Los sueños en la casa de la bruja: El Hombre Negro

En estos primeros días de verano he vuelto a ver algunos de los capítulos de El Gabinete de las curiosidades de Guillermo del Toro. Con claros altibajos, la sensación general al terminar la temporada es la de oportunidad perdida. El ejemplo más claro es el episodio dedicado a uno de los cuentos más especiales de H. P. Lovecraft. Una combinación de brujería, leyendas y horror cósmico narrada con especial buen gusto y simplicidad. ¿Qué podría salir mal? Por suerte, ahí está el escrito original, todavía inadaptable de forma satisfactoria.

Pocos relatos del escritor de Providence me han producido tal sensación de malestar. Y no ha sido por ninguna de las razones que suelen aducirse cuando se analiza Los Sueños en la Casa de la Bruja (The Dreams in the Witch House, Weird Tales, julio de 1933). Sordo desde la adolescencia, los ratos de silencio son para este asistente momentos traicioneros. Muchas veces deseados, pero otras tantas repudiados. El motivo principal: las alucinaciones auditivas. Pocas cosas hay más perturbadoras que oír ruidos, golpes o susurros cuando se supone que se está en soledad, en un espacio tranquilo y sin audífonos que ayuden a suplir la falta del sentido auditivo. La falta de sueño ayuda mucho a que se produzca alguno de estos episodios, que por fortuna son siempre fugaces. La lectura en años de universidad de algunos de los ensayos del añorado Oliver Sacks me tranquilizó mucho respecto a esta suerte de sensibilidad tan curiosa.

Estoy seguro que casi todo el mundo, en mayor o menor medida, ha experimentado una sensación parecida estando a punto de caer en brazos del sueño o mientras espera una llamada, por ejemplo. Eso, en condiciones normales y sin que medien enfermedades de cualquier tipo o estados de conciencia alterados. Si todo eso se lleva al extremo presentado en el caso de Walter Gilman, solo puedo sentir cierto temor nervioso.

Un estado tan enajenado como el suyo llevaría a cualquier persona a enfermar de gravedad. Su obsesión por relacionar la física y las matemáticas con el folklore, unida a esa hipersensibilidad auditiva, las alucinaciones, el sonambulismo y la continua fiebre es un cóctel explosivo, imposible de sostener en el tiempo. Adentrarse en la antigua casa de la bruja Keziah Mason nunca fue buena idea. Mucho menos para alguien que ya había sido frenado en su ímpetu por estudiar manuscritos tan peligrosos como el Necronomicón y el Libro de Eibon. Cuando los profesores de la Universidad de Miskatonic aconsejan algo, es mejor hacerles caso.

Sin embargo, la atracción de Gilman por las leyendas que se contaban en torno a la bruja y a su particular demonio familiar – el monstruoso híbrido que todos llamaban Brown Jenkin – fue más fuerte que cualquier advertencia que el estudiante pudiera recibir. El desgraciado aprendería por las malas que no era buena idea jugar con lo que no se puede comprender. Brujería, sacrificios, Walpurgis... Nada podía compararse con el mal primordial que se escondía tras esas aparentes supercherías. El Hombre Negro acechaba en los pliegues dimensionales, deseoso de arrastrar a nuevas víctimas a sus insondables dominios.

Con el transcurrir de las páginas, Lovecraft iría introduciendo nuevo elementos en la trama, por otra parte recurrentes en el resto de su obra. Ya se ha mencionado la brujería, interés continuo del escritor durante casi toda su vida. La superstición casi enfermiza de algunos de los personajes secundarios – extranjeros, cómo no – sirve para intentar ofrecer a Gilman una tabla a la que aferrarse. Los objetos bendecidos o religiosos servían para repeler a la bruja Mason. Parece que, al fin y al cabo, Derleth no lo inventó todo en lo referente al maniqueísmo posterior de los Mitos. La alternativa a lo anterior era seguir hundiéndose en los vacíos interdimensionales en los que uno de los muchos avatares del dios Nyarlathotep esperaba con un formulario de consentimiento, un pacto que había de ser firmado con sangre.

