Adelina: un cuento mesmerista ambientado en la Sevilla del siglo XIX

 


Muchos creen que el maestro aparece en la vida de su alumno cuando este último está preparado. Lo que quizá no sea tan fácil es dilucidar si esa figura ejercerá como una guía positiva, o por el contrario conducirá a su pupilo por una senda oscura e incluso peligrosa. Ese último es el caso de los dos protagonistas de Adelina, una leyenda fantástica publicada en 1866 por el casi olvidado Vicente Rubio y Díaz.

Escribía Ildefonso Salán Villasur en el prólogo de El esqueleto vivo y otros cuentos trastornados (Celeste Ediciones, 2001) que la mayoría de relatos recogidos en aquella antología poseía elementos cómicos insertos en ellos. A propósito o no, los diferentes autores que desfilaban por las páginas de dicha compilación utilizaron la ironía y el delirio para tratar asuntos que encajaban en el género fantástico. Toda una paradoja, pues fueros precisamente ellos, realistas o naturalistas, quienes más contribuyeron a que ese Romanticismo tardío perdurase en el tiempo, siendo posible rastrearlos hasta el presente.

Si bien es cierto que muchos de los exponentes reunidos en el libro rebosan sarcasmo y logran arrancar alguna que otra sonrisa cómplice y divertida en los lectores, hay honrosas excepciones. Todos se alejaron se los tópicos del tenebrismo y tiraron de tópicos vacuos y manidos cuando escribieron sobre lo sobrenatural pero, al menos, el creador de Adelina ideó una secuencia de acontecimientos que estremecen por su crudeza para con las víctimas del anciano villano. Sí, ese antagonista era un ocultista que se señalaba casi desde su primera aparición, aprovechándose de la ignorancia y el ímpetu del anónimo joven que anhelaba ser un músico de fama imperecedera, pero eso no resta fuerza a su crueldad. Pronto entenderéis el por qué.

En cuanto a Vicente Rubio y Díaz, la escueta biografía recogida por Ildefonso Salán dice que fue catedrático de Ciencias Aplicadas en la Escuela Industrial de Cádiz e “Individuo de la Sociedad de Amigos del País”, sea lo que sea eso. Nada más se sabe de su andadura vital, por desgracia. Como ha pasado con tantos otros, ha pasado al olvido casi absoluto, siendo el relato que hoy traemos al blog de lo poco que le ha sobrevivido. Aun a sabiendas de ese hecho, podría sentirse afortunado – si es que hemos de creer en alguna suerte de conciencia individual sobreviviente al deceso – si supiese que casi siglo y medio después su nombre es leído en algún lugar. Ingente cantidad de artistas y creadores de todo tipo han corrido diferente suerte.

En cuanto a Adelina, no fue su primera incursión en los difusos terrenos que lindan con lo inexplicable, pues ya en 1860 publicó Estudios sobre la evocación de los espíritus, trabajo donde primero se burlaba de la credulidad de quienes aun creían en cualquier manifestación de supuesta vida ultramundana, para después justificar la existencia de esas mismas creencias. ¿A qué se debía esa inesperada defensa, si Rubio y Díaz decía que eran exaltaciones de la imaginación? Pues a su carácter serio y a la credulidad de los propios testigos, quienes por lo general se mostraban perplejos cuando describían los casos que vieron o experimentaron de alguna forma.

Hablando del relato en cuestión, poco de cómico encontraremos en él, como estamos a punto de comprobar. Solo hay un hecho, fortuito por otra parte, que desentona con el resto de la trama, y está directamente relacionado con la figura heroica en esta pugna entre el Bien y el Mal. Pero ya llegaremos a ese instante durante el breve resumen que sigue a continuación. Antes de ello, hemos de dejar constancia de los pasos que el infortunado protagonista siguió hasta dar con sus huesos en un encierro al que acudió por propia voluntad pero del que no podía escapar.

Adelina comenzaba con las andanzas de un estudiante universitario de último año que cursaba Derecho en la Universidad de Sevilla durante la década de 1840. Hijo de padres pobres, el joven se sentía muy desgraciado con el camino escogido, pues era la música lo que más añoraba y hacía vibrar su espíritu. Una afición que comenzó en su más tierna infancia pero que fue frenada por un matrimonio que puso en su hijo todas sus esperanzas de alcanzar una vida mejor y menos farragosa. A pesar de ello, el estudiante sin nombre memorizaba en secreto cualquier nueva composición que cayese en sus manos y tenía tratos con un almacenista de música que le permitía copiar óperas y demás partituras. Su biblioteca particular, sin embargo, nunca le permitiría alcanzar su sueño, que no era otro que poder mirar de igual a igual a Haydn, Mozart o Beethoven.

Entristecido ante una realidad y un futuro tan alejado de sus expectativas, el melancólico muchacho caminaba sin rumbo a orillas del Guadalquivir durante una noche del mes de abril. Alejándose del jolgorio y bullicio de una ciudad en plena efervescencia sonora, lamentaba su mala estrella a viva voz. Unas quejas que fueron escuchadas y contestadas por una voz seca y cascada, propiedad de un viejo “de rostro descarnado y pálido, escasa estatura, aspecto severo, traje negro y raído” que apareció de forma repentina. Ese señor, lejos de alabar a los geniales músicos que eran objeto de admiración del protagonista, los trataba con desdén. Según el advenedizo, ellos no recurrían a la verdadera música, sino que se limitaban a intentar copiar el arte de los tiempos primeros, ya olvidado, en los que esos sonido inspirados por la divinidad eran capaces de transformar la materia y el espíritu. La conversación continuó por esos derroteros hasta que la misteriosa figura reveló el propósito de su vida, ya casi alcanzado: la creación de una nueva escala musical que sustituiría a la hasta entonces conocida. Una nueva forma de excitar cualquier sentimiento humano hasta su máximo exponente. De esta forma, el nombre del anciano sería inmortal.

