La historia de Plattner


 

Si alguien totalmente ajeno a la vida y obra Herbert George Wells preguntase por dónde comenzar a leerle, ¿qué le diríais? A buen seguro que muchos recomendaríais sus grandes obras de ciencia ficción de la última década del siglo XIX. ¿La máquina del tiempo? ¿La guerra de los mundos, quizá? Algunos optaríais por sus ensayos históricos, como Esquema de la Historia. Y es posible que unos cuantos escogieseis sus numerosos cuentos. En ellos están su esencia, sus pensamientos, miedos y aspiraciones. Viajes temporales, invasiones alienígenas, utopías futuras, manipulación biológica o el lado oscuro de la ciencia. Y, entre todos ellos, hoy conoceremos la curiosa historia del profesor Gottfried Plattner, que desapareció de nuestro mundo durante nueve días.

Me interesé por la figura de Wells tras leer el monográfico que la Asociación Cultural Graphiclassic le dedicó en 2018. Un año después, Valdemar publicó un voluminoso tomo donde fueron recogidos prácticamente todos los cuentos que Wells escribió. Desde Los argonautas del aire hasta algunos nunca recogidos en otras recopilaciones, como El nuevo Fausto. Finalmente, leí sus grandes clásicos gracias a la Colección Oro de Plutón Ediciones. Nunca le agradeceré lo suficiente a mi mujer que me siga regalando estos y otros tantos libros.

En el segundo de los trabajos citados se encuentra La historia de Plattner (The Plattner story, en su versión original), que apareció por primera vez en New Review, en el mes de abril de 1896. Un excepcional testimonio narrado y dividido en dos partes bien diferenciadas, la primera de las cuales pone en conocimiento de los lectores el increíble caso del joven inglés, que fue la comidilla de Sussexville durante los nueve días que permaneció fuera de nuestra dimensión.

Tal afirmación no es mía, sino de un narrador autorizado que tuvo acceso a todos los testigos del incidente que provocó tal suceso, incluido el propio Gottfried Plattner. Los primeros párrafos de tan llamativa crónica ofrecen una escueta semblanza de tan corriente y, a la vez, extraordinario personaje. Un profesor de idiomas que ejercía en un colegio privado y que no destacaba en ninguna materia en especial, pero que escondía en el interior de su cuerpo la prueba irrefutable de que vivió algo que para el resto de los mortales resulta poco menos que una locura. Para sorpresa de la comunidad científica, que había acogido su caso de muy buen grado, el corazón de Plattner no estaba en su lado izquierdo, sino en el derecho. Sus pulmones aparecían contrapuestos, al igual que los lóbulos de su hígado. Escribía de derecha a izquierda, algo que había intentado ocultar por miedo a perder oportunidades laborales. Todas estas notables e inesperadas características, por supuesto, eran consecuencias sobrevenidas de su inesperado viaje.

Según el narrador, el discreto Plattner apenas había accedido a realizarse algunos chequeos que probasen sus extraordinarias condiciones. No deseaba convertirse en conejillo de indias, ni tan siquiera cuando su alma hubiese abandonado su singular envase de carne y hueso. Pero no por ello se cerró en banda a la hora de compartir su historia, que tiene más complejidad de la que en un principio se le podría adjudicar.

La experiencia del ya ex profesor del Colegio Privado de Sussexville posee diversas interpretaciones, todas ellas dependientes de algo fundamental: dar credibilidad al relato que el propio Plattner ofreció al cronista. La trasposición de los lados de su cuerpo era ya incuestionable, siendo solo posible si hubiese estado fuera del espacio. Al menos, de la concepción del mismo que se tenía a finales del siglo XIX.

Pero, antes de eso, debéis saber cómo se produjo su desaparición. El causante indirecto no fue otro que el señorito Whibble, curioso estudiante con especial interés por la química. Según afirmó una y otra vez, dio con la misteriosa pólvora verde dentro de un paquete, en una calera abandonada cerca de los Downs. El chico la llevó hasta el colegio en un frasco corriente de medicina, y la entregó a su profesor al final de la clase de la tarde, cuando Plattner supervisaba el castigo de cuatro chicos que habían descuidado sus deberes.

Plattner, alentado por la curiosidad de Whibble, comenzó a experimentar con la pólvora, exponiéndola sucesivamente a agua, ácido clorhídrico, ácido nítrico y ácido sulfúrico, sin conseguir resultado alguno. Finalmente, vació la mitad del frasco sobre una pizarra y cogió una cerilla. Un acto que lamentaría el resto de su vida.