La fijación de Gilman por Keziah Mason residía en el presunto conocimiento de la mujer de los inimaginables lugares que el estudiante visitaría siglos después, en sus sueños y alucinaciones. Las historias sobre la mujer contaban que había sido capaz de escapar de su cautiverio – en pleno siglo XVII – mediante símbolos desconocidos por sus contemporáneos, aprendidos en aquellos libros prohibidos que Walter había estudiado en Miskatonic. ¿Era cierto que la bruja había dejado rastros de esos incomprensibles patrones en las paredes de su celda? ¿Sería esa fuga la prueba de que el espacio-tiempo podía plegarse a voluntad?

En cuanto a los motivos por los que Walter había caído en el denostable estado resumido más arriba, está claro que estaba relacionado de forma íntima con el lugar que habitaba, al igual que con su predisposición para empaparse de todo lo que se contaba sobre el mismo. Esa habitación con una pared inclinada hacia dentro y con el techo torcido hacia abajo fue testigo de los oscuros ritos efectuados por Mason y Brown Jenkin. Si ellos habían vagado entre nuestro plano de la realidad y otras vorágines etéreas, no era de extrañar que hubiera quedado rastro de ello en aquel espacio. El desván sellado que había justo encima solo sumaba más misterio a la ecuación.

Y, de nuevo, la terrible presencia de los ruidos desagradables. La hipersensibilidad auditiva de Walter le pasó factura durante toda su estancia en la antigua morada de Keziah. Pisadas y arañazos eran el pan de cada día. Pero lo peor, sin duda, eran las ratas. Roían el extraño rincón anguloso cada noche. La abertura resultante sería una clave para descubrir el último secreto que escondía la casa, pero era tapada con celo por el alterado Gilman a diario.

Las ensoñaciones perturbadoras de Gilman, protagonizadas por maravillosas construcciones, dio paso a las subsiguientes apariciones en la habitación de la bruja y su familiar. Con ellas, más interrogantes mantillearon en la mente del protagonista. La conjunción de saberes científicos y prohibidos podrían convertirle en un viajero inmortal e intemporal. ¿No era ese el caso de la propia Keziah? Tanto la vieja como su demonio no habrían muerto en 1692, sino que continuaban visitando su antiguo hogar para dar continuidad a sus oscuras actividades.

Si el precio a pagar por vivir fuera de los efectos del paso del tiempo era convivir con la fiebre continua y las pesadillas, muchos firmarían sin dudar. Pero la extrañeza no dejaba de aumentar conforme transcurrían los meses. La vertiente cósmica del cuento entraba con fuerza con la ciudad bañada por tres soles o los seres redondeados y con cabezas en forma de estrella. Eran sueños preparatorios para lo que estaba por venir. Keziah Mason haría las veces de anfitriona en el encuentro con el Hombre Negro. No se trataba solo de un apodo, sino de una descripción tanto de la apariencia como de las vestiduras del enorme espécimen, rodeado de libros y de otras rarezas. El pacto debía ser firmado con sangre del propio Walter. Brown Jenkin sería quien la hiciese brotar a través de su muñeca, que mordió con rabia.

Aquellas desventuras no eran tan irreales como el estudiante de Miskatonic pensaba, pues tras cada regreso a la vigilia podía observar nuevos rastros materiales. Como el puño ensangrentado de su pijama, las marcas de los dedos del Hombre Negro en su cuello o una estatuilla idéntica a las que vio en la ciclópea y foránea ciudad. Sus episodios de sonambulismo eran la comidilla del resto de inquilinos de la casa, pero el propio interesado en probarlos no era capaz de hacerlo, a pesar de adecuar el terreno para obtener pruebas. Todo fue a peor con el secuestro de un niño, que Walter pudo ver pero no evitar en sus sueños. ¿O no eran simples pesadillas?

