El cuarto perdido
La vida del irlandés de nacimiento y luego norteamericano nacionalizado Fitz James O´Brien (1828-1862) fue tan legendaria como efímera. A pesar de su repentina muerte, tuvo tiempo de legar una obra más que interesante y digna de ser estudiada en la posteridad. Su primera incursión en nuestro Gabinete ha sido causada por un cuento corto que podría ser enmarcado en la temática de “casas encantadas”. No es otro que El cuarto perdido (1860).
Cada ejemplar de El Club Diógenes de Valdemar es una joya en sí misma, y las razones para alabar cada uno de ellos son obvias para cualquier lector que se precie. En el caso particular de este asistente, voy leyendo esos libros a cuentagotas ya que, como muchos sabréis, están muy cotizados. Esa es la razón principal por la que intento hacerme con los lanzamientos más recientes en cuanto son publicados, como pasó con La mansión de las pesadillas. Antología de relatos sobre casas encantadas (2024).
Aficionados y expertos en el género encontrarán una selección de autores de lo más granado. Desde Algernon Blackwood a Sheridan Le Fanu, pasando por Robert Bloch, Ambrose Bierce, Howard Phillips Lovecraft o Edgar Allan Poe. Precisamente, el propio O’Brien nunca hubiera soñado con ver su firma en las mismas páginas que su probablemente idolatrado Poe, con quien compartió ciertos paralelismos vitales. Entre ellos, el de ser un rico heredero, aunque en su caso corrió mejor suerte que el desdichado escritor de Baltimore con John Allan. Como uno de sus primeros discípulos, seguro que estaría orgulloso.
En cuanto a la aportación de O’Brien a dicha antología, la misma se limita a El cuarto perdido. El mismo apareció por primera vez en una selección de siete cuentos que fue publicado de forma póstuma, en un volumen que fue compilado por su amigo William Winter en The Poems and Stories of Fitz James O’Brien, en el que además fueron añadidos recuerdos personales de los amigos y allegados que sobrevivieron al muerto durante la Guerra de Secesión.
La historia que el autor irlandés nos propuso y que me lanzo a resumir a continuación tiene varias lecturas posibles, aunque queda muy claro que lo sobrenatural está presente en cada rincón de la gran casa en la que habita el protagonista. Un personaje del que no sabemos nada. Su vida, edad, nombre u ocupación son un misterio, aunque se pueden hacer varias suposiciones al respecto. Mientras el ocioso hombre hace un rápido inventario de los bienes que tiene al alcance de su vista, dentro de las habitaciones que ocupa en una gran casona neoyorquina, describe cosas como su escudo de armas o una daga ceremonial que perteneció a cierto antepasado irlandés que llevó una vida moralmente cuestionable pero que poseía tierras. De ello se podría deducir cierta posición social, aunque O’Brien no ahonde en esta cuestión.
Por el contrario, en estos primeros compases del relato sí que se hace hincapié en el carácter solitario del personaje, en sus recuerdos y pérdidas. Aunque casi todo de forma liviana, sugiriendo más que afirmando. Hay un par de objetos a destacar, pues tendrán mucha importancia cuando se precipiten los acontecimientos. Uno de ellos es un piano que el hombre recibió hace años pero que no sabe tocar. Eso no fue impedimento para que un artista de gran prestigio le regalase una velada musical imposible de olvidar, con melancólicas pero poderosas melodías que quedaron grabadas a fuego en su memoria. El otro es una litografía que mostraba un roble espectral y solitario, a cuyos pies se hallaba un encapuchado que escondía sus facciones tras su capa. Ambos objetos tienen un efecto cautivador en su propietario, cuya narración pausada parece estar alentada por un estado alterado de conciencia.
Sumido en ese estado de vaguedad mental, y presa de un repentino deseo por tomar aire fresco en plena y calurosa noche, el hombre abandona sus aposentos en busca de la salida de la casa. Este es el momento que O’Brien aprovecha para describir la antigua casa. Todas las plantas de la misma estaban conectadas por una escalera circular, y era de suponer que había más habitantes en ella, pero el protagonista apenas se relacionada o veía a ningún otro mortal merodeando por sus interminables y lóbregos corredores. Tampoco mantenía contacto con el dueño de tan señorial y particular casa. Ni tan siquiera para hacer los pertinentes pagos por su estancia en ella, materia en la que mediaba cierto sirviente de ascendencia africana que despertaba un temor casi reverencial en el protagonista. También se hace mención a una doncella lúgubre, sin que la misma vuelva a hacer acto de presencia en lo que resta de historia.
