Mater Morbi no quiere estar sola
Queridos aprendices, asistentes y curiosos. Bienvenidos a un nuevo post de nuestro Gabinete. Debo confesar que llevo días pensando cómo enfocar de forma correcta este texto. Tras deliberar mucho al respecto, he decidido que lo mejor es dejarme llevar. No es un asunto sencillo ni que deba tomarse a la ligera porque, a pesar de ser parte de la vida misma, la enfermedad es algo que no le gusta a nadie. Está ahí, dispuesta a arrastrarnos a su lado en contra de nuestra voluntad, pues ningún insensato se atrevería a abrazarla. ¿O sí?
Hacía mucho tiempo que deseaba leer el número 280 de Dylan Dog, que fue editado hace más de una década en nuestro país gracias a la ahora caída ECC Ediciones. Una empresa que no ha resultado nada sencilla. Por suerte, hace poco más de 15 días que un contacto me facilitó un ejemplar que devoré con ansia y he releído muchas veces. Tras unos días de asentamiento y maduración de ideas, es hora de poner negro sobre blanco y compartir estas impresiones con todo aquel que desee leerlas.
No descubriré nada a nadie si escribo que no se puede ser imparcial hacia determinados temas. Cualquier persona con un mínimo de empatía comprende que el sufrimiento asociado a la enfermedad es de las peores cosas que se pueden vivir. Más aun cuando se trata de cuadros crónicos que se dilatan mucho en el tiempo y para los que hay pocos o ningún remedio. Todos conocemos casos más o menos cercanos. En el peor de los casos, lo vivimos en nuestras propias carnes. Es el caso de Dylan Dog, quien allá por finales de 2009 fue puesto al límite por Roberto Recchioni y Massimo Carnevale, guionista y dibujante respectivamente de una historia en la que el detective de las pesadillas se daría de bruces con una terrible realidad: no estaría sano para siempre.
La idea nació de la mente del por entonces editor del personaje de Bonelli Mauro Marcheselli, quien confió en Recchioni para que la misma viera la luz en un momento en el que la eutanasia era un tema candente en suelo italiano, tal como se puede leer en los anexos del tomo especial editado en español. El guionista, que por aquel entonces enfermaba con facilidad, asumió el reto de demostrar que el playboy pícaro y valiente podía ser protagonista de narrativas maduras, potentes y actuales. A mi modesto entender, lo consiguió con creces.
Los artistas desnudaron a Dylan en todos los sentidos, estrujando al máximo su mente y su alma. Por el camino, lanzaron varias críticas nada veladas, por ejemplo, a un sistema sanitario en el que se priorizaba mantener vivos a los enfermos, a veces en contra de su propia voluntad. También a aquellos médicos e investigadores que, en aras de nuevos descubrimientos relacionados con terapias pioneras o enfermedades raras ponen su ego, fama y prestigio por encima de sus pacientes. Incluso tienen tiempo de atizar a la sociedad en general, y a las personas sanas en particular, por hacer – quizá de forma inconsciente e intuitiva – lo que suele: ver con condescendencia, incomprensión y temor a quienes pierden de forma progresiva la vida. En medio de esta vorágine de emociones, una terrible figura se alza: Mater Morbi, la madre de la enfermedad.
Recchioni y Carnevale diferían en el aspecto que debía mostrar la antagonista. El primero quería una figura seductora y más bella de lo que a priori debería ser, mientras el segundo prefería darle una fisonomía mucho más siniestra, a caballo entre las creaciones de H. R. Giger y los cenobitas de la saga Helrraiser. Prevaleció el criterio del guionista, algo que en mi caso ya sabía tras la anterior lectura de Mater Dolorosa, continuación directa de ésta y otras historias destacadas del detective de Craven Road que fue dibujada por Gigi Cavenago, quien respetó bastante la estética con la que Carnevale dotó a esta figura alegórica. Puede que los lectores hayan perdido la oportunidad de haber asistido a las interacciones de Dylan con una entidad grotesca hacia la que, a pesar de todo, se sentía atraído. Al final, Mater Morbi se acercó bastante al estándar de belleza femenina presente en la colección. Un pequeño lunar, aunque todo es debatible.