La noche de Walpurgis era cada vez más cercana, y aquel rapto era uno de los últimos preparativos para lo que quiera que la bruja y su demonio pretendían. Ambos querían sacrificar a ese inocente para complacer al Hombre Negro, y Gilman se vería abocado a sacrificar sus propios oídos para intentar salvarlo. Curiosa coincidencia. Podría ser visto incluso un consuelo, dadas las molestias que venía arrastrando durante los últimos meses.

Fuese o no así, lo cierto es que Walter logró repeler a Keziah y golpear al familiar, pero este último ya había obtenido sangre de la muñeca de su víctima. El esfuerzo había sido inútil y la ira de sus enemigos había alcanzado el límite. No había firmado el pacto con el Hombre Negro. Flaco premio, visto lo visto. Walter Gilman estaba a punto de morir, y nadie pudo hacer nada para ayudarle. Ni tan siquiera su compañero Frank Elwood, que tanto le había ayudado, pese a su escepticismo. Su pecho sería abierto y su corazón devorado por Brown Jenkin, dando paso al epílogo del cuento.

El techo de casa en la que moró Keziah Mason fue presa de un vendaval. El espacio sellado del desván quedó al descubierto, revelando otros horrores: el esqueleto antiguo de una anciana, rodeada de multitud de objetos y de muchos otros huesos, muchos de ellos pertenecientes a un número indeterminado de niños. Algunos de esos restos eran igual de antiguos que los de la anciana, pero otros eran muy recientes. Por último, la misma estancia resguardaba el esqueleto de un ser que debió ser estudiado en Miskatonic. Tenía cuerpo de rata, patas simiescas y un rostro similar al de un humano… ¿Ambos sirvientes del Hombre Negro estaban realmente muertos? ¿O todo era una farsa imposible de corroborar?

Pese a que Los Sueños en la Casa de la Bruja es una de las historias con mejor ritmo – y a la vez más simples en lo argumental – de cuantas escribió Lovecraft, no era de su agrado. Es por ello que transcurrió un año entre su escritura y su publicación. Esa animadversión fue alimentada por el propio August Derleth, quien luego pareció dar un volantazo cuando entregó el manuscrito a Fansworth Wright en 1933.

Sin duda, lo más interesante del relato es ese avatar de Nyarlathotep, ese Hombre Negro que imaginó a principios de la década de 1920 tras una terrible pesadilla. Tal como reveló en una carta escrita en 1921 a Reinhardt Kleiner, ese sueño comenzaba con una carta recibida de parte de Samuel Loveman:

No dejes de ver a Nyarlathotep si viene a Providence. Es horrible – más horrible de lo que te puedas imaginar – pero maravilloso. Te atrapa durante horas. Todavía tiemblo al recordar lo que me mostró.”

Con muchos nombres y caras diferentes dentro de los Mitos, su aspecto en Los Sueños en la Casa de la Bruja no es, como ya dije antes, el de un hombre de color negro, sino que era totalmente oscuro en sí mismo. Formado por pura negrura tanto en su físico, su vestimenta y su propio aura. Un mensajero del caos primigenio, quizá mano derecha del amorfo Azathoth, a quien visitaba en su ancestral encierro.

Si este Hombre Negro tenía verdadero interés en contar con Walter Gilman entre sus filas, poco podía hacer éste para no acabar como acabó. Un hombre de ciencia, con grandes saberes ocultos, no sería capaz de hacer frente a tal amenaza. Ni el humano más versado en ambos campos podría. Los seres que poblaban el inmenso cosmos siempre eran superiores, mientras las personas – y otras entidades menores o de similares posibilidades – somos simples marionetas en sus manos.


Félix Ruiz H.

Imagen de portada: Jens Heimdahl.




 

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