Gran Pierre: La vampira
Las historias vampíricas clásicas tienen algo especial y resisten con mucha entereza el paso del tiempo. Con los ingredientes adecuados y un buen autor a los mandos, son capaces de despertar verdadero temor e incertidumbre. Tal es el caso de la novela corta que nos ocupa, que fue escrito en 1910 y que se desarrollaba en un pueblo aislado en plena campiña normanda. Allí, el joven médico local se enfrentará a una visitante de lo más particular, aunque contará con la inestimable ayuda de un verdadero conocedor de lo oculto. Un anciano que era idolatrado por aquellos lares y que era conocido como el Gran Pierre o Pierre de Todas Partes.
Son efemérides como esta las que dan sentido a la existencia del Gabinete Oculto. Hace poco más de dos meses que este asistente tuvo la suerte de hacerse, por fin, con uno de esos tomos que tanto ansiaba poder leer. Fue gracias a Miguel Salas, cuya obra La madre del frío recibió un primer texto hace escasas semanas. Él me envió una antología editada en octubre de 2016 por La biblioteca del laberinto que estaba dedicada por entero a presentar relatos – muchos de ellos inéditos hasta entonces – protagonizados por otros tantos occult doctors. El perro espectral. Investigadores de lo oculto reunió en sus páginas a parte de los más selectos miembros de este particular club. Desde Flaxman Low hasta Harry Dickson, el citado volumen ofrecía a los interesados un muestrario de lo más apropiado, que cubría prácticamente un siglo de historia de estos investigadores.
A pesar de que algunos de esos nombres no me eran desconocidos, otros han sido auténticos hallazgos. En una lectura que sigue en proceso – pues tuve que postergar su inicio y es ahora cuando he desahogado parte de la pila de pendientes que todos los lectores tenemos entre manos – sin duda ha destacado una novela corta – o un relato largo, según se mire – escrito por Jean Bouvier. La vampire apareció originalmente en la revista espiritista La Vie Mystérieuse, entre septiembre y noviembre de 1910, en concreto entre sus números 41 al 46, aunque se saltó el número 45. Buscando por Internet, he podido dar con casi toda la colección de la revista en cuestión, digitalizada para cualquier curioso que quiera echar un vistazo. Ha sido en la web de la IAPSOP, The International Association for the Preservation of Spiritualist and Occult Periodicals, con sede en Forest Grove, Oregon. Se trata de una organización centrada en la preservación digital de publicaciones espiritistas y ocultistas publicadas entre el Congreso de Viena y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, cuyos integrantes trabajan de manera voluntaria para poner a disposición todo este material de forma gratuita. Una herramienta que no debería ser ignorada, desde luego.
La Vie Mystérieuse se publicó de forma bimensual entre 1909 y 1914 y tenía su sede en París. Ligada a la Société Internationale de Recherches Psychiques, fundada en 1908 por el coruñés de nacimiento Gérard Anaclet Vincent Encausse – o Papus, como fue conocido en los ámbitos ocultistas –, la revista contó con el propio Encausse como editor junto a otro nombre ilustre: el profesor Donato. Éste, por supuesto, no podía ser el magnetista belga Alfred Edouard, muerto en 1900 y que había adoptado aquel nombre artístico de profesor Donato para sus espectáculos. Por lo tanto, la figura tras este segundo Donato sigue siendo un misterio, aunque desde la IAPSOP se señale a Leonard Chaumont (1848/1858?-1927), otro magnetista. Según la propia web de la asociación, este segundo editor pretendía ser confundido con el Donato original e incluso tomó la pluma en la revista en 1913 para negar su propia muerte, ofreciéndose a responder a los corresponsales que escribieron a la revista sobre esta espinosa cuestión.