Una vez en el jardín y sumido en una oscuridad tranquilizadora y silenciosa, una repentina sensación caló hondo en el hombre. Sentía que no estaba solo y estaba en lo cierto. Salida de la negrura de un inmenso ciprés, una figura pequeña y de facciones indetectables pidió fuego al paseante. Interrogado por su paseo nocturno, el habitante de la gran casa intentó mostrarse esquivo y cortante, pues la compañía de aquel extraño no le resultaba agradable. Ese sentimiento se agudizó cuando su interlocutor empezó a advertirle sobre los males que se escondían en el lugar. Sobre todo, sobre los otros habitantes de las distintas habitaciones.
“Oh, pero le importará. Debe importarle. Le diré lo que son. Son encantadores. Son demonios. Son caníbales. ¿Nunca se fijó en la comida que le servían? ¿Nunca oyó en la quietud de la noche pisadas apagadas y sobrenaturales deslizándose por los corredores, y manos furtivas girando el picaporte de su puerta? ¿No hay una influencia magnética que se pliega continuamente alrededor de usted cuando pasan a su lado y le producen un escalofrío por el cuerpo y el alma y un temblor gélido que ninguna luz del sol es capaz de espantar? ¡Oh, sí! ¡Sí que ha sentido todas esas cosas! ¡Lo sé!”
Este intrigante testigo pregonaba su enemistad hacia esos encantadores demoníacos, diciendo haber sido uno de ellos. Las repercusiones de esta conversación son del todo desconocidas, a tenor de lo poco que sabremos sobre estas entidades – si es que son reales – al final del relato.
Asustado ante tan peculiar e inesperado encuentro, el protagonista se precipitó se regreso a sus habitaciones, creyendo huir de perseguidores invisibles y sombríos. Todo para acabar con su frenética carrera frente a la puerta a sus habitaciones, que se abrieron de forma abrupta. El escenario descrito a continuación podría ser producto de una confusión o un delirio, pero lo sobrenatural parece sobresalir sobre el resto de posibles explicaciones. En primer lugar, la estancia estaba iluminada y ocupada por seis personas con atuendos y actitudes muy particulares. Tres hombres enmascarados y tres mujeres con vestidos sensuales que estaban recostados alrededor de la mesa – ahora vacía, cuando antes estaba llena de libros – que presidía el lugar. Por si fuera poco, los objetos descritos al principio del relato habían sido sustituidos por otros diferentes, aunque con un vago parecido y objetivo. Llaman con especial atención el órgano que hacía las veces del piano sin uso del protagonista y la escena que sustituía a la litografía que fascinaba a su dueño. Éste había dejado de ser una imagen inanimada, para convertirse en una “escena real a la misma escala, y con actores reales…”. Las personas presentes en la escena danzaban alrededor del tronco del árbol, entonando una canción salvaje.
Ante tal escenario, es lógico estar desconcertado, asustado y paralizado. Consciente de la conversación antes mantenida con el extraño del jardín, nuestro hombre trató de expulsar a los indeseados visitantes, logrando el efecto contrario. Los seis aparecidos reían a rabiar y decían ser los verdaderos moradores del lugar, aunque idearon un juego por divertimento, que de paso solucionaría el litigio recién comenzado. Todo debería resolverse con un juego de azar, en el que un dado repartiría fortuna o desgracia. Quien sacase un número mayor, se quedaría con las habitaciones, expulsando al perdedor para siempre. Ante cualquier atisbo de lógica, el asaltado acepta. Pero, por desgracia, su destino queda sellado cuando pierde la apuesta.
Una fuerza sobrehumana le expulsa de la estancia, en cuyas proximidades el desesperado y exaltado perdedor tuvo tiempo de ver como la escena volvía a mudar de apariencia y recobrar su anterior estado justo antes de que la puerta se cerrase a cal y canto. Aun peor. Cuando el hombre recobro cierta compostura, se horrorizó cuando fue incapaz de encontrar la puerta que llevaba cruzando a diario desde hacía mucho tiempo. Sus pertenencias y los recuerdos asociados a ellas habían desaparecido en un instante, como su nunca hubiesen estado allí. Presa del delirio, el desdichado se topa con el sirviente de la casa, que lejos de prestarle ayuda y comprensión, ríe de forma siniestra.
Esa fatídica noche, el personaje lo había perdido casi todo. Puede que incluso la cordura, pues su relato – hecho en primera persona – finaliza con la sentencia de que lleva buscando su habitación desde que todo aquello ocurrió, pero jamás ha logrado dar con él…
Félix Ruiz H.
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