Frankenstein Alive, Alive! El secreto del Doctor Samuel Ingles
“Estos pobres bebés, nacidos muertos, prematuros, son la fruta de la que se exprime el vino. Pero, de todas formas, no son suficiente.”
Mató. No negaba sus actos. Pero su creador escapó del remordimiento que atormentaba a ese niño desesperado por los terribles crímenes que había cometido. Solo deseaba abrazar la misma muerte que había alcanzado a su padre. Pero no fue posible, pues su increíble naturaleza le privaba de ello. Fue rescatado, adoptado e instruido por otro hombre de Ciencia. Su agradecimiento no parecía tener límites. Pero tras ese rostro afable se escondía otro monstruo. Uno mucho más terrible que él.
Desde su publicación en 1818, Frankenstein o El moderno Prometeo se ha convertido por derecho propio en una de las obras cumbres de la literatura universal. Aquella velada tan fructífera en Villa Diodati cambió para siempre la literatura, gracias a la imaginación de una Mary Wollstonecraft que inauguraría – o eso es lo que suele decirse en muchos círculos especializados – el género de la ciencia ficción. La perversión que el avance científico podría acarrear se vio reflejado en la obra de Víctor Frankenstein. Desesperado, pero a la vez altivo, su ingenio pretendía desafiar a la propia divinidad. Un pulso contra la muerte que se materializaría en su criatura, hecha con pedazos de cadáveres. Una amalgama de cuerpos al que el estudiante daría vida propia, pero no un sentido o una guía. Esa falta de dirección traería consigo una serie de desgracias, pues el rechazo del padre despertó en aquel inusual hijo uno de los deseos más primitivos de cualquier ser humano: la venganza. La postrera muerte de Víctor supuso el mayor varapalo posible al ser, que perdió el rumbo para siempre.
Esta historia de soberbia y soledad ha sido debatida, reinterpretada y continuada en multitud de ocasiones y en todos los formatos imaginables. El monstruo de Frankenstein pasó a formar parte de la cultura popular, y el cine le dio la apariencia que aun hoy se le otorga. Una errónea, a tenor de lo que se puede leer en la novela. En 1910, Charles Ogle interpretó por primera vez al ser en formato cinematográfico. Pero sería Boris Karloff quien en 1931 le daría el espaldarazo definitivo a la fama venidera de la criatura, con la cabeza cuadrada y los tornillos en el cuello. Una imagen que cualquier niño sigue reconociendo en pleno siglo XXI. Sin embargo, hoy nos remitiremos a una representación más fiel del personaje, creada por el añorado Bernie Wrightson, fallecido en 2017. De su indudable talento nacieron un par de obras dignas del legado de Mary Shelley.
A mediados de los setenta, y movido por la pura afición, Wrightson comenzó a elaborar las ilustraciones que unos años después formarían parte de la que es considerada su obra magna, Frankenstein de 1983. Una adaptación al cómic con la que intentó acercarse lo máximo posible al texto de la escritora y dramaturga británica. El resultado fue poco menos que espectacular. Una de esas obras que, por su calidad, podrían trascender el medio en que fue concebida y creada, tal como ocurrió con el material en que se basa. Tal fue su impacto que sigue siendo reeditada cuatro décadas después, siendo una pieza cotizada para cualquier amante de las viñetas.
Pero hoy nos queremos acercar a la que sería la última obra de Wrightson, que ni siquiera pudo culminar debido al tumor que acabaría con su vida. La editorial IDW Publishing impulsaría una miniserie de cuatro números que irían viendo la luz entre 2012 y 2018 bajo el nombre de Frankenstein Alive, Alive! En esa segunda visita al monstruo de Frankenstein, Wrightson solo se hizo cargo de la faceta artística, dejando el guion en manos de Steve Niles. Quienes conocen esta obra saben de sobra lo que pasó con el último número, que debió ser finalizado por Kelley Jones, nombrado anteriormente en este Gabinete gracias a su contribución en Deadman: Amor después de la muerte, en el que trabajó junto a Mike Baron. Jones fue elegido por el propio Wrightson para concluir lo que él empezó. Aunque las comparaciones son odiosas, no creo justo el desprecio que un porcentaje de los lectores y aficionados ha mostrado hacia el desempeño del artista en Frankenstein ¡Está vivo! La diferencia de estilo y ejecución es tangible y evidente, pero no por ello debe menospreciarse. El propio Steve Niles, en algunas de las últimas ediciones de la obra, señalaba que tanto Wrightson como la editorial estaba convencidos de que Jones era apto para tomar las riendas del proyecto cuando fuese necesario, y este no dudó ni un segundo en hacerlo.