La trama de Mater Morbi cuenta con un fuerte componente onírico, que se vio muy potenciado en la secuela espiritual antes mencionada. La mitad de la trama se desarrolla mientras Dylan está sedado, lo que da pie a debatir cuánto pudo haber de real en su experiencia. En última instancia, sin embargo, no se puede dudar de la veracidad de la misma y su posterior peso y lugar en el canon del personaje. Y el motivo es el personaje de Vincent, quien reflejó la parte más descorazonadora de lo que sus artífices nos quisieron contar.
A su corta edad, el adolescente no recordaba haber estado sano jamás. Enfermo casi desde la cuna, su vida fue la de tantas personas que conviven con el aroma aséptico pero a la vez reconocible de las distintas dependencias de un hospital. Se sentía especial mientras aun era muy pequeño, pues sus dolencias le diferenciaban del resto. Alentado por las esperanzas de su madre y las de los doctores que se hacían cargo de su caso, mantuvo durante mucho tiempo la esperanza de llevar una vida considerada como normal. Pero la injusta verdad le arrojó en brazos de Mater Morbi, quien disfruta del dolor de aquellos que pasan años batallando por seguir en este mundo. Convertido en un juguete en manos de una especie de divinidad sin remordimientos, el joven Vincent se vio obligado a aceptar lo que era y saberse preso permanente, sin posibilidad de huir. En su “faceta espiritual”, haría las veces de guía, apoyo y – para sorpresa de muchos – mentor de Dylan dentro del terrible mundo de la madre de la enfermedad. Su frágil y castigado cuerpo albergaba más sapiencia de la que muchos acumularán en toda su vida. Sus consejos y razonamientos suponen lecciones muy valiosas, a pesar de ser dolorosas. Es curioso asistir a un desarrollo y arco de personaje tan rico y complejo en un espacio tan acotado. Sin duda, el mejor aporte de este número.
En cuanto al propio Dylan, por su boca y pluma encaramos el duro proceso que trae consigo la aparición repentina del malestar físico. En su plenitud, una masa anómala comienza a crecer en su interior, obligándolo a ponerse en manos de una eminencia en medicina. A través de diferentes pruebas e intervenciones, su estado empeora hasta el punto de estar al borde de la muerte, en cuidados intensivos. Las diferentes fases de su ingreso hospitalario derivan en una mayor sensación de soledad y abandono, mientras se dan un par de tramas paralelas. Una que se desarrolla en el plano onírico y simbólico, y otra de menor peso que tiene como protagonistas al doctor Vonnegut y a Harker, uno de sus ayudantes. En esta última es en la Recchioni plasmó las posturas enfrentadas en cuanto al trato con el paciente se refiere, con Vonnegut tratando por todos los medios de atar a la vida a Dylan y Harker abogando por no hacerle sufrir más de lo necesario, a sabiendas de que las posibilidades de recuperación eran casi nulas.
Juramento hipocrático aparte, el discurso del doctor planteaba dobles lecturas, pues no solo abogaba a su obligación como profesional, sino a la voluntad divina. La religión y la ciencia, en este caso abrazadas. Pues donde la segunda se mostraba impotente, quizá la primera sería capaz de obrar milagros. O puede que no, y el doctor fuese ingenuo ante las pequeñas victorias que Mater Morbi concedía de vez en cuando. Si era o no consciente de estas concesiones, eso queda en manos de los lectores.