Los cinco chicos presentes en el aula fueron testigos de una fuerte y cegadora explosión, tras la cual no quedó rastro alguno del profesor. Podría haber estar herido o, peor aún, muerto. Pero no fue el caso. Plattner se había esfumado. Los chicos avisaron al director del centro, el señor Lidgett, que ya había advertido el estruendoso ruido provocado por el accidente. Los seis corroboraron que el docente se había evaporado, algo que el director trató de silenciar a cualquier precio.

El destino del desaparecido fue la comidilla del colegio y del resto de Sussexville. Nueve días en los que acontecieron algunos sucesos extraños, los cuales fueron citados por el intuitivo cronista. Lo cierto es que podría encerrar una jugosa pista del periplo de Plattner por lo que él mismo llamaba “el Otro Mundo”. He aquí las palabras dedicadas a esta suerte de histeria colectiva:

Un punto no menos notable en este asunto es el hecho de que gran número de gente de la vecindad soñara de forma especialmente intensa con Plattner durante el periodo de excitación anterior a su vuelta, y que estos sueños tuvieran una curiosa uniformidad. En casi todos ellos se veía a Plattner, a veces solo, a veces acompañado, vagando rodeado de una fulgurante iridiscencia. En todos los casos tenía el rostro pálido y angustiado y en algunos hacia gestos al que estaba soñando. Uno o dos chicos, obviamente bajo la influencia de la pesadilla, se imaginaban que Plattner se les acercaba con notable rapidez y parecía escudriñarles hasta las niñas de los ojos. Otros escapaban con Plattner de la persecución de unas criaturas vagas y extraordinarias de forma globular. Pero todas estas fantasías quedaron olvidadas en pesquisas y especulaciones cuando el segundo miércoles que siguió al lunes de la explosión Plattner volvió.

Estos singulares episodios fueron aparentemente olvidados por los pobladores de Sussexville tras el repentino regreso del profesor, que se topó de bruces con el director Lidgett mientras este último recogía fresas en su jardín. Todo lo anterior, además de los testimonios de los testigos y las parcas pesquisas que se hicieron al respecto del incidente en el aula del colegio, fueron redactados en un informe que se puso en manos de la Sociedad para la Investigación de los Fenómenos Anormales. Igualmente, los interesados en el asunto podían leer la reseña de un estudio publicado en la Revista de Anatomía, donde se probaba la extraordinaria composición del cuerpo de Plattner. Pero aun resta citar su propio testimonio, que brindó al narrador para que este lo escribiese de la forma más fiel posible. Profesor y cronista se reunieron en casa del segundo, donde todo fue mecanografiado. Su relato es el que sigue en los próximos párrafos.

El confundido profesor quedó atontado tras la explosión, a pesar de poder ver a los chicos y a Lidgett. Todo estaba muy oscuro y desvaído, y apenas podía oír al resto de presentes en el aula. Varios de los chicos atravesaron su cuerpo mientras caminaban de un lado a otro, lo que le llevó a pensar que había muerto y ahora era un espíritu. Tras ello, llegó a la precipitada conclusión de que el fallecido no era él, sino todos aquellos que estaban en el edificio.

Miró hacia arriba, tratando de buscar algo de luz en aquella sobrecogedora oscuridad. Poco a poco distinguió una tonalidad verdosa que acaparaba el ambiente, mientras todo lo que antes era palpable y físico, ahora se mostraba tenue e impalpable. Quiso llamar la atención de los presentes, pero no logró absolutamente nada. Nadie parecía reparar en su presencia. Creía estar en el mismo sitio que el resto de personas, pero no era así. Ambos espacios parecían haberse solapado de alguna manera, pudiendo Plattner moverse a voluntad por el colegio, sin que ninguna barrera física que allí hubiera le pudiese frenar. Aunque sí que había relieves, como estáis a punto de comprobar.

Por suerte, no todo era evanescente en aquel oscuro paraje. Pudo recuperar su bolso y el frasco con los restos de pólvora verde. A pesar de que veía de forma tenue las formas del aula y el resto del colegio, palpaba un espacio diferente. Tenía la sensación de estar en la cima de un monte, que se alzaba sobre un valle que no podía observar como le gustaría. Ya que la vista no ayudaba, bajó la ladera con ayuda de sus oídos. Mientras tanto, el color verde se volvía más brillante, al igual que el color rojo sangre que, de forma débil y transparente, se mezclaba con la negrura del cielo. A medida que esto ocurría, las visiones provenientes del “mundo real” desaparecían irremediablemente, algo que agobió aun más al protagonista involuntario de este singular caso.

Una vez abajo, el visitante pudo ver en el cielo un enorme astro de color verde. Cuando esta estrella era visible, el mundo que el profesor abandonó repentinamente desaparecía de su vista. Eso se repitió durante los nueve días que duró su estancia en el “Otro Mundo”. En base a la crónica de los hechos, hemos de suponer que nuestras madrugadas correspondían con las mañanas de esa realidad paralela. Algo que está por probar. Por desgracia, nadie más ha hecho uso de la pólvora verde descubierta por el señorito Whibble. Al menos, que se sepa.