Dejando detrás esta polémica, toca centrarse en un personaje original de dicha continuación. Este post no analizará la obra en su conjunto, sino al ilustre científico y ocultista que dio cobijo a la desdichada criatura. El hombre que dio una nueva oportunidad al hijo rechazado. Que lo trataba como a un igual, logrando que casi olvidara sus orígenes. Un hombre que, a la postre, haría recordar al ser que los peores monstruos pueden esconderse bajo la apariencia de personas amables y generosas.
Esta secuela arrancaba justo en el punto en que finalizaba la novela original, con un monstruo deseoso de acabar con su propia existencia, atormentado por las visiones de su padre. Tras un prólogo en el que asistíamos a la curiosa forma de vida por la que tan especial creación había optado, éramos conocedores de las intentonas de suicidio de ésta. Por avatares del destino – y sin que se sepan muy bien las razones – el protagonista sobrevivía a cada tentativa, obligándose a buscar formas más extremas de acabar con su desdicha. Mientras tanto, compartía sus reflexiones en voz alta con un Víctor que le echaba en cara sus pecados. Unas muertes que carcomían la conciencia de su hijo, y por las que sabía que debía pagar. Escaló durante horas hacia su ansiado final, abandonándose en brazos de un río de lava. Una tumba ardiente digna de los infernales males que había cometido. El ser no sintió dolor alguno, pero sí era consciente del tremendo calor. Así permaneció durante un periodo incierto.
Para su desgracia, su tumba ya enfriada sería encontrada por una expedición científica liderada por el doctor Samuel Ingles. Éste, impresionado ante el colosal hallazgo, precipitó su regreso a su mansión para estudiarlo en profundidad. El hombre – ya de edad venerable, con la parte superior de la cabeza despejada de pelo y con largo bigote – se preguntaba si aquel monumento de piedra era una suerte de tótem. Fantaseaba con la posible identidad de aquella figura, que quizá representase a una pretérita deidad pagana. Incluso se llegó a plantear si aquella masa sería la primera prueba fehaciente de la existencia de una raza perdida de gigantes. La verdad era mucho más sorprendente.
De forma accidental, el supuesto ídolo cayó al suelo, resquebrajando el magma solidificado que envolvía su secreto. El monstruo se movía de nuevo. Escuchaba, respirada, se erguía con cuidado. Mientras tanto, su libertador no salía de su asombro. Pero la sorpresa no se transformó en miedo, rechazo, violencia u odio. Aquel anciano estaba maravillado ante el despertar de aquel homúnculo surgido de la roca.
Así comenzó una relación de mutuo respeto, que trascendió a la simple cortesía. La inteligencia del ser bastó para que el médico, erudito y coleccionista lo cuidase. Como pago por su generosidad, la criatura desveló parte de sus orígenes. El nombre de Víctor Frankenstein no era desconocido para Samuel Ingles, pero la creación optó por no compartir todos los detalles que rodearon su nacimiento.
Aquel hombre no era un estudioso común, sino que era un virtuoso del conocimiento en general. Ninguna de las ciencias naturales le era indiferente, al igual que ocurría con las artes ocultas. Ingles estaba interesado en la alquimia, la magia y todo lo arcano. Su enorme morada estaba repleta de ejemplos que daban fe de ello. Fósiles, estatuas, momias e instrumentos científicos de todo tipo atiborraban cada rincón de algunas estancias. Pero lo que más impresionó a la criatura de Frankenstein fue la biblioteca del doctor, que el hombre puso a su entera disposición. Así, maestro y alumno compartieron lecciones charlas durante mucho tiempo. Sin embargo, había algo que causaba desazón al ser.