Pero temía no vivir lo suficiente para ver culminado el trabajo de toda su vida, de ahí que expresase su deseo de tomar a un aprendiz con el que compartir todos sus conocimientos. Y es ahí donde entraba el estudiante, candidato perfecto para el puesto a tenor de la secreta vigilancia a la que había sido sometido por el viejo. Quedando citados para un segundo encuentro, el joven sufrió terribles pesadillas que parecían anticipar lo que estaba por venir.

La siguiente noche marcó el verdadero inicio del calvario del futuro abogado, quien se aferró con todas sus fuerzas e ilusiones a la mano de un mentor siniestro pero que parecía muy seguro de todo cuando decía. Unas breves palabras entre ambos fueron suficientes para que el anciano condujese a su nuevo pupilo hasta su escondrijo, un edificio antiguo y ennegrecido que estaba situado a una legua de Sevilla. Aquel lugar, similar a una fortaleza de la Edad Media, escondía terribles secretos en su interior. Aunque, a pesar de las reticencias y suspicacias del protagonista, su benefactor supo engañarle el tiempo suficiente para tejer su trampa. Para ello, le condujo hasta una salita que guardaba una suerte de armario lleno de láminas metálicas de distintos tamaños, que no era otra cosa que un sorprendente instrumento musical. El mismo que guardaba la mitad del misterio tras el arte pregonado por el maestro. La otra mitad, sin embargo, fue la que terminó por convencer al muchacho de que estaba ante un verdadero prodigio. Adelina, una mujer muy joven y hermosa, hizo acto de presencia en la habitación y, animada por el anfitrión, cantó con tal pericia que colmó todas las esperanzas de su escaso público.

El viejo no habia ido de farol. El mueble musical, la partitura llena de extraños símbolos y la celestial voz de Adelina así lo demostraban. Pero el nuevo inquilino del edificio no estaba preparado para lo que iba a pasa a continuación. No supo ver a tiempo las señales que anticipaban que iba a dar con sus huesos en un presidio involuntario. Sí que detectó en la cantante una actitud demasiado pasiva, pero no hizo las pertinentes preguntas, y eso le condenó durante días. Engañado por su supuesto maestro, el chico se adentró en una estancia minúscula en la que fue encerrado. Él, que anhelaba ser un artista a la altura de los más grandes, sería el último sujeto de estudio de la malvada inteligencia que se escondía tras la fachada de un ya de por sí repulsivo hombre.

La fortaleza servía como base de operaciones y laboratorio de aquel estudioso de los sonidos sagrados. Los obtenía valiéndose de incautos con buenas cualidades musicales a los que prometía gloria eterna y a los que sometía a episodios de sonambulismo inducidos mediante drogas, durante los cuales creaba y escribía nuevas partituras “inspiradas por Dios”. Adelina era una iniciada en sus secretos, pero solo era otro instrumento más en manos de aquel viejo, que la mantenía dócil y servil gracias a las mismas malas artes. El estudiante de derecho sería sometido al mismo proceso que otros cuantos desgraciados experimentaron antes que él. Todos ellos murieron antes de alcanzar el punto culminante de las sesiones. Tras la ingesta de drogas y las posteriores sesiones dirigidas mediante toques magnéticos, la debilidad de los sujetos acababa por hacerlos desfallecer. ¿Era ese el destino que esperaba a esta última cobaya humana?

En este escenario de encierro y carestía, Adelina se convertiría en la última esperanza del preso. Un ángel protector. El último rayo de esperanza en una realidad que se había sumido en la oscuridad más absoluta. Los riesgos eran enormes, pero el premio era la libertad que el protagonista no valoró en su justa medida hasta que vio privado de ella.

El último acto de Adelina se asemeja a un juego del gato y el ratón, en el que hay cabida para una fatal confrontación y una desgracia involuntaria. Las crónicas sevillanas publicadas en los días siguientes se harían eco de los rumores que corrían en torno a aquel edificio abandonado y ruinoso, que podía esconder un último secreto guardado a buen recaudo dentro de un cofre. ¿Valdrían la pena todos los sacrificios realizados? ¿Aquella “música celestial” sobreviviría a su descubridor?

Este enfrentamiento entre dos fascinados por la música reviste connotaciones ocultistas, mesmeristas e incluso vampíricas. El objetivo del anciano era dominar las pasiones humanas a través del sonido. En última instancia, aquella nueva métrica y numeración podría doblegar la voluntad de cualquier persona y plegarla a los designios de quien moviese los hilos. Aunque cabría hacerse muchas preguntas – ¿y cuándo no las hay, si estamos ante un buen relato de misterio? – sobre el funcionamiento concreto del ingenio y sus posibles efectos sobre los potenciales oyentes, lo cierto es que estamos ante un cuento o leyenda muy bien hilada y escrita, en la que sus pocos personajes tienen un peso importante y motivaciones creíbles, siempre dentro del contexto fantástico en el que nos movemos. Nunca había leído una historia decimonónica española de este tipo, que me ha sorprendido para bien. Espero que este texto os anime a buscarlo y degustarlo como merece.


Félix Ruiz H.





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