Curiosidades aparte, entre sus muchos colaboradores estuvo Jean Bouvier (1868-1935), quien fue consejero prefectural de Orne de 1896 a 1908 y vicepresidente de este consejo, además de autor de varias narraciones melodramáticas, policíacas y de capa y espada. No hay muchos datos más sobre el autor en cuestión, por lo que pido a los lectores que disculpen las molestias. Sin embargo, sí que puedo ofrecer un pequeño consuelo. En esta entrada aparecerán algunas de las ilustraciones escaneadas a partir de un ejemplar original, que en El Perro Espectral son atribuidas a Frédéric Valette. Quien tenga curiosidad por saber más de sus obras, puede leer el relato corto Le Ménétrier du Diable (El Músico del Diablo, aunque lo podríamos traducir como juglar o como algún tipo de músico más específico) en el número cuarenta de la misma revista La vie mystérieuse. Dejaré al final de este texto el enlace a todos los números digitalizados de la revista por parte de la IAPSOP.
Ahora sí, adentrémonos en la desventura del médico rural de Saint-Martin de Cenilly, localidad situada a pocos kilómetros de Coutances y Saint-Lô. Como suele pasar en otros relatos de occult doctors, el narrador es alguien que tiene o ha mantenido algún tipo de contacto con estos personajes. En el caso de La vampire, el narrador es el propio médico, quien hace entrega de ese diario del caso para que el mismo sea juzgado por otros colegas que, como él, no daban credibilidad alguna a la existencia de entidades sobrenaturales. El sanador era muy joven por aquel entonces, y ejerció en aquella localidad gracias a una herencia familiar que debía atender, formada por tres granjas y una pequeña casa burguesa. Todas ellas se levantaban en aquel paraje apartado, donde el aburrimiento y la monotonía podían llegar a ser asfixiantes. De no ser por la compañía de Mélanie, la vieja criada de la casa, y de su fiel setter Philos, el desconocido doctor estaría en total soledad en un lugar que no podía ofrecer gran cosa aparte de tranquilidad y gratificantes caminatas por los campos. Por desgracia para él, un par de damas quebrarían aquel estado para siempre. Ambas vestían de luto, pero sus semejanzas acababan en ese punto. Una era anciana y estaba encorvada, mientras la otra era muy joven, aunque parecía muy quebradiza. Aquel primerizo y furtivo encuentro era el preludio de la peor pesadilla que viviría el doctor.
Según la fisgona Mélanie, aquellas mujeres residían en el Catet – debemos interpretarlo como una enorme casona o como un castillo en toda regla – cercano. Ambas llevaban allí muy poco tiempo en aquel lugar de mala fama, por lo que decían las malas lenguas. Eran extranjeras, de jerga complicada y herejes, según el corto y partidario entender de la criada, que era escuchada con interés por el médico y con el que compartió otro alarmante chisme: la más joven de las recién llegadas tenía un aspecto cadavérico y bebía sangre con asiduidad.
Pronto habría constatación de estas últimas observaciones, pues el médico recibiría en su casa una misiva en la que se solicitaban sus servicios desde el herrumbroso Catet. Wanda Kowieska – pues así se llamaba la anciana encorvada – estaba desesperada por el estado de salud de su hija Mirka. La muchacha permanecía postrada en una cama, profundamente dormida y con apenas signos vitales. Aquel cuadro podía tener dos orígenes distintos. O bien se trataba de algún cuadro nervioso o de una anemia acuciante. Las parcas explicaciones de la señora Kowieska no ayudaron a establecer una hipótesis más firme. Tampoco dio razón alguna sobre los supuestos especialistas a los que ya habían visitado ni a los anteriores tratamientos recibidos por Mirka. Antes de marcharse de aquel lugar, el doctor pudo ver a la perfección las pupilas de la joven, que tuvieron un efecto de lo más desagradable, provocando en él un gran malestar.
