El manuscrito del profesor Wittembach
El nuevo año ha llegado con fuerza y lleno de nuevas lecturas a las que sacar todo el jugo posible. Aunque Drácula ha copado buena parte de mi tiempo como lector, he tenido tiempo para hacer caso a los consejos de Alberto López Aroca y leer a Prosper Merimée sin prejuicios y despacio, hasta en tres ocasiones. Con ello, he logrado sacar dos cosas en claro: el autor era un oasis en el desierto, y la historia está más relacionada con la creación de Stoker de lo que parece a simple vista.
No me avergüenza decir que no sabía nada sobre Lokis – título por el que suele ser conocido este relato – ni sobre su autor hasta que Alberto me lo envió. Siendo el primer número de su nueva y flamante Colección Lente de Diamante, este pequeño tomo ha sido un autorregalo de Navidad. Caprichos que uno no puede dejar escapar a la ligera. A medio caballo entre el cuento largo y la novela corta, El manuscrito del profesor Wittembach nos lleva de la mano hasta lejanos parajes lituanos, donde los lectores podrán ser testigos de unos eventos muy llamativos. Siguiendo los pasos de un profesor de lingüística comparada, llegaremos hasta el castillo de Medintiltas, donde un joven conde con una vida aparentemente mundana, esconde secretos que pueden ser objeto de debate. Para bien o para mal, el autor no se pronuncia ni decanta por unas u otras explicaciones, habiendo indicios que respaldan cualquiera de ellas. Ese es uno de los motivos por los que me encuentro escribiendo estas líneas. Pero antes de tomar los mismos senderos que Wittembach, detengámonos a contextualizar tanto a Merimée como a esta publicación.
Para ello, qué mejor que recurrir al añorado maestro Rafael Llopis y su clásico ensayo Historia natural de los cuentos de miedo, volumen del que conservo un ejemplar y que es uno de mis libros de cabecera, habiendo motivos de sobra para ello. Al hablar de la literatura fantástica francesa, Llopis señalaba de forma directa a varios precursores: Jacques Cazotte, el Marqués de Sade y, sobre todo, a Charles Nodier (1780-1844). Este tenía un punto humorístico y feérico que exhibió en El hada de las migajas, y otro macabro y terrorífico, que es patente en Lord Ruthven o en Infernaliana. Estas capas, denominadas blanca y negra, no se movían al mismo nivel. Me explico. La sensibilidad del público de su época no estaba preparada para abrazar del mismo modo la faceta “negra” de Nodier, teniendo predilección por la “blanca”. Por ello, la primera era en cierta forma ocultada y escondida en el anonimato.
Fue él quien introdujo la novela gótica inglesa en suelo francés, a pesar del miedo a la censura o la prohibición. Sin embargo, esto no coartó la creatividad de Nodier que, a falta de contar con material autóctono, tuvo que recurrir en gran medida a tradiciones y leyendas de otros pueblos. Ahí estaba el mismo Lord Ruthven, que no es otro que el vampiro del inglés Polidori, o las leyendas de países eslavos y germánicos que tomó como referencia para Infernaliana como para el propio Lokis. Otros de sus cuentos se situaban en Italia, Grecia o España, a imitación de los románticos nórdicos. Fueron sus contribuciones las que propiciaron que Francia se llenase de novelas negras, aunque algunas fuesen escritas por foráneos como el conde polaco Jan Potocki (Manuscrito encontrado en Zaragoza) y el inglés William Beckford (Vathek).
En L’art et la littérature fantastiques, Louis Vax hablaba de otro romántico francés que quiso erigirse en autor de cuentos de terror. Este era Teophile Gautier, autor de La muerta enamorada, que combinaba elementos sensuales y satanistas. En esa misma categoría se podría incluir a Gérard de Nerva, con obras como La mano encantada o El monstruo verde. En cuanto a los posrománticos franceses, se podría mencionar a Honoré de Balzac, que tuvo su propia “época negra” con cuentos como La obra maestra desconocida o El elixir de la larga vida. Pero el posromántico francés más destacado en lo que a la materia de la literatura de terror se refiere fue Prosper Merimée (1803-1870), en los que se funden las que Llopis denominaba “raíces blanca y negra”. Esta unión se tradujo se elementos que luego serían típicos en la época victoriana: terror y humorismo, fantasía y surrealismo. Todo a partes iguales. Por desgracia, Merimée no se convirtió en un estándar para autores contemporáneos o futuros, sino que fue un oasis en el desierto, único en su contexto.
