Frankenstein Alive, Alive! Una nueva vida para buscar la redención
El último trabajo de la vida de Bernie Wrightson buscó dar continuidad al gran clásico de la ciencia ficción escrito por Mary Shelley. A pesar de que el guion dejó bastantes cabos sueltos y no satisfizo a todos con la conclusión de la historia, el desarrollo de personajes sí que puede resultar satisfactorio. El trágico y grotesco ser construido con partes de cadáveres tuvo la oportunidad de demostrar que había en su interior mucho más que pena y deseos de venganza.
En el post anterior se elaboró una escueta reseña de esta miniserie y un esbozo del personaje que hizo las veces de cicerone del ser redivivo – pues recordemos que intentó acabar con su vida en varias ocasiones – en su nueva vida: el doctor Samuel Ingles. En esta ocasión, y dando continuidad a lo escrito con anterioridad, exploraremos la relación entre ambos y el punto de ruptura de la misma, motivada por las transgresiones del doctor. De esta forma, abordaremos el resto del tronco argumental de la obra, con spoilers desde este mismo momento.
Aquella aventura empezaba con la creación de Frankenstein siendo exhibida en un circo. Sabedor de que su aspecto siempre resultaría amenazador y chocante a ojos de los demás, la criatura había elegido aprovecharse de ello para labrarse una vida un poco más tranquila entre otros como él. Renegados, desfavorecidos, tullidos, deformes. Personas que, por sus singulares características morfológicas, solo tenían cabida en espacios como aquel, donde no se juzgaban entre ellos, sino que se apoyaban mutuamente y se sentían integrados. El otrora solitario ingenio ya no estaba solo, pese a seguir siendo objeto de burla y escarnio por parte de los visitantes. Aquella forma de subsistir podía parecer simple y humilde. Pero, para alguien como él, era más que suficiente. ¿Cómo podría explicarle a sus compañeros que las leyendas en torno a él eran reales? ¿Cómo les podría hacer entender que tuvo la oportunidad de demostrar su humanidad?
Ese prólogo era interrumpido por las reflexiones del propio Frankenstein – pues ya era denominado así en el circo, un reflejo de la confusión que comparten muchas personas en el nuestro día a día, donde creador y creación se solapan y son llamados igual de forma errónea – mientras intentaba por todos los medios poner fin a su existencia. El fantasma de Víctor seguía clamando venganza y atormentando a aquel que no deseaba haber nacido. Le llamaba asesino y tenía razones de sobra para hacerlo. Pero ese hombre no entendía el dolor de saberse rechazado desde su mismo nacimiento. Su particular desafío a Dios y a la muerte no obtuvo ni un ápice de cariño en ningún momento, y su sufrimiento fue a más cuando trató de acercarse a la familia en cuyo granero se había refugiado tanto tiempo atrás. La ira contra su padre precipitó las desgracias ya conocidas, y todos los seres queridos de Víctor fueron cayendo a manos de aquella aberración. Una vez culminada aquella campaña, y con Frankenstein muerto, la vida no tenía sentido.
Pero la muerte parecía no querer recibir a aquel que estaba formado por tantos muertos. Ni el hielo ni el fuego eran capaces de destruir a la criatura, forzada a hibernar en una crisálida pétrea para siempre. Dormido, pero vivo. Y habría sido así para siempre de no ser por Samuel Ingles. Éste, en medio de una expedición cuyos fines son del todo desconocidos para los lectores, halló al enorme y petrificado ser y se lo llevó consigo hasta su propiedad, añadiéndolo a su interminable catálogo de rarezas.
El accidental despertar del monstruo de Frankenstein tomó por sorpresa al doctor. Lejos de huir despavorido, curó y alimentó a su más especial hallazgo. Su aparente bondad contrastaba con lo que sabríamos después, pero es innegable que su interés en el ser iba más allá de la simple curiosidad científica. Las explicaciones de la criatura fueron parcas pero bastaron para que Ingles supiese que era obra del legendario Víctor Frankenstein, cuyos experimentos eran una suerte de leyenda que corría de boca a boca y habían traspasado fronteras.
A tenor de todo lo sucedido después, es posible que Ingles viese en la criatura una suerte de plan de contingencia para su elixir de la vitalidad y el rejuvenecimiento. El guion de Steve Niles no da indicios claros de las razones por las que el doctor cuidaba con tanto mimo a aquel hallazgo, por lo que solo podemos imaginar o elucubrar al respecto.
En un primer momento, Ingles hablaba del ser como una suerte de entidad sobrenatural. Quizá obra de la alquimia, como los homúnculos. O directamente un djinn. Un demonio cuyas capacidades eran solo estudiadas de forma teórica. Tanto las circunstancias en que fue hallado como su singular aspecto hacían de la criatura un individuo del cual no era conveniente alejarse.
El engendro era curioso e inteligente. Deseaba comprender aquel mundo tan extraño y violento en el que había visto la luz, por lo que se lanzó con entusiasmo en brazos de la lectura y las clases que le ofrecía el científico, que colmó con creces ese anhelo de conocimiento. El gigantesco hombre hecho de otros hombres vagaba entre su habitación, la biblioteca y el laboratorio de Ingles, desconocedor de cuántas personas más vivían en aquel lugar. No era consciente del tiempo transcurrido, pero pasó años así. Feliz por tener a un profesor que no le juzgaba por lo que parecía, sino que le trataba como a un igual. Ingles fue para él todo aquello que Víctor nunca quiso ser. Puede que los subsiguientes fracasos personales del doctor diesen al traste con aquel hombre jovial y atento que parecía ser.
