Los casos del doctor Kurt: un doctor rural se enfrenta a lo inexplicable
Ningún rincón de este planeta es del todo seguro. Ni tan siquiera las paredes del propio hogar. Cualquier lugar, por alejado e ignoto que parezca, puede convertirse en escenario de eventos luctuosos, estelarizados por personas comunes. Entre ellos también abundan los que tienen difícil explicación, aunque suelen estar circunscritos al terreno de la literatura o el cine, por suerte para todos nosotros. Esto mismo ocurrió en un rincón sin nombre de Pensilvania, en el que un tranquilo y afable anciano fue testigo de excepción de un caso de vampirismo y el advenimiento de una posible invasión extraterrestre.
No sabía nada sobre Thorp McClusky hasta el pasado mes de noviembre, cuando Los libros de Barsoom se aventuró a editar un volumen cuyo contenido está dividido en dos bloques muy diferenciados. El primero está protagonizado por el comisario Charles B. Ethredge, su prometida Mary Roberts y el teniente detective Peters, que enfrentaban casos cada vez más inverosímiles al mismo tiempo que aprendían sobre lo extraño, sin perder el sentido del humor pero a la vez dándose de bruces con terrores de diversas procedencias en las cinco historias que compartieron. El segundo, en cambio, estaba formado por un díptico en el que un anciano médico de origen holandés describía en primera persona sus encuentros con sendas amenazas sobrenaturales. Son estas dos historias las que forman el núcleo de este post, en las que este asistente reseñará y resumirá ambas.
Cuenta Javier Jiménez Barco en el prólogo de El botín del vampiro: Los casos de Ethredge y Peters que McClusky (1906-1975) supo reciclarse a lo largo de su vida, adaptando su forma de escribir a los distintos avatares históricos que vivió a lo largo de su vida. Desde artículos de no ficción hasta manuales para el ejército estadounidense durante la II Guerra Mundial, pasando por novelas juveniles y relatos de terror y ciencia ficción.
A pesar de no ser tan prolífico como la mayoría de sus contemporáneos, McClusky pudo ver sus trabajos publicados en diversas revistas de primera fila en plena época dorada del pulp. El tomo de la Zona Weird de Barsoom reúne los dos ciclos antes mencionados por primera vez, suponiendo un hito en cuanto a la divulgación de la literatura de este autor, bastante desconocido por estos lares. Así, tenemos a nuestra disposición siete de las diecisiete historias que McClusky escribió para Weird Tales entre el verano de 1936 y marzo de 1941.
Dentro de ellas, a pesar de estar escritas en poco menos de un lustro, se nota un proceso madurativo importante. Lo que en El botín del vampiro (Loot of the Vampire, junio y julio de 1936) supone una aventura más o menos convencional, repleta de acción y con un ritmo trepidante, en Esclavos del Moho Gris (Slaves of the Gray Mold, marzo de 1940) es un acercamiento más que interesante a la ciencia ficción y al terror cósmico. Sendos relatos pertenecen a las aventuras de Ethredge y Peters, pero sus temáticas serían tratadas de nuevo en los dos cuentos del doctor Kurt, aunque con una crudeza y atención a los detalles iguales o superiores a los otros dos ejemplos. Sin embargo, no puedo dejar de estar de acuerdo con Jiménez Barco cuando señala que los dos picos de mayor excelencia de los escritos de McClusky corresponden con las dos piezas de ese horror cósmico que con tan buen gusto ideó. El segundo de ellos es El Horror Reptante (The Crawling Horror, noviembre de 1936), parada obligatoria en este momento.
La lectura de este relato de Kurt, que narraba en primera persona los extraños acontecimientos que tuvieron lugar en la desconocida localidad en la que residía, puede resultar muy familiar a los versados en la literatura de Lovecraft o John Wood Campbell y en el cine de Don Siegel o John Carpenter. Hay quienes ven ciertos paralelismos – evidentemente palpables, pero sin caer en el plagio – con The Colour Out of Space, relato aparecido casi una década antes. Sin embargo, podríamos esgrimir un argumento similar respecto de obras posteriores al compararlas con la de McClusky, a pesar de no ser tan aclamada. Sobre todo, con Who goes there? y sus derivados. Es decir, las distintas adaptaciones cinematográficas, cómics e incluso videojuegos que responden al nombre de The Thing from Another Wold – o The Thing a secas –, a las que dedicamos un pequeño ciclo de artículos hace algún tiempo. Recordemos que la novela corta de John Wood Campbell Jr. apareció un par de años después que El Horror Reptante. Y, si bien, la ambientación es distinta, la crudeza de algunas escenas descritas por McClusky concuerdan bastante con los horrores vividos por R. J. McReady y sus compañeros en pleno ártico.
