El mundo perdido. ¿Una aventura de Sherlock Holmes?


 

Mi primera lectura de las aventuras de Martin Mystère no ha podido ser más satisfactoria. Arqueólogo, coleccionista, experto en arte, viajero e investigador de enigmas insólitos, el personaje creado por Alfredo Castelli me ha atrapado para siempre, por lo que es justo y necesario darle un espacio en este portal. Y todo gracias a los números 129 y 130 de su serie regular, recopilados en España en un tomo único bajo el nombre de Los mundos imposibles de Sherlock Holmes.

Sí, el detective más famoso del mundo tiene un papel estelar en esta trama en la que cabe de todo: intriga, muerte, experimentos extraños, conspiración y una buena dosis de curiosidades en torno al personaje creado por Arthur Conan Doyle. ¿O Doyle solo fue el agente literario del doctor Watson? Porque, aunque pueda parecer una broma, parte del argumento de esta aventura parte de esa curiosa base: Sherlock Holmes fue un personaje real, cuyas hazañas fueron tan notables que trascendió a la propia cultura popular, convirtiéndose así en una leyenda. Una figura que enriqueció al autor que publicó sus aventuras – en connivencia con los propios protagonistas –, pero al que aborreció con todo su ser durante buena parte de su vida.

Continuando con la exposición anterior y, por pura lógica, los Watson o Moriarty fueron asimismo reales. Así como otro gran profesor, el excéntrico George Edward Challenger, protagonista de un pequeño ciclo de novelas escritas por Doyle, entre las que se incluyó El mundo perdido. Todos ellos hicieron acto de presencia en un caso que sería investigado por Mystère, siempre acompañado de sus inseparables Diana y Java. Los tres acudieron en diciembre de 1992 a la ciudad de Londres, invitados a un evento muy especial: la presentación de un manuscrito inédito de una aventura de Sherlock. Algo que bien valía pasar la Nochebuena fuera de casa.

Los pormenores de toda esa reunión de fanáticos sherlockianos y sus consecuencias serán tratadas en otro momento, ya que lo que ahora nos interesa es desvelar el contenido de esa parte perdida de las andanzas de Holmes, que comenzó en noviembre de 1894. Como bien saben los conocedores de las aventuras del detective, este marco temporal corresponde a los meses posteriores al “regreso de entre los muertos” de Sherlock. Como no podía ser de otra forma, Watson ejerció de narrador. Al menos, en la primera parte del manuscrito.

Su amigo había recibido un telegrama del profesor Challenger, que acababa de regresar de su primera expedición por Sudamérica. Por motivos que los residentes en las habitaciones de Baker Street aún desconocían, el ilustre académico les había invitado a acudir a su casa. Watson mostraba sus reticencias al respecto, ya que tenía constancia de la fama de excéntrico de Challenger. El motivo de la próxima reunión, fuese el que fuese, no despertaba ni un ápice de su interés. De todas formas, no se negó a acompañar a su colega a casa de su primo. Una revelación tan inesperada como llamativa.

Ya en compañía del brillante y altivo Challenger, Holmes y Watson tuvieron el privilegio de ver el célebre cuaderno de dibujos de Maple White, en el que se aparecía un estegosaurio en todo su esplendor. Es más, el profesor compartió con ellos su experiencia en el hábitat prehistórico que nosotros, como lectores, ya conocemos al dedillo. Narró en primera persona sus recuerdos de todo lo acontecido en la tierra bautizada con el nombre del expedicionario que dibujó el lugar. Watson sabía de buena tinta que el detective era igual de escéptico que él respecto a lo que estaban oyendo, pero ambos aceptaron acudir a la conferencia que Challenger daría ante los miembros del Instituto Zoológico y el resto de público asistente en el Queen’s Hall, en Regent Street.

Entre los distinguidos miembros de la esfera pública británica que se dieron cita en el lugar estaba Mycroft Holmes, trabajador del servicio secreto. Los siguientes acontecimientos ocurrieron tal como ya conocemos: el profesor Summerlee, otrora detractor de Challerger, presentó al científico con efusividad; a continuación, el público reaccionó con estupor a las declaraciones del profesor, que mostró a un pterodáctilo vivo para demostrar la autenticidad de todo lo expuesto. Finalmente, el embravecido animal huyó del Queen’s Hall, surcando los cielos londinenses.