La labor que Ingles llevaba décadas desarrollando se sustentaba en fetos nonatos, de los que extraía el ingrediente principal de su suero, que administraba con frecuencia a su mujer enferma. La señora Dolly Ingles sufría los efectos de la tisis, y el suero había demostrado ser capaz de retrasar el avance de la dolencia, pero no de hacerla desaparecer. En un primer momento, el científico compartió con su alumno que aquella labor solo era posible con un suministro constante de madres embarazadas cuyos infantes carecían de esperanzas de continuar con vida. Las labores del doctor para con ellas parecían tener buena intención, pero lo cierto era que se valía de los miedos de esas mujeres para engañarlas y apropiarse de sus fetos.
Ingles tenía una faceta tan oscura que aterrorizaba al hijo de Frankenstein. A él, que había matado con sus propias manos a varias personas inocentes, incluso a un niño. Aun tenía pesadillas en las que Víctor y las personas cuyas vidas había segado intentaban arrastrarle hacia el interior de la tierra. El infierno era menos de lo que merecía, pero seguía estando entre los vivos por alguna razón. De una forma u otra, sabía reconocer los matices que distinguían a un moribundo de alguien que ya había traspasado el límite. Dolly Ingles ya estaba muerta, pese a la negación de Samuel. Su estado era parecido al del desgraciado señor Valdemar del cuento de Poe, solo que en esta ocasión la prolongación artificial de la vida era debida al suero hecho mediante la esencia de los fetos. Para completar su magna obra, debía acabar con una vida para dar otra. El monstruo supo de sus intenciones pero no fue capaz de atajarlas en un primer momento.
Fue en esos momentos donde entró en juego la figura de Rachel, una joven embarazada que permanecía bajo los cuidados del doctor. La mujer había sido engañada y secuestrada por Ingles, pues su descendencia podía ser la clave para devolver la salud a Dolly. El mayor pecado de Víctor fue precipitado por la muerte de su madre. El de Samuel lo fue por el miedo a perder a su mujer. El amor puede llevar a la locura. A pergeñar actos crueles y desesperados. A acabar con una vida para intentar reparar otra. Eso era lo que esperaba a Rachel si el monstruo de Frankenstein no hacía nada al respecto.
Durante días, el solitario ser se encargó de llevar comida a la reclusa, tratando de no ser visto por ella. Fue precisamente por ello por lo que Rachel bajó la guardia y fue capturada por Samuel. Durante las noches, el protagonista se topaba con la invidente y deambulante Dolly, cuyo rictus evidenciaba que no solo estaba muerta, sino que de alguna forma era consciente de hallarse en dicho estado. Las palabras de consuelo de Samuel eran recibidas con sacudidas de negación y manotazos carentes de fuerza al aire. Dolly debía ser amarrada con cuerdas a su lecho, mientras todos esperaban a que el parto de Rachel llegase y diese a Samuel aquel último y ansiado ingrediente del suero.
Pasaron las semanas y llegó el día señalado. Era una fría noche de febrero, que llegó acompañada de un olor a humo nada alentador. Un fuego estaba devorando la casa, y el ser debió tomar una decisión. Hasta entonces, y pese a las dudas, había permanecido fiel a su benefactor. No se sentía capaz de señalar a nadie con el dedo y acusarle de ser un asesino. La providencia – a través de Dolly, de Rachel, o de ambas – le dio el empujón necesario para tomar parte en el asunto. Decidido, se lanzó a rescatar a la muchacha, cuyo parto ya estaba en sus etapas iniciales. Ella no se asustó, sino que se dejó agarrar por aquel singular salvador. Mientras bajaban las escaleras y trataban de salir al exterior, pudieron ver cómo Samuel trataba de poner a salvo a Dolly. Ella, lejos de permitirlo, se aferraba con todas sus fuerzas a cualquier cosa que estuviese cerca, reteniendo a su marido en el proceso. En un último vistazo antes de salir de la trampa de fuego, la hasta entonces fantasmal anciana esbozó lo que parecía ser una sonrisa. Aquellas llamas purificarían el mal que se había perpetrado entre aquellas paredes, y ella podría descansar en paz.
Rachel señaló al monstruo la ubicación de un viejo convento, pero no hubo tiempo de llegar allí antes de que el bebé saliera del útero materno. Un ser hecho de partes muertas debió ejercer de matrón y traer al mundo una vida. Una preciosa niña que envolvió con cuidado en una bufanda y que entregó a su madre. Aquello era la culminación de años de aprendizaje, reflexión, dudas y autodescubrimiento. Sabía que no podría ser padre de ese bebé, pero también tomó conciencia de que era mucho más que un atentado contra la naturaleza. Había demostrado a Rachel que no era un monstruo en todo el sentido de la palabra. Y, lo más importante de todo, se lo había demostrado a sí mismo.
Una vez que madre e hija estuvieron a salvo en el convento, aquel renovado espécimen volvió antaño estado de soledad. Sabía que nunca podría ser uno más entre los humanos, porque no lo era. Pero tampoco era un monstruo. Víctor había intentado crear a un hombre a su imagen y semejanza. Su vanidad le arrastró a cometer su mayor error, pues concibió una criatura. Una que merecía vivir, tanto como cualquier otra. Fuese cual fuese su origen. El infierno podía esperar…
Félix Ruiz H.
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