Andrew Latter: La ceguera volante
En el mes de abril de 1841, Poe publicó en Graham’s Magazine el que puede considerarse como el primer relato detectivesco tal como se conoce en la actualidad: Los crímenes de la calle Morgue. El perspicaz Auguste Dupin resolvió el terrible y llamativo crimen de ambas mujeres L'Espanaye señalando al verdadero culpable, que no era otro que un orangután fugado con capacidad de imitar movimientos humanos. Una historia con un final algo forzado para algunos, pero que a la postre constituyó en ejemplo arquetípico de lo que se conoce como giro de guion o plot twist. Una plantilla que sería imitada hasta la extenuación en el futuro. Entre todos esos continuadores, hemos elegido un relato aparecido sesenta y tres años después y que contaba con una premisa muy llamativa: una serie de ataques que dejaba ciegos a los asaltados.
Este asistente vuelve a echar mano del volumen de La biblioteca del laberinto dedicado a la figura del investigador de lo oculto para traer uno de los relatos del detective onírico Andrew Latter, creado por el periodista británico Harold Begbie, un tipo muy comprometido con la política de su país y con sus convicciones religiosas. Nacido en 1871 en la familia del rector que por entonces tenían tanto el pueblo como la parroquia de Fornham St. Martin, en Suffolk, Harold dejó el lugar para buscar suerte en Londres. Allí logró trabajar para diarios como el Daily Chronicle o The Globe. Escribía literatura infantil, poesía popular e historias bíblicas para la Enciclopedia Infantil que impulsó su íntimo amigo, el también periodista Arthur Mee.
A principios del siglo XX se unió a J. Stafford Ransome y Michael Henry Temple en la tarea de escribir dos parodias de dos de las magnas obras de Lewis Carroll como son Alicia en el País de las Maravillas y A través del espejo. Usando el pseudónimo de Caroline Lewis, los tres compañeros publicaron en 1902 Clara in Blunderland, en la que criticaron la participación del gobierno británico en la Segunda Guerra de los Bóers – en la que los británicos intentaron conservar su influencia en el sur del continente africano – y satirizaron a grandes políticos de la época sin miramiento alguno. Desde el primer ministro Arthur Balfour hasta Winston Churchill, figuras de primera línea fueron asimiladas a los personajes de la obra de Carroll. Un año después aparecería Lost in Blunderland: The Further Adventures of Clara, que continuaba con la sátira iniciada con anterioridad, pero que contaba con una advertencia muy divertida sobre el carácter de la obra.
Decía así: “Personas con una mentalidad curiosa han persistido en rastrear alusiones políticas en la inocente, si no lúcida, narrativa de las aventuras anteriores de Clara. El Autor y el Artista ruegan que se les permita negar cualquier responsabilidad por el estilo”.
Queda patente que Begbie era mordaz y estaba al tanto de la actualidad política de su tiempo. En 1903 hizo un ejercicio parecido al anterior al parodiar Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift. Es esta una vertiente que siguió cultivando en posteriores ocasiones, como cuando se desató la I Guerra Mundial. Entonces, además de continuar cuestionando los asuntos internos del país, defendió con vehemencia a los pacifistas y los objetores de conciencia en lo que respecta a la oposición al conflicto. Su posición ideológica fue variando con el tiempo, acabando en una deriva conservadora en la que pidió mano dura contra los simpatizantes reformistas, incluso si implicaba la restricción de libertades. Puede que ello tuviera que ver o no con su forma de entender la religión, ya que Begbie fue participante en el Ejército de Salvación – cuyas prácticas los acercan al metodismo, aunque difieren en las formas más que en el fondo. Además, escribió un libro sobre William Booth, su fundador – o del Grupo Oxford, una organización cristiana fundada por el ministro luterano estadounidense Frank Buchman en 1921. No veía con buenos ojos el anglicanismo ni el catolicismo. Como tampoco al darwinismo, como puso de manifiesto en el prefacio de la edición estadounidense de su libro The Glass of Fashion (1921), continuando con su particular visión teísta de la evolución que ya expuso en The Proof of God (1914).