Ahora llega la parte inédita de la aventura que siempre hemos atribuido a las manos de Conan Doyle. Esta versión apócrifa – o verdadera, quién sabe – de El mundo perdido reunía a los hermanos Holmes y a Challenger en una misión conjunta, consistente en capturar al dinosaurio. El mismo fue interceptado en un barco y finalmente abatido por el doctor Watson, que no tuvo más remedio que disparar al exótico animal para salvar la vida de Sherlock.




El epílogo de este relato leído por Martin Mystère ante una fascinada audiencia no fue escrito por Watson, sino por el mismísimo Holmes, quien confesaba que su hermano Mycroft – a instancias de las autoridades británicas – había evitado que el incidente de pterodáctilo se hiciese público, quedando testimonio de él en los insignificantes artículos escritos por Edward Malone, quien en su infancia formó parte de los “irregulares de Baker Street”. Sin embargo, el agente literario de Watson quedó fascinado por el asunto, escribiendo en 1895 un relato corto que fue convertido en novela en 1912, omitiendo en ella todo lo referente a la participación del doctor y de Holmes.

Ya había pasado en otras ocasiones. Conan Doyle nunca se atrevió a publicar otros casos muy destacados del detective de Baker Street, como su encuentro con el monstruo del lago Ness o el caso de Jack el Destripador. Holmes continuaba pensando que era lo mejor, ya que consideraba que el gran público no estaba preparado para saber la verdad al respecto de esos expedientes bizarros. Para comienzos del siglo XX, Doyle se convirtió en el biógrafo oficial de Challenger, al igual que Watson lo era de Sherlock. Pero casi nadie sabía que el detective anduvo por los mismos paisajes que su primo, pues acompañó al aventurero John Roxton en uno de sus viajes a la tierra de Maple White.

Allí, Sherlock quedó prendado de la forma física y la longevidad de los nativos del altiplano, descubriendo el secreto por el cual era posible que la sorprendente biodiversidad del lugar se conservase de la forma en que lo había hecho. Ese secreto provocó una nueva retirada de Holmes de sus actividades habituales, pues precisaba de todo su tiempo y esfuerzo para consumar un descubrimiento que, como él mismo declaró, alcanzó a finales de 1912. Por desgracia, el servicio secreto británico volvió a requerir sus servicios ante la incipiente inestabilidad europea, que culminaría con el inicio de la I Guerra Mundial y el advenimiento de una potencial arma química cuya fórmula había sido robada por James Moriarty, a quien se creía muerto desde 1891.

Un postrero encuentro entre Holmes, Watson y Moriarty se saldó con la muerte de estos dos últimos en 1915. Aquel fatídico enfrentamiento supuso un punto y final para las informaciones que Conan Doyle recibía por parte del doctor. Sherlock puso punto final a sus aventuras, solicitando la ayuda del servicio secreto para borrar todo rastro de su nombre en cualquier documento oficial y la de Conan Doyle para convertirle en un simple producto de su imaginación.



Corría el año 1918, y el anciano detective seguía vivo y lúcido. Sabedor de que viviría bastante más tiempo – algo que prácticamente todo el mundo consideraría imposible –, Sherlock decidió poner negro sobre blanco la fórmula que había traído consigo desde la tierra de Maple White. Una jalea real que permitía a los indígenas alcanzar, como mínimo, el siglo y medio de edad. Sería decisión de quien obtuviese ese manuscrito si compartirlo o no con el resto del mundo.

Este insólito manuscrito permaneció escondido durante décadas, siendo encontrado por casualidad por un fanático sherlockiano unos años antes de aquella reunión a la que Mystère y sus amigos habían sido invitados. Los inesperados avatares hicieron que fuese Martin quien descubriese cómo se ocultaba dicho manuscrito en casa de su anfitrión. Como lo describiría el bueno de Edgar Allan Poe, a la vista de todos, bajo el título de El mundo perdido. Porque ese era realmente el truco: aquel libro de Doyle nunca fue una novela escrita por él y protagonizada únicamente por el profesor Challenger, sino una narración del doctor Watson de otro caso de su inseparable amigo.



Félix R. Herrera


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