Las hostilidades darían comienzo aquella misma noche, cuando el médico se retiró a su gabinete. Allí, con sus sentidos abotargados, oyó sonar el timbre de su casa. Mélanie no acudió a la llamada, cosa rara en ella, por lo que fue el dueño de la casa quien se aventuró a recibir a la visita. Bien podría haber sido otro paciente, pero se trataba de la mismísima Mirka, quien muda y ligera adelantó al médico y entró en el gabinete. Su actitud, sus gestos y el resto de su persona eran extraños, y su mirada volvió a provocar malestar al narrador. De forma súbita, Mirka se abalanzó sobre su cuello, haciendo inútil cualquier tentativa de defensa. El doctor sucumbió y no despertó hasta pasado un buen rato, sin saber cuánto de todo aquello había sucedido realmente. La prueba de que aquel episodio tenía parte de verdad llegó a la mañana siguiente, cuando Mélanie le dijo que tenía muy mal aspecto. En efecto, el doctor observó cómo sus labios se habían hinchado y sus sienes presentaban unas pústulas rojizas.
Una segunda e infructuosa visita a la enferma sirvió para que el doctor se cerciorara de que la misma seguía postrada en su cama y a todas luces inmóvil, aunque con un aspecto algo mejorado respecto al día anterior. Interrogada por este extremo, la señora Kowieska aseguró haber maquillado a su hija antes de la llegada del visitante, no pudiendo aclararse nada más.
Aquella noche, hubo un segundo ataque por parte de Mirka. ¿Acaso era todo fruto de una pesadilla? ¿O acaso era la locura lo que estaba despertando en la mente del médico? Dudando de su cordura, el narrador escribió una carta a un colega suyo, director del manicomio de Saint-Lô. Si aquellos repentinos síntomas suyos eran cosa de una enfermedad mental transitoria, era algo que su amigo debería comprobar. Por desgracia, aún habría de acontecer un tercer y terrorífico encuentro entre el protagonista y su particular enlutada, que le persiguió campo a través con una determinación antinatural. Ni el médico ni su fiel perro pudieron frenar aquel frenesí de sangre perpetrado por una supuesta joven impedida.
El tercer despertar del doctor no se produjo en el mismo lugar del ataque, sino en la casa de un pobre campesino. El doctor reconoció aquel lugar como el hogar de un sanador, alguien acostumbrado a prácticas heterodoxas. Pronto pudo conocer al hombre en cuestión. Era un anciano, vestido con un blusón y unos zuecos, además de una gorra azul de algodón que ocultaba parte de su melena blanca. Aquel viejo fue directo al grano: Mirka no era una persona normal, sino que se trataba de una estrige, una suerte de bruja vampira que puede absorber la sangre o energía vital de sus víctimas, que en el folclore eslavo eran niños, sobre todo. Aquel curandero hablaba con convencimiento y citaba a Cornelio Agripa o a Alberto Magno, restando importancia a la supuesta locura que su interlocutor decía sufrir. Pero nada de eso tenía verosimilitud para el viejo, que estaba seguro de la naturaleza del mal que rondaba al atacado.
“Los gules, los parásitos y las estriges actúan de un modo parecido al que ha seguido Mirka. Captan a su presa mediante una mirada. Esa mirada penetra en el cerebro perforándolo. Una enfermedad imprevista y extraña pesa a partir de ese momento sobre la víctima, una especie de aprensión, de temor vago. Las sensaciones se exasperan a continuación. Las facultades mentales se irritan al extremo. Usted ha padecido estos síntomas desde que volvió del Catet, desde el primer día. Pero usted estaba lleno de salud y en perfecto equilibrio cerebral, pudo recuperarse y luchar contra la influencia maldita. La bestia debió empezar hace tiempo con su trabajo de taladro para hacer en su cráneo su agujero.”
Aquellos ataques no eran producidos por la presencia física de Mirka, sino por su “espíritu volante”, una suerte de doble astral que estaba desesperada por completar su cometido, pues le iba la vida en ello. El médico oía con estupefacción y horror, a sabiendas de que un nuevo encuentro entre él y aquella chupadora de sangre sería mortal. Pero no debía temer, pues Pierre Fourchu había acudido en su ayuda. Ese nombre no era desconocido para nuestro asustado joven, pues lo había oído durante su infancia y adolescencia. Ese anciano lleno de vitalidad no era otro que el Gran Pierre, el mejor curandero y hábil nigromante de la región. Los habitantes de aquella región comparaban sus hazañas a las de otras figuras como Merín, Cagliostro o Nostradamus. Si aquello era una exageración, estaba a punto de comprobarlo, pues Pierre se ofreció a acabar con su problema durante la siguiente noche, en la casa donde acontecieron los dos primeros lances.
