prometo que las siguientes entregas merecerán la pena.



Félix R. Herrera

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