Escribió cuentos basados en leyendas eslavas sobre vampiros, como en La Guzla o en el propio El manuscrito del profesor Wittembach. Los escenarios retratados en sus cuentos son, como en otros de sus paisanos, extranjeros. Entre ellos podemos encontrar Italia, Lituania o España, por la que sentía una especial predilección.
Fue tal su importancia en la literatura fantástica francesa que hubo que esperar casi medio siglo para encontrar un exponente de peso, con la irrupción de Guy de Maupassant (1850-1893). Aunque había una diferencia fundamental entre ambos, y la misma se hace patente al analizar sus cuentos. En Merimée se describe a un protagonista normal, dotado de sentido común y capacidad analítica, que asiste y se expone a una serie de fenómenos de difícil explicación, a los que suele atribuir explicaciones racionales y mundanas. En Maupassant, sin embargo, ocurre todo lo contrario, pues el propio autor es un enfermo que expresa sus angustias existenciales a través de sus personajes.
López Aroca escribe en su introducción a la obra protagonista de este texto que la misma debería estar etiquetada y catalogada bajo el paraguas de la “ficción paganista”, al igual que muchas de los trabajos de Arthur Llewellyn Jones-Machen. Haciendo caso a Llopis, encontramos que Machen escribió durante mucho tiempo sobre terrores más antiguos y difusos que los fantasmas y enlutados del siglo XVII y XVIII, echando mano a las fuerzas elementales del mal o los poderes maléficos reflejados por las leyendas o cuentos de hadas. Los antiguos dioses y demonios a los que recurren Machen o Algernon Blackwood nos retrotraen hasta las vivencias arquetípicas, ante las cuales nuestro cerebro primitivo tiembla. Apelando al Mysterium tremendum, las zonas arcaicas de nuestra mente palidecen de terror ante el poder divino e intrínsecamente incomprensible.
Esas zonas de la mente arcaica son esencialmente mitopoyéticas, tal como escribía Llopis. Ignoran las metáforas y perciben ciertas experiencias de modo literal. Tal como señalaba Jung, “los arquetipos son formas típicas de aprehensión”. El arquetipo es vivencia y no imagen, pero esa vivencia desea tener forma porque es imagen en potencia. La literatura fantástica es una expresión de lo numinoso a un nivel estético ajeno a la creencia. Inaugurada por la figura del fantasma o el muerto, luego dio paso a terrores ancestrales o míticos.
En el caso de Machen, su fascinación por lo sobrenatural vino de la mano de sus prontas excursiones y observaciones de algunos túmulos arcaicos de su tierra galesa, como Twyn Barlwn. Sus vanos intentos por acabar sus estudios universitarios, unidos a su interés por el paganismo y su boda con una mujer rica, le permitieron dedicarse a lo que más le gustaba, que no era otra cosa que escribir.
A mediados de su treintena, en 1899, vivió una experiencia que nunca supo racionalizar y que nadie supo explicarle. Ni tan siquiera los miembros de la Golden Dawn, organización de la que fue miembro. Nunca explicó en detalle qué fue lo sucedido en aquel neblinoso evento, aunque intentó exorcizarlo en su novela A fragment of life, que retomó al menos en dos ocasiones pero que nunca finalizó de forma debida.
Ahora sí, volvamos a la historia narrada por el profesor Wittembach, que fue publicada por primera vez el 15 de septiembre de 1869 en la Revue des Deux Mondes, siendo la última que Merimée publicó en vida. No está protagonizada por ningún occult doctor, aunque su protagonista fue un académico que recorrió medio mundo haciendo pesquisas sobre el lenguaje. Precisamente, estas pesquisas fueron las que encaminaron sus pasos hasta el castillo de Medintiltas, propiedad del conde Miguel Szemioth, en cuya biblioteca presuponía que se encontraba cierto ejemplar semilegendario (el Catechismus Simogiticus)que serviría para hacer una correcta traducción de las sagradas escrituras al lituano. Como supervisor de esa futura traducción desde la localidad de Koenigsberg, era su deber estudiar el dialecto jmudo, esencial para hacer las pertinentes correcciones.