A modo de resumen rápido, esta historia se centraba en la creciente paranoia que experimentaba un granjero llamado Hans Brubaker. No estoy en disposición de decir en qué año se ubicaron los distintos sucesos que formaron este expediente, pero sí se puede deducir que acontecieron en un invierno y que la nieve tuvo una importancia capital a la hora de dar veracidad a la narración.
El hombre, que se decidió a compartir sus sospechas con el médico rural y narrador, sospechaba que algo desconocido estaba rondando su casa y raptando a todos sus animales, comenzando con las ratas que habitaban entre sus cuatro paredes y extendiendo su área de influencia a los lugares aledaños mientras crecía y se alimentaba de formas de vida cada vez mayores. Un miedo que solo iría en aumento cuando el desdichado y atormentado Brubaker quedó convencido de que esa forma de vida bizarra era capaz de tomar cualquier forma y suplantar tanto a animales como a seres humanos.
El escéptico doctor Kurt no sabía cómo afrontar una situación semejante, aunque se compadeció del estado de Brubaker y decidió acompañarle durante algunos ratos para determinar qué había o no de cierto en todo el asunto. Al mismo tiempo, la enamorada del granjero decidió casarse con él y mudarse a la propiedad en uno de los varios periodos de tranquilidad que éste disfrutó. Como decía antes, la casuística se extendió durante varias semanas o meses. No es un extremo que quede del todo claro.
Para entonces, Brubaker ya había tenido la oportunidad de observar a la criatura y comprobar que dejaba rastros visibles. Pregonaba que la misma estaba formada por una sustancia transparente y viscosa, capaz de penetrar en cualquier lugar que no estuviese herméticamente cerrado. Era capaz de escurrirse por debajo de las puertas o las rendijas de las ventanas, además de a través de cualquier conducto o tubería. Pero eso no era lo peor. Esa aberración, fuese lo que fuese, volvía una y otra vez a la granja, mientras que diezmaba todo lo que se encontraba a su alrededor, asimilándola por el camino. ¿Se sentía atraída hacia la finca? No se sabe, pero Brubaker aseguraba que en un primer momento captó su presencia entre sus muros, siendo ese el único apunte que el autor brindó a sus lectores. ¿Esa forma de vida hibernaba o estaba en estado latente bajo la casa o cerca de ella?
Tanto Hans como Hilda, su flamante esposa, comenzaron a adquirir hábitos muy perjudiciales para su salud y su cordura. La falta de sueño hacía estragos en ambos, por lo que Kurt continuó visitándolos y vigilando la casa, para permitirles descansar. Sin embargo, la resistencia fue inútil. El ser encontró la forma de engañar a los presentes y adentrarse en la casa, haciéndose con Hilda en el proceso. La escritura de McClusky alcanzó en este punto un tinte macabro, describiendo con detalles muy ricos el proceso de unión, que no resultaba nada agradable para la víctima. Solo por esos párrafos ya merecería la pena acercarse al relato.
Extenuado y desesperado, Hans tomaría una determinación: ofrecerse como huésped definitivo de aquella extraña presencia, apelando a su enorme fuerza de voluntad y a la presencia residual de todos sus seres queridos y vecinos dentro de la psique de la sustancia viscosa para contenerla y encerrarla. No se trata de un clímax corriente, pero no afea todo el desarrollo anterior.
Si bien en ningún momento queda aclarada la naturaleza última o el propósito de esa sustancia reptante, quedó de manifiesto que no se trataba de un espécimen perteneciente a alguna especie conocida en nuestro planeta. Puede que fuese extraterrestre, o miembro de una raza antigua que retornaba tras un largo letargo. Tampoco es algo fundamental en este caso, ni afecta en lo más mínimo a la narrativa. Su modus operandi consistía en adherirse a sus víctimas y absorber toda su esencia, hasta que no quedase nada de ella aparte de algunos pequeños restos o la ropa, en el caso de los humanos. De una forma u otra, su voracidad no parecía conocer límites, y tampoco parecía ser vulnerable ante elementos típicos como el fuego o la pólvora, que la ahuyentaban de forma temporal. Era un hueso duro de roer cuyo enigma nunca sería del todo descifrado, para desgracia del doctor Kurt.