Para los amantes de las curiosidades históricas y para los buscadores de misterios, la biografía de Begbie esconde una suculenta anécdota. En 1915, publicó un libro llamado On the Side of the Angels, en el que defendió la autenticidad de la aparición de los Ángeles de Mons durante la batalla del mismo nombre que aconteció en Bélgica, en concreto el 23 de agosto de 1914. Las fuerzas del Imperio Alemán se retiraron ante los embates un contingente muy menor de fuerzas británicas, lo que para algunos fue considerado poco menos que un milagro. A finales de septiembre de ese mismo año, Arthur Machen publicó su famoso relato The Archers en The Evening News. Aquel relato describía a los arqueros fantasmas de la ficticia Batalla de Agincourt, todos ellos convocados por un soldado que invocaba a San Jorge. Los aparecidos aniquilaron a toda una hueste alemana. Machen se inspiró en distintos testimonios de soldados que estuvieron en Mons y en una idea original que tuvo, pero el asunto se le fue de las manos y debió que aclarar que todo era una invención suya. A gente como Begbie no le sentó nada bien. On the Side of the Angels reunió otra serie de relatos anónimos imposibles de verificar, tanto por la regulación militar de entonces como por el propio carácter de los testimonios. Sin entrar más en detalles ni haber leído el libro en cuestión, parece una pataleta ante lo que Begbie entendió como un insulto de Machen a quienes tenían otro sentir religioso.
Un hombre interesante y curioso. Otro autor completamente desconocido para mí que he descubierto gracias a su contribución al género de los detectives de lo oculto, que cultivó en 1904 con a la figura de Andrew Latter. Las seis historias de este personaje aparecieron en el London Magazine entre junio y noviembre de ese año, siendo compiladas por Jack Adrian en The Amazing Dreams of Andrew Latter en 2002. The Flying Blindness fue la última de dichas aventuras, y es – al menos, que yo sepa – la única que ha sido traducida al español.
La misma iniciaba con la breve exposición de una serie de misteriosos ataques nocturnos en varios lugares de Londres. Todos tenían características comunes. Acaecían durante las noches, todas las víctimas eran hombres que volvían a sus casas tras trasnochar y beber y el resultado de dichos encuentros era la pérdida de la visión, bien por daños en los globos oculares o la pérdida de los mismos, lo que podía acarrear consecuencias mortales. El propio Latter contaba que el Daily Mail había creado una expresión para referirse a esos ataques y que la misma había calado con fuerza en el imaginario de los londinenses: la ceguera volante. La gente teorizaba sobre la naturaleza de dichos ataques, a los que no pocos atribuían un origen sobrenatural. Para algunos, podía tratarse de un castigo por la dudosa moralidad de las víctimas.
Pero Andrew Latter quería llegar al fondo del asunto. Y, para ello, consultó con varios hombres de ciencia. Los ataques eran similares entre sí y se concentraban en los ojos, sin registrar contusiones o ningún otro rastro visible en los rostros y cuerpos de los atacados. El caso de un superviviente animó a Latter a ahondar en el asunto, ya que fue uno de los pocos en los que hubo testigos. En concreto, dos policías que vieron al desafortunado en cuestión antes, durante y después del ataque, sin que pudiesen dar referencia alguna sobre el atacante. Aquel encuentro fue el que dio pábulo a la extendida hipótesis del mal alado.
Latter visitó al impresor, ahora ciego, que fue visto por los policías mientras era atacado. El desdichado no pudo aclarar gran cosa, más allá de que los ataques se producían tras el cierre de las tabernas. Aquel misterio había llegado a un punto muerto, pero el detective encerraba un as bajo la manga. Sus sueños podían ofrecerle respuestas más certeras que las pesquisas usuales. Para ello, necesitaba de una parafernalia muy específica, además de una gran concentración para ver lo que deseaba.