Volviendo a Dylan, sus reflexiones sobre la postura de la sociedad hacia la enfermedad y los enfermos son muy capaces de calar hondo en la psique del lector. Cara a cara ante su hipotética muerte, el otrora agente de Scotland Yard comprueba de primera mano lo que es saberse incapaz de controlar el devenir de los acontecimientos y dejar su destino en manos de otros. Por desgracia para él, las manos en las que cae no son las más adecuadas. La consumición de su cuerpo y su espíritu logran que su escasa fe hacia la medicina caiga en barrena. Se siente deshumanizado, casi como una máquina estropeada que ha de ser reparada o desechada. Hipocondríaco por naturaleza, su percepción de aquellos que en teoría deben cuidarle se distorsiona hasta tal punto que es incapaz de visualizarlos normalmente, sino como personas con rasgos alterados e inquietantes. Carnevale, que reconoció no saber muy bien cómo dibujar al propio detective, obró de forma magistral con los diferentes médicos, enfermeros o celadores que desfilan a lo largo de las páginas, plasmando esta particular forma de Dylan de relacionarse con estos cuidadores. Esta progresiva desfiguración afectó incluso al propio entorno hospitalario, con inspiraciones directas en el cine del recientemente fallecido David Lynch o los demenciales entornos de Silent Hill 2.
Su estancia en el reino de Mater Morbi tampoco está exenta de horrores. Guiado por Vincent, quien le conciencia sobre lo que debe enfrentar, Dylan es testigo directo del hambre sin límites de su rival. La entidad, que toma la forma de una voluptuosa fémina, desea saborear su sufrimiento durante el máximo tiempo posible, y para ello se vale de todas las herramientas a su alcance. Las mismas van desde la persuasión hasta el uso de sus huestes, unas monstruosas criaturas a las que denomina – de forma tristemente acertada – como tormentos. Aquellos que caen en sus redes se convierten en los frutos del árbol de la consunción, un emplazamiento donde solo caben el dolor y la desesperación y en el que ambos crecen en la misma medida en que lo hace la resistencia del preso. Una de las únicas formas de sobrellevar el castigo es la resignación, aunque en principio sea algo inasumible. Como decía al principio, la enfermedad es algo que no le gusta a nadie. El instinto primitivo dicta que lo mejor o lo más inteligente es huir, aunque no haya una vía de escape a la vista.
Precisamente, ese lógico y humano rechazo a los efectos de la acción de Mater Morbi se convierte en el leitmotiv de esa alegoría. Como el propio Dylan se atreve a decirle, la muerte o la guerra son adoradas e incluso homenajeadas con canciones y poemas, mientras la enfermedad no cuenta con ningún seguidor. “Hay personas dispuestas a morir con tal de no conocerte”. Es una de las varias frases certeras que el protagonista lanza durante las varias conversaciones que mantiene con su captora, que tiene sus propios demonios. Pues, a pesar de su influencia y omnipresencia, no puede aceptar el hecho de encontrarse sola. Nadie quiere estar a su lado. Nadie en sano juicio la amaría, así que trata a su compañía con ira y resentimiento. Los enfermos son juguetes en sus manos, y hace con ellos lo que quiere y cuando quiere. Caprichosa y voluble, solo busca a alguien que la acepte más allá de las promesas de temporales mejorías. Para su sorpresa, encontrará la respuesta a sus plegarias en la resignación de un hombre rebelde y la admirable entereza de un adolescente obligado a madurar mucho antes de tiempo…
Cuestiones tan complicadas como las tratadas en Mater Morbi requieren un tacto máximo, por lo que os imploro que no las toméis a la ligera y huyáis de los argumentos simplistas y falaces de quienes defienden los extremos sin tener en cuenta toda la gama de grises que existen. Ante la oportunidad de leer el tomo – si es que no lo conocéis – no dudad ni un segundo: dadle una oportunidad. Es de esas lecturas que dejan poso.
Para finalizar, y con vuestro permiso, haré mías unas palabras del propio Dylan que resumen mi postura frente a uno de los temas básicos de la obra, sin buscar con ello más polémica:
“Personalmente, estoy convencido de que aquel que está en posesión de sus facultades mentales debe ser dueño de su destino… ¡Especialmente si ese destino está sembrado de atroces sufrimientos!”.
Félix Ruiz H.
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