Lo que aconteció en Medintiltas y sus alrededores fue recogido por Wittembach en uno de sus diarios, correspondiente al año 1866, que posteriormente leería silenciosamente ante la presencia de Teodoro, a quien presumimos uno de sus sirvientes o alumnos. Tal era por entonces su dedicación al trabajo que aplazó su boda con Gertrudis Weber, a quien le dedicaba menos atenciones de las que merecía. Pero la carta de recomendación que llevaba bajo el brazo le abría las puertas del hogar del conde Miguel, que aceptó recibirle. La pertenencia del mismo a la fe evangélica, de la que Wittembach era pastor, seguro que supuso un motivo de peso.
Poco se nos narra sobre el periplo del profesor hasta Medintiltas, pero allí no fue recibido por el conde, sino por el mayordomo, que excusó la ausencia de su señor aduciendo a unas fuertes jaquecas que le sobrevenían de vez en cuando. Ante este infortunio, el profesor tendría la oportunidad de comer con el doctor Froeber, médico personal de la vieja condesa y madre de Miguel Szemioth.
Desde las ventanas de sus aposentos, Wittembach pudo observar algo inusual. Un carruaje hizo su llegada a las puertas del castillo. En él, una mujer enlutada permanecía atada por un cinturón, que solo le fue retirado cuando los caballos se detuvieron. Tres mujeres con atuendos similares a las de las labradoras lituanas bajaron a la señora y la introdujeron en el castillo, con muchos sirvientes como testigos mudos. Estaba claro que aquella escena era habitual para ellos, y estuvo orquestada por el doctor Froeber, tal como el profesor pudo deducir.
Es por ello que Wittembach no dudó en interrogar a Froeber en cuanto tuvo la oportunidad, cuando el doctor se presentó en la habitación del recién llegado. Como ya podía presuponerse, la condesa estaba loca de atar. Llevaba cerca de tres décadas en ese estado, desde antes incluso del nacimiento de su hijo. ¿El motivo? Su miedo irracional hacia los osos y el recuerdo de un terrible episodio que aconteció durante una de las muchas cacerías que su marido patrocinaba. Dos o tres días después de su boda, los flamantes condes se lanzaron a una de sus actividades favoritas, sin contar con la posibilidad de que la desgracia cayera sobre ellos. La misma tomó forma de enorme oso, que intentó secuestras a la condesa. Por suerte, la misma fuel salvada por el tiro afortunado del porta-arcabuz del conde. Herida e inconsciente, la dolencia mental de la mujer se hizo evidente en cuanto despertó. La razón la había abandonado, y ni siquiera el nacimiento de Miguel la ayudó a recuperarla. Ese miedo irracional llevó a la condesa a intentar matar a su bebé mientras que gritaba histérica que era una bestia. Esos gritos se dilatarían en el tiempo, y ni tan siquiera Froeber, quien llevaba dos años a su servicio exclusivo, conseguía mejorías duraderas.
Esa conversación entre médico y lingüista reveló algo más. El propio Miguel pasó por una experiencia parecida a la vivida por su madre. Hacía un año que una osa atacó con ferocidad al nuevo conde, que se hizo pasar por muerto para evitar males mayores.
Los eventos extraños continuaron en la primera noche del profesor en Medintiltas, cuando pudo ver a un hombre encaramado a un árbol cercano a la ventana de su habitación. Cuestionado por el asunto, el mayordomo rehusó contestar y restó importancia al hecho. Sería el propio Miguel Szemioth quien se revelaría como el inesperado rondador nocturno, haciendo gala de una actitud infantil y esquiva al tratar el asunto.
Aquel primer encuentro continuó con la narración de un viejo poema lituano y las primeras menciones a Juliana, una joven conocida de ambos y que despertaba cierto interés en el conde pese al carácter de la dama, coqueta y juguetona a la par que fría e impulsiva.