Ese parásito cambiaformas de McClusky es solo otro eslabón más de una larga sucesión de ejemplos que llegan hasta el presente, en forma de ficciones de todo tipo que escenifican un miedo inherente y profundo del ser humano: el de la eventual aparición de nuestro doble oscuro, el célebre doppelgänger.
La segunda historia protagonizada por Kurt es El Horror del Cementerio (The Graveyard Horror, marzo de 1941), en el que él y un par de compañeros debieron enfrentarse a una amenaza vampírica bastante particular. Alejándose de otros ejemplos clásicos, McClusky dio un giro interesante a estos chupasangres, otorgándoles unas capacidades curiosas. Y es que estos no muertos no eran de esos que se levantaban de sus ataúdes para acechar y alimentarse de otras personas. Al menos, no físicamente.
Volviendo a la trama, la misma arrancaba con la repentina e inesperada muerte de Karl Maercklein, cuyo suicidio fue el punto de partida de un nuevo y anómalo caso para el médico. D nuevo, Kurt se mostraba escéptico – y también bastante alterado. Lógico, por otra parte – ante las sospechas de su interlocutor, que esta vez respondía al nombre de Chris Petersen, encargado de la funeraria local. Sin embargo, la experiencia adquirida en la granja Brubaker sirvió para que el curtido hombre de ascendencia holandesa no fuese tan reacio a participar de la rocambolesca conversación que mantuvo con Petersen.
Al primer deceso se sumó muy pronto un segundo. Se trató de Jorma Nurmi, enamorada de Maercklein y que había muerto de pena, o eso aseguraba su familia. Sin embargo, el doctor que atendió a la muchacha estaba seguro de que el fatal desenlace no obedeció a ninguna causa rastreable. Ni infecciones, ni deficiencias de alimentación, ni enfermedades. Eso, unido a otros factores llamativos, como unos sueños lúcidos que la jovencita aseguró tener mientras Karl acababa con su propia vida, hicieron sospechar al trabajador de la funeraria de que allí había gato encerrado. Basándose en tradiciones y leyendas sobre el destino del alma de los suicidas y sus ataduras a este mundo, Petersen convenció a Kurt de que era necesario desenterrar a Karl y comprobar si su aspecto concordaba con el que debía tener tras dos semanas inhumado. Sorpresa: dentro de su ataúd había un cuerpo en descomposición, tal como era de esperar en condiciones normales. El cadáver permanecía inanimado y sin rastros de vida.
Este varapalo inicial no desalentó a Petersen, que seguía estando seguro de que aquel nicho había sido removido y que su ocupante se pasearía de nuevo por el pueblo. Días después, Hildur Andersen enfermó. Kurt atendió el caso de la joven, que resultaba ser hermana de Jorma. Al igual que pasó en con la otra mujer, no había rastro de enfermedad en ella. Se estaba consumiendo, y el sanador era incapaz de conocer los motivos. Mientras tanto, Hildur se mostraba sorprendentemente impasible y feliz por su próxima partida del mundo de los vivos, asegurando que su marido no tardaría en reunirse con ella.
Con la ayuda de este preocupado marido, Kurt y Petersen se lanzaron de nuevo hacia el cementerio para profanar las tumbas de la desgraciada pareja formada por Karl y Jorma. Llevaban con ellos algunos crucifijos y estacas, con las que el hombre de la funeraria pretendía demostrar que no se equivocaba, pese a la perplejidad del doctor. Hildur, por su parte, permanecía en cama y portaba consigo otros tantos crucifijos que la debían proteger ante un posible ataque de carácter maligno y sobrenatural. Mientras Wilfrid Andersen entretenía al guarda del cementerio, los otros dos hombres exhumaron a Karl, a quien Petersen rajó con un pequeño bisturí. Del cuerpo rezumó una mezcla de fluidos cadavéricos y formaldehído, prueba de que estaba tan muerto como la vez anterior.