Samuel Ingles era especialista el cuidado y tratamiento de mujeres embarazadas. La confianza que sentía por su nuevo inquilino llegó hasta tal punto que compartió con él la mayor de sus obsesiones. Estaba convencido de que los fetos nonatos eran la clave de la longevidad y el rejuvenecimiento.
“Con emoción y orgullo obvios, me mostró su laboratorio de investigación y me habló con detalle acerca de algo llamado “regeneración de tejidos primitivos” y de sus éxitos en la extracción de “humores proteicos” de la sangre de fetos nonatos. El ingrediente principal, al parecer, en un compuesto que podría frenar el envejecimiento y permitir que los procesos naturales del cuerpo humano lo curaran de todas las enfermedades”.
Aquella investigación que rayaba en la pseudociencia no era fruto de la casualidad, sino del amor. El profesado por Ingles hacia Dolly, su esposa. Una mujer enferma de tisis que recibía periódicamente una dosis del elixir ideado por su marido. Para ello, Ingles debía mantener un surtido constante de fetos con los que experimentar y elaborar su preparado. Su invitado sabía que aquello no curaría a Dolly, pero el doctor aseguraba que había logrado frenar el avance de la tisis.
La pobre mujer permanecía en un estado intermedio entre la vida y la muerte, atada a este mundo de forma antinatural por una persona que la amaba incondicionalmente. Tanto que se volvió egoísta y peligroso. Ingles debía recurrir a métodos más radicales, pero el hijo de Frankenstein no era consciente del alcance de los mismos. Solo la partida de los muchos sirvientes del doctor le dio la pista necesaria.
Tras un primer – e incómodo – encuentro con Dolly, el ser atestiguó el verdadero estado de la enferma. Postrada en el laboratorio del doctor, la mujer yacía inerte. La criatura se culpaba de aquella muerte, sabedor del shock que había provocado a la anciana. Conmocionado y triste, sus demonios volvían a arrastrarle hacia la oscuridad. Pero el doctor acudió a consolarle. Aquella mujer – que todavía abría sus apagados ojos – se mantenía en un fino equilibrio entre los dos grandes misterios que suponían la vida y la muerte. Las esperanzas de Ingles residían en el perfeccionamiento de su elixir. Entre probetas, tubos de ensayo y recipientes de todo tipo, el científico intentaba explicar a su alumno que aquellos bebés nacidos muertos no eran suficiente para alcanzar su particular victoria frente al envejecimiento y la parca.
“La fruta más fresca ha de arrancarse cuando está más madura y esta vez así será. Crece incluso mientras hablamos”.
No era esa la primera vez que las palabras de su amigo despertaban las suspicacias del ser. Sabía que aquella jerga escondía un mal que estaba a punto de perpetrarse. Mientras Ingles despedía a sus sirvientes – con quienes el monstruo nunca tuvo contacto directo – con excusas, el hijo de Víctor pudo ver a una joven muchacha dentro de la casa. Fundido con las sombras, el enorme y antinatural ejemplar la observó y escuchó mientras el doctor trataba de tranquilizarla. La joven estaba embarazada y era la única moradora de la enorme casa, aparte de ellos. Ingles usó narcóticos para dormirla y llevarla a sus aposentos. Aquel bebé era el último ingrediente necesario para elaborar el supuesto remedio milagroso del doctor. Pretendía revivir a Dolly con él. Cuando el ser ató cabos, pensó en estrangular a su benefactor. Pero se contuvo. Debía actuar, pero no sabía cómo. ¿Sus dudas eran un reflejo de su humanidad, o eran un simple intento por alejar al monstruo que pensaba ser? Fuera una cosa u otra, aquella situación debía quedar resuelta antes o después.
Félix Ruiz H.
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