Ni tan siquiera la repentina visita de su colega de Saint-Lô y sus reiterados consejos sobre ir a París para divertirse y dejar atrás aquel lugar solitario y silencioso hicieron olvidar al médico las promesas de Pierre. Donde antes imperaba la lógica y la ciencia, ahora se abrazaba la superstición y el folklore. Los conocimientos del anciano respecto a la acuciante amenaza de Mirka se erigían como única defensa posible ante la más que presumible muerte que rondaba por el pueblo. Como cabía esperar, Fourchu acudió puntual a la cita, ataviado con las mismas ropas que el día anterior y portando un jergón lleno de objetos que nadie excepto él podían tocar. Contaba con muchas armas con las que hacer frente a la estrige, pero la que daría el golpe de gracia la punta de hierro que coronaba su bastón. La misma punta de hierro que había estado sumergida en agua bendita durante tres noches consecutivas y que había sido encantada con ciertas palabras.
Los preparativos fueron lentos y precisos. Toda aquella escenificación pretendía ser efectiva, aunque no entrase en la cabeza del defendido. Un círculo mágico, signos extraños, líneas que formaban estrellas de cinco puntas, partes de cuerpos muertos… Por si fuera poco, la indumentaria de Pierre se hizo más excéntrica aun con la añadidura de unas gafas muy oscuras y una larga túnica de color rojo. Todo para tener garantías de éxito y cumplir el objetivo deseado.
Mirka acudió puntual, y con ella llegó la contienda definitiva entre su presencia astral y el Gran Pierre, cuyos conjuros debilitaron lo suficiente a la presencia para que el anciano le asestara el golpe de gracia. Un hecho que fue observado con compasión por el narrador, que en aquellos últimos momentos solo podía ver a aquella muchacha hermosa y enfermiza.
El trabajo de Pierre estaba hecho, y abandonó la casa sin más ceremonia. Por su parte, el médico visitó por última vez el Catet, donde fue recibido por la deshecha señora Kowieska, quien había perdido a su hija por segunda vez. Interrogada al respecto, reveló el secreto que guardaba con celo. Mirka había muerto tiempo atrás, presa de unas repentinas fiebres que acabaron con su vida en una sola semana. Sin embargo, regresó de la tumba poco después, cuando su lugar de reposo fue violado por unos ladrones de tumbas que dejaron abierta la tapa de su ataúd. Desde entonces, Mirka fue diferente. La luz del Sol la hería, y solo se recomponía durante breves periodos de tiempo cuando ingería sangre. De ahí las habladurías en el pueblo. Aunque nada se sabía del origen primero del mal que acabó con la vida de la muchacha y que propició su regreso de la tumba. ¿Fue atacada por otro ser de ultratumba?
Una postrer visita a Pierre Fourchu se saldó con unas pocas aclaraciones complementarias sobre la naturaleza de Mirka y su identificación como ser demoníaco. El curandero y conocedor de lo oculto no quiso cobrar deuda alguna al médico, que finalmente puso tierra de por medio y se fue a París para terminar de aclarar sus ideas y restablecerse.
¿Volveremos a encontrarnos en el futuro con el Gran Pierre? Solo el tiempo lo dirá. Mientras tanto, contentémonos con haber podido conocer este caso acontecido en un rincón alejado de Normandía y al sabio que trabajaba en el lugar, velando por la seguridad del lugar.
Félix Ruiz H.
Enlace a la web de la IAPSOP donde se alojan los números digitalizados de La Vie Mystérieuse:
https://iapsop.com/archive/materials/vie_mysterieuse/index.html
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