En la tienda de Amundsen
Queridos aprendices, asistentes y curiosos, bienvenidos a un nuevo post de nuestro Gabinete. Hace escasas fechas que se publicó el recopilatorio correspondiente a 1928 de Weird Tales por parte de Barsoom. Un volumen sencillamente espectacular, en el se juntan nombres como H. P. Lovecraft, Robert. E. Howard, Paul Ernst o Clarck Ashton Smith, entre otros. Y, entre esos destacadísimos otros, John Martin Leahy (1886-1967), que en enero de aquel prodigioso año publicó una historia fascinante, por sí sola y por su importancia de cara a futuras ficciones: En la tienda de Amundsen (In Amundsen's Tent).
Sugerente y con más enjundia de la que se le podría presuponer, el relato de hoy bien podría ser el precursor – y suele haber acuerdo al respecto – de otros grandes relatos de ciencia ficción como Who Goes There? de John Wood Campbell Jr., que a su vez dio lugar a adaptaciones cinematográficas todavía aclamadas varias décadas después y a una criatura grotesca y asombrosa a partes iguales: La Cosa.
En la tienda de Amundsen fue reeditado en dos ocasiones por el omnipresente August Derleth, que sacó del olvido a Leahy en dos colecciones: Los durmientes y los muertos (The Sleeping and the Dead, 1947) y La tumba inquieta (The Unquiet Grave, 1968). Antes de eso, la propia Weird Tales recuperó el relato en agosto de 1935.
Cuando pude ver el índice del nuevo trabajo de Barsoom, fue este escrito el primero que leí. Nunca lo había hecho hasta ahora, y la espera ha merecido la pena. Para quienes no sepan nada sobre él, se puede decir que sugiere mucho más de lo que describe, y es precisamente ahí donde reside su mayor virtud, al menos bajo nuestro humilde criterio. Quizá ese aspecto pueda parecer insuficiente para algunos lectores, pero la acción se centra más en la paranoia que en el aspecto de la supuesta criatura que persigue a los personajes.
Otro aspecto muy interesante del relato reside en el hecho de que se sitúa entre dos expediciones polares que se sucedieron en poco menos de un par de meses: la del noruego Roald Amundsen (que llegó al Polo Sur el 16 de diciembre de 1911) y la de Robert Falcon Scott (que hizo lo propio el 17 de enero de 1912). Ambos iniciaron una carrera y una competición que en principio no iba a ser tal, pues era Scott quien se presuponía destinado a ser el primero en llegar a aquellos páramos helados, pero un telegrama que llegó a sus manos el12 de octubre de 1911lo cambió todo. Cinco palabras bastaron para que Scott supiese de las intenciones de Amundsen: “Me dirijo a la Antártida”.
Aquella expedición del noruego era secreta. Tanto que ni patrocinadores ni autoridades de su país fueron informadas hasta que el aventurero ya hubo partido. Fue su propio hermano quien envió el telegrama a Scott. Quizá como si de una broma se tratase, aunque puede que fuese un desafío. Lo cierto es que Amundsen había partido desde Madeira sin radio y sin intención de hacer escala alguna. Algo digno de un soñador. O de un loco.
Scott, a diferencia de su inesperado rival, sí contaba con un fuerte apoyo. Oficial de la Armada británica, fue elegido por la Royal Geographic Society para lograr la proeza que Ernest Shacketon no pudo conseguir unos años antes. Aquella pugna es digna de las más interesantes historias de aventuras – sacrificio final de Scott incluido –, pero ahora debemos centrarnos en el diario de Robert Drumgold, hallado por un narrador anónimo. En él se encontraba la narración de una desgracia cuyo detonante último era un absoluto misterio, pero que dejó una prueba muy desagradable: la cabeza cercenada del propio Drumgold, cuyo cuerpo se hallaba en paradero desconocido.
El relato comenzaba con la carta y las anotaciones que Amundsen y Scott escribieron en la tienda del primero, a dos escasos kilómetros del Polo Sur. Eran la constatación de la victoria del noruego sobre el británico. Tras ello, el narrador contaba cómo él y sus compañeros Eastman y Dahlstrom dieron con los restos de Drumgold. El debate estaba servido. Podría haber sido cosa de los perros – improbable, porque la cabeza estaba completa y sin rasguños –, o puede que fuese un caso de canibalismo. Pero lo único que habían sacado en claro es que no sabían absolutamente nada, aparte de lo escrito en el diario.