El pronto y feliz hallazgo del Catechismus Simogiticus fue muy pronto interrumpido por el deseo de Szemioth de cabalgar hasta un kapas – túmulo funerario lituano – muy célebre en el país. A regañadientes, Wittembach aceptó acompañar al conde, no sin antes comprobar que los perros parecían sentir cierta animadversión por el joven, algo desconcertado por ello.
Es este el tramo del cuento de Merimée donde entran en juego algunas tradiciones legendarias de esos lejanos lugares. La más destacada, sin duda, es la que tiene que ver con la denominada como matecznik, la gran matriz o fábrica de los seres. Un lugar escondido en lo más profundo del bosque al que se dirigían, donde se creía que existía una utopía en forma de reino animal que era gobernado mediante una república o algún tipo de reinado constitucional. En aquel lugar subsistirían animales que se creían ya perdidos, como los mamuts o los grandes uros. El propio Merimée ya había imaginado tal lugar en 1852, cuando dibujó L’Homme et la Nature.
El componente folklórico y surrealista de El manuscrito del profesor Wittembach continúan cuando ambos compañeros descendieron del kapas que visitaron y observaron la llegada de una vieja apoyada en un palo. Miguel Szemioth accedió a darle algún dinero, mientras el profesor insistía al mismo en la peligrosidad de ciertas setas que la mujer llevaba en su cesta. Los dos hombres se comunicaban en alemán, mientras la mujer solo entendía el dialecto propio de aquellas tierras. Enfadada, la mujer se negaba a soltar esas setas, nombrando para ello a cierto Pirkuns, nombre samogicio de la divinidad que los rusos llamaban Perune, el Júpiter Tonante de los eslavos. Este dios expresaba la actitud arrogante o autoritaria de alguien que lanzaba rayos como Júpiter-Zeus. El resto de dioses y todos los hombres le debían pleitesía, usando el poder de los rayos para hacerse obedecer.
Ante un ensalmo de la anciana, la cabeza de una serpiente emergió de entre sus setas, haciendo que el conde escupiese por encima de su hombro, para espantar aquellas supersticiones. Luego, Miguel preguntó a aquella misteriosa mujer sobre la leyenda del bosque, y la misma aseguró venir de allí. Al parecer, aquel reino imposible había perdido a su rey, y señaló de forma jocosa que el profesor podría encaminarse hacia él para reclamar el trono. Aunque el candidato ideal era Miguel, “pues tenía garras y dientes”. Aquella hechicera – o quizá adivina – le dio un último consejo a Szemioth: lo mejor era que buscase su lugar en la matecznik y alejarse de Dowghielly, ya que “la palomita blanca” no era para él.
La críptica descripción de la anciana se ajustaba como un guante a la sobrina de Madame Dowghiello, la joven Juliana. Ya se dijo anteriormente que el conde Miguel sentía cierto interés por ella. Tampoco era una desconocida para su acompañante en aquella pequeña aventura, pues el profesor y ella habían coincidido en varias reuniones sociales. Así que ambos, en contra del consejo de la desconocida, cabalgaron hasta Dowghielly, donde fueron recibidos por la alegre Juliana.
He aquí otro pequeño apunte mitológico. La muchacha dijo entre bromas que era una rosalka, tal como podemos leer en la traducción usada por López Aroca, que no es otra que la realizada por Alfredo Opisso y Viñas (1847-1924) para La Ilustración Ibérica en 1887. Una rosalka es, en palabras de la propia Juliana, una ninfa de las aguas. Al parecer, una de estas criaturas puede estar presente en cualquier charca, y tiene oscuras intenciones. Si consigue atraer lo suficiente a su víctima, la arrastrará hasta las profundidades para devorarla a su ritmo. En la propia mitología eslava podemos encontrar otras acepciones para este mismo término de “rosalka”. Además de ninfa del agua, podría asemejarse a una aparición fantasmal o a un súcubo. Cantaban y bailaban a medianoche para hechizar a aquellos incautos que considerasen hermosos. También se solía creer que el hecho de oír sus risas podría provocar la muerte instantánea. No tenían por qué ser intrínsecamente malvadas, pues podrían descansar en