“Desde hacía poco, mi habitación había sido redecorada con el fin de favorecer mis experimentos. Papel pintado verde, alfombras verdes, cortinas verdes, asientos verdes. Aquello debía ayudarme a conseguir con facilidad el estado hipnótico. Me senté, flexioné las manos, miré a la pared opuesta y abandoné mi estado de consciencia al único pensamiento de la descripción que me había hecho Goodall de su ataque.”
Ese viaje onírico no solo atravesaba el espacio, sino también el tiempo. Latter viajó al pasado, hasta el barrio de Wapping, para seguir a un hombre solitario, con gorra de marinero y abrigo gastado, que parecía uno de esos bebedores empedernidos y acostumbrados a estar casi siempre bajo los efectos del alcohol. Latter lo siguió hasta una habitación con aspecto de granero, con goteras y sin mobiliario, más allá de un jergón arrinconado. El hombre miraba con un odio enfermizo hacia una esquina de la estancia, donde un gato negro permanecía atado y aterrorizado. El tipo torturaba al gato, y Latter observó en el animal dos rasgos, uno objetivo y otro subjetivo. El primero era la cola rota y que le colgaba hacia atrás, y el otro era el odio que sentía hacia su captor. Una casualidad propició que el gato escapase del furibundo embate del hombre, que pretendía apuñalar al animal, cortando sus ataduras en el proceso.
La segunda parte del increíble sueño de Andrew Latter se centraba en las peripecias del gato mientras vagaba libre por las calles de Londres. Era rechazado tanto por humanos como por miembros de su propia especie, debiendo buscar sustento de forma furtiva y hábil. Sus dotes se perfeccionaron hasta el punto de espantar a otros competidores por las migajas de las que se alimentaba. Todo aquello estaba encaminado a ejecutar su venganza – si puede llamarse así – contra los hombres. Pero no contra todos, sino contra aquellos que le recordaban a su amo. El por qué era algo que Latter no podía comprender bien. Sobre todo, al tratarse de un animal. Pero el modus operandi del gato siempre fue el mismo: el felino esperaba en posición de ataque al ver a algún hombre que le recordase a su amo, saltaba hacia él al tenerlo a su alcance, se aferraba a su abrigo con las patas traseras e insertaba sus uñas delanteras en los ojos de su objetivo. El detective pudo ver en su sueño cada uno de los ataques que los periódicos habían descrito, incluido el del superviviente con el que se había entrevistado.
Aquello era más que suficiente para convencer al capitán Beaton de Scotland Yard. Al parecer, el cuerpo policial tenía tal confianza en las dotes de Latter que puso a todos los agentes londinenses a buscar a aquella “ceguera volante” sin alas. Los ataques continuaron durante aquel infructuoso periodo de búsqueda, mientras el detective onírico intentaba dar con el paradero del fugitivo en sus sueños. Pero algo impedía la obtención de respuestas definitivas. Latter lo achacaba a que el gato no había cumplido con su principal objetivo. Por ello, y en compañía del capitán Beaton, decidió buscar al hombre que vio en su primera ensoñación sobre el caso y dio con la estancia que ya conocía. Los acontecimientos se precipitaron cuando el tipo entró en la habitación.
El gato había estado allí agazapado, en los tablones del techo, desde antes de que los dos investigadores acudiesen al lugar. Ni siquiera tuvieron tiempo de avisar a la última víctima de la “ceguera volante”. Aunque, esta vez, el felino no se contentó con sacarle los ojos. A pesar de la resistencia del tipo y de los esfuerzos de Latter y Beaton, el gato destrozó con saña la cara de su captor antes de que el policía le disparase y pusiese fin a aquel caso y a aquella escena salvaje.
Solo un tiempo después pudo Latter conocer en profundidad la historia. El hombre estaba casado y tenía dos hijos. Contaba con un buen trabajo y una vida holgada. Pero todo se vino abajo poco después de la aparición del gato negro en sus vidas. Los niños murieron, al igual que su mujer. Renegó de sus creencias religiosas, pero estaba convencido de que el Diablo la había tomado con él y estaba a su lado. Seguro que no fue así, pero sus actos crueles crearon un demonio a su medida.
Félix Ruiz H.
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