Las coordenadas donde los exploradores hallaron la tienda con la entrada protegida por cajas y la cabeza cortada eran 87° 30' sur, lejos de las rutas de Scott y Amundsen, y también lejos del campamento base del grupo desaparecido de Sutherland, a 89° 45’ 10", a quince millas del Polo Sur. Los tres exploradores que llegaron al escenario final del relato dudaron si aquello que veían en medio de la nieve era una tienda o un nunatak, un pequeño pico montañoso. La curiosidad pudo más que la precaución, y los tres se encaminaron hasta el lugar donde se hicieron los hallazgos descritos. Llegados a ese punto, la verdadera narración comenzaba el día 3 de enero de 1912.
Las primeras frases del diario del decapitado eran propias de un grupo eufórico, sabedor de que estaba a punto de lograr su objetivo, dentro de la expedición Sutherland. Para el escritor, aquellos páramos eran una suerte de país de las hadas, siempre y cuando pudiesen obviarse los múltiples peligros existentes para la vida humana. Durante estas reflexiones, Drumgold se lanzaba a especular sobre la posible existencia de inteligencias iguales o superiores a la del humano, quien en su vanidad, pensaba que todo lo presente en el planeta le pertenecía por derecho. Para ello, citaba al científico Alexander Winchell:
“Ni la existencia racional está condicionada por la sangre caliente, ni por ninguna temperatura que no cambie las formas de la materia de las que el organismo puede estar compuesto. Puede haber inteligencias corporizadas según algún concepto que no involucre los procesos de ingestión, asimilación y reproducción. Estos cuerpos no implique los procesos de ingestión, asimilación y reproducción. Tales cuerpos no requerirían alimento ni calor diario. Podrían perderse en los abismos del océano, permanecer en un acantilado tormentoso durante las tempestades de un invierno ártico o sumergirse en un volcán durante cien años y aun así conservar la conciencia y el pensamiento.”
Eran los pensamientos de un soñador que estaba a punto de culminar la aventura de su vida y que decidía esconder su vívido entusiasmo a sus compañeros por temor a que lo creyeran mentalmente inestable. Drumgold estaba a punto de descubrir que tenia razón, al menos en parte.
Al día siguiente, 4 de enero, el grupo constataba la victoria de Amundsen cuando vieron su tienda. No había lugar a dudas. Su próximo logro no sería épico ni heroico, sino un simple trámite, tal como le ocurriría a Scott pocas semanas después. Sutherland y Travers, igual de desilusionados que Drumgold, debatían sobre qué hacer a continuación. Si llegaba una ventisca, más les valía estar resguardados de ella. Querían llegar a la tienda, pero los perros que llevaban consigo no querían avanzar. Estaban atemorizados, y ninguno de los tres entendía la razón.
Al llegar junto a ella, comprobaron que algo no iba bien. Algo sobresalía de forma extraña por uno de los lados de la tienda. Su entrada estaba bien atada, y no había sido devorada por la nieve. En un primer momento, ninguno de los tres se atrevió a echar un vistazo en el interior, sabedores de que allí había un cuerpo abultado. Sin embargo, Sutherland estaba decidido a echar un vistazo, pese a la reinante desazón.
Un extraño haz de luz atravesó repentinamente las nubes que había sobre ellos, dando a la escena un cariz aun más misterioso. Sutherland se agachó y metió la cabeza en la tienda durante unos instantes que para Drumgold parecieron eternos. Travers preguntó qué era lo que se escondía en aquella precaria edificación, y recibió un grito por respuesta. Sutherland se alejaba tambaleándose y golpeándose las sienes. Entre alaridos, rogaba a sus compañeros que no mirasen dentro bajo ningún concepto, pues sus ojos podían llevarlos a la locura.
Travers sentía curiosidad. Iba a mirar en la tienda y Bob Drumgold no lo impidió, a pesar de los ruegos de Sutherland. El propio escritor del diario estaba apunto de acompañar a Travers, pero su desquiciado camarada le sujetó. Al igual que había ocurrido instantes antes, el segundo e incauto observador se alejaba de la tienda entre terribles alaridos. Fuese lo que fuese lo que se escondía tras las lonas, no era algo perteneciente a la Tierra. ¿Cómo había llegado eso hasta allí? ¿Estaba muerto, o simplemente estaba aletargado? ¿Estaba solo o había más cosas como ella?