Ya desde los primeros momentos del primer alba verdosa, el profesor percibió gran cantidad de objetos esféricos moviéndose a la deriva. Aun no lo sabía, pero estaba viendo a los Vigilantes de los Vivos, tal como los llamó después. El Otro Mundo albergaba edificios parecidos a mausoleos y monumentos, todos de color negro. Del más grande de ellos salían multitud de figuras redondas y pálidas. Al tenerlas cerca, el asombrado y confundido profesor pudo comprobar que no esos asombrosos seres no tenían miembros visibles, aparte de cabezas humanas sobre cuerpos semejantes a renacuajos. Sus ojos eran grandes, y muchos mostraban angustia y miedo. Otros parecían coléricos. Lo peor era, sin duda, los sollozos que proferían.

Ninguna de estas esféricas entidades le prestó la más mínima atención. Tampoco frenaron su tentativa de entrar en el gran edificio que presidía el lugar. Allí había un altar de basalto y una soga de campana que colgaba desde el campanario hasta el centro del lugar. En las paredes había inscripciones de fuego escritos en caracteres totalmente desconocidos para él.

Los siguientes días se transformaron en una peregrinación sin rumbo fijo, entre la negrura más absoluta y el verde resplandeciente de los inimaginables días de ese desconocido lugar. Mientras prevalecía la oscuridad, podía atisbar las calles y casas de Sussexville. Incluso anduvo por el interior de algunas de ellas. Pero sin poder contactar con ningún mortal.

Intentó comprender quiénes eran exactamente aquellos Vigilantes de los Vivos, y encontró entre ellos a dos que le recordaban a sus padres cuando él era pequeño. Solo podemos conjeturar si aquellas figuras eran muertos o seres interdimensionales. Plattner no pretendía imponer sus opiniones, Ni siquiera fue claro al respecto.

Llegó el noveno y último día de esta singular aventura. Hastiado, desaliñado, hambriento y desesperanzado, el caminante entre mundos bajó una vez más la ladera del evanescente y espectral monte que le recibió cuando saltó entre el aula y su contrapartida del otro lado. Estaba pasando algo singular. Las esferas verdes salían del edificio central y acudían a lo alto del monte. Plattner debía regresar arriba a toda prisa. Una concentración así, y precisamente en ese lugar, debía obedecer a un hecho que no ocurría tan menudo. O, si lo hacía, no había sido visto por nuestro hombre.

Sorteó a aquellas caras extrañas y con expresiones desagradables hasta llegar a lo que definiría como la vaga imagen de una habitación, cuyos dos ocupantes conocía de vista. Un matrimonio que estaba a punto de separarse debido a la inminente muerte del marido. Él agonizaba mientras ella, bastante más joven, revolvía y quemaba unos papeles que se encontraban en un mueble cercano. Todo bajo la atenta mirada de muchas de aquellos rostros, muchos de ellos con muecas de ira o desaprobación.

La campana del gran edificio sonó una primera vez. Con tu tañido, el encamado se retorció, tomando sus últimas bocanadas de aire. Su mujer le miraba, asustada. El segundo tañido llegó acompañado de un estruendo oscuro y muy potente. El involuntario testigo de aquella horripilante escena vio una suerte de brazo que se aferraba al moribundo, presto a hacer algo que no iba a ser agradable. Como es lógico, el profesor no pudo mirar.

Involuntariamente, o quizá presa de un pánico irracional, echó mano del bolso y sacó el frasco con la pólvora verde, arrojándola violentamente contra el suelo. Una medida desesperada e ilógica que tuvo un efecto inesperado. Pues lo que una explosión arrebató, otra devolvió. El reaparecido Plattner cayó de bruces sobre Lidgett, tal como dijimos más arriba. Su periplo por el Otro Mundo había acabado, pero no las preguntas que quedaron tras él.

Seguro que vosotros, queridos lectores, os planteáis tantas o más que yo. Por desgracia, ninguno de los implicados ha querido buscar más respuestas de las debidas. Las secuelas físicas del protagonista son ya conocidas. Las psicológicas, solo las sufre él. En cuanto al resto de implicados, todos guardaron silencio, a excepción del narrador, cuyo escrito da fe de la existencia de presencias invisibles a la percepción humana. Hablar de su naturaleza ya es otro cantar. Solo nos queda aventurar hipótesis. Ojalá dispusiésemos de la esquiva pólvora verde. ¿Quién no querría ver un Sol verde surcar los cielos?


Félix R. Herrera

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