Las continuas visitas al camposanto se seguirán sucediendo, sin que Kurt sea capaz de hacer entrar en razón a Chris. Es un desarrollo algo engorroso, pero McClusky supo mantener la tensión y el interés en conocer qué pasaría a continuación. Su prosa efectista ayuda a que no se tire la toalla entre tantos vaivenes.
De regreso a la casa de los Andersen, el estado de Hildur había empeorado enormemente. Al parecer, ella misma había retirado los crucifijos de la habitación. Su corazón continuaba latiendo, pero su vida pendía de un hilo. Solo la sangre de Wilfrid pudo alargar aquella agonía. Irracionalmente decidido a poner fin a aquella pantomima, Chris Petersen continuó insistiendo en que era necesario asegurarse de que los cadáveres quedarían clavados en sus tumbas, por lo que él y nuestro anonadado protagonista – incapaz de frenar el ímpetu de su amigo – regresan una vez más al cementerio. Allí terminarían por descubrir la verdad: Tanto Karl como Jorma no abandonaban físicamente sus lugares de reposo, sino que eran sus esencias espirituales las que salían de sus cuerpos a través de dos orificios visibles sobre la hierba y la tierra que cubrían sus tumbas.
Los aterrorizados hombres, sabedores de que eran observados desde algún punto cercano, pusieron fin a las andanzas de Karl al clavarle una estaca mientras su espíritu estaba encerrado en él. Sin embargo, fue mucho más difícil hacer lo propio con su amada. Por si fuera poco, el cuerpo casi inanimado de Hildur yacía sobre el enterramiento de su hermana. Esto enfureció a Wilfrid Andersen, que casi acaba con la vida de sus dos acompañantes. Existe la posibilidad de que el esposo estuviera siendo influenciado de alguna manera por el mal que azotaba a su mujer. Sabiendo por boca de la propia Hildur que Wilfrid era la siguiente víctima de aquella incipiente infestación, no es descabellado pensar que los efectos nocivos de aquella ponzoña pudiesen manifestarse en forma de locura temporal o ira incontenible. Todo, por supuesto, orquestado por la pareja de no muertos.
Por suerte, Chris y Kurt pudieron noquear al joven y robusto Wilfrid y esperar a que el espíritu de la entonces malvada Jorma regresase a su envase mortal con el amanecer de un nuevo día. Sobreponiéndose al miedo y a la tortura psicológica ejercida por ésta, Petersen y Kurt tuvieron la oportunidad de ver cómo una neblina grisácea se adentraba en la joven a través de sus fosas nasales. Esa materia etérea representaba la malvada voluntad que atormentaba a los personajes. Una vez dentro de su dueña, era posible destruirla. Era una oportunidad que no podían dejar escapar. Tras un penúltimo y fallido intento, sería el narrador quien finalmente pondría fin a la vampira.
El díptico del doctor Kurt acabó de forma abrupta en este punto. Thorp McClusky nunca retomó al personaje y sus desventuras. A pesar de ello, ambos relatos dejan un buen sabor de boca en los lectores. A veces, menos es más. Si bien es sencillo catalogar a este testigo de lo extraño y sobrenatural como un ingenuo, también es cierto que fue puesto en situaciones muy extremas, en las que era muy difícil actuar de forma cabal y razonable. ¿Qué haríais vosotros ante una posible invasión alienígena o el ataque de unos vampiros espirituales? Creo que lo mejor es no saberlo y dejarlo en su terreno natural, que no es otro que la ficción.
Más pronto que tarde volveremos al volumen de Los Libros de Barsoom para acercarnos a las historias de los agentes Ethredge y Peters. Por el momento, desde nuestro pequeño rincón animamos a cualquier lector que aun no tenga un ejemplar a que se atreva a adentrarse en sus páginas. No decepcionará.
Félix Ruiz H.
Lo considero un muy buen autor. Tengo varios de sus relatos en mi colección de "Narraciones Terroríficas" (no completa, pero sí bastante abundante). En el Nº 4 aparece (y en carátula) "El Botín del Vampiro". Quise poner la imagen en el "FB", pero "se me escapó" (no sé por qué a veces se van los posteos que uno mira, mientras uno escanea el material con intención de presentarlo. Otra vez será.)
ResponderEliminarNo lo conocía hasta la publicación de Los libros de Barsoom. Me ha parecido un autor muy solvente. Escribiré más sobre sus historias. Gracias por comentar.
Eliminar