Drumgold no entendía nada. Sus compañeros habían perdido repentinamente la cabeza, y no estaba seguro del por qué. Sin embargo, prometió no mirar. Sutherland y Travers no estaban dispuestos a decir ni una palabra más sobre lo que acababan de observar, pero sentían como suyo el deber de advertir al mundo de la existencia de aquello. La tienda de Amundsen albergaba un horror que la mente humana no estaba preparada para entender o ni tan siquiera aceptar. Quizá en la propia tienda hubiese alguna respuesta, alguna anotación del noruego o el resto de sus expedicionarios, que arrojase pistas sobre lo que allí reposaban, pero ninguno de los presentes estaba dispuesto a volver a acercarse a la infernal estampa.
Travers cogió su rifle, decidido a vaciar toda su munición sobre la tienda. Justo después, un sonido antinatural surgió del ser presente allí. El sonido cesó, pero continuó a los pocos segundos. La tienda se movía. A través de la penumbra, los tres hombres pudieron atisbar cómo la criatura se levantaba, volviendo de una supuesta muerte que no había sido tal.
Las anotaciones de Drumgold se hacían menos metódicas. No podía dedicarles el tiempo que le gustaría, y la razón era perfectamente lógica, dado todo lo anteriormente narrado: estaba huyendo del ser que estaba en la tienda de Amundsen. Desorientados y en pánico, los tres corrieron sin mirar atrás, rodeados de una penumbra que se antojaba bastante inusual. Por suerte, dieron con uno de sus faros, lo que les permitió volver a una senda conocida. Pero el peligro no había cesado.
Lo último que Drumgold anotó aquel 4 de enero es que Travers juraba haber visto algo moviéndose en la penumbra y fue a investigarlo. Durante la breve crónica del día 5, Drumgold reafirmó los avistamientos. El ser les pisaba los talones. Su frenética huida continuó al día siguiente. Los perros estaban terriblemente asustados. Quizá aun más que los expedicionarios, cuya paranoia iba en aumento.
Día 7 de enero. Dos perros habían desaparecido. Lo más probable es que hubieran huido, pero no podían estar seguros. El estado mental de Travers estaba empeorando tanto que desapareció al día siguiente, tras relevar a Sutherland en la guardia nocturna. No había rastro de él. Ni tan siquiera huellas.
Sutherland comenzaba a manifestar la misma locura extrema que Travers. Decía que aquello que les perseguía era mucho peor que lo que vio cuando metió la cabeza en la tienda de Amundsen. Aunque lo cierto es que, pese al total desconocimiento de Drumgold respecto a la naturaleza del ser, él también lo había visto. La criatura se dejaba ver de vez en cuando. Parecía inteligente. Pues parecía disfrutar mientras cercaba a los supervivientes. ¿Fue él quien se llevó a los perros y a Travers?
Sutherland también desapareció repentinamente. Drumgold no precisó si fue durante el día 9 de enero u ocurrió el 10. Su cordura también estaba al límite. Ya no había nada a lo que aferrarse. Ni perros, ni trineo, ni rifle, ni compañeros humanos. Lo único que conservaba era un hacha, y la agarraba con todas sus fuerzas.
La última anotación del diario correspondía al día 13 ó 14. Drumgold se había parapetado en una tienda, y oía a los perros gemir en la lejanía. Los extraños sonidos del ser llegaron a sus oídos. Pasaron horas de tensión extrema, tras las cuales comenzó a oír voces. ¿Quién le hablaba? ¿Serían Sutherland y Travers, o se había vuelto totalmente loco? Había algo o alguien en la entrada de la tienda. Todo quedaría como un puzzle irresoluble, del que solo había tres piezas: la tienda, el diario, y su cabeza…
Una historia de terror maravillosa. Leahy había estudiado las expediciones de Amundsen y Scott para escribir su relato, que Lovecraft tenían en mucha estima. Tanto que En las Montañas de la Locura, de 1931, bebe mucho de él. Sin embargo, el peligro que acechaba a los protagonistas de En la tienda de Amundsen es mucho más indefinido que el imaginado por el de Providence o el de John Wood Campbell. Travers y Sutherland especulaban con su procedencia extraterrestre, opinión que Drumgold pareció reafirmar en sus múltiples avistamientos, pero ese punto jamás fue esclarecido en la narración.
Como dije al principio, Leahy dio mucho más espacio a la sugerencia y a las secuelas psicológicas manifestadas por los protagonistas del primer que a la propia criatura. Este miedo a lo otro, indescriptible y desconocido, da pie a múltiples interpretaciones de los acontecimientos. ¿Realmente vieron una criatura desconocida? ¿Podría haber otras en los alrededores? ¿O todo podría tener una explicación más mundana, basada en factores puramente mentales?
Félix R. Herrera
Imagen de portada: interior del volumen de Weird Tales editado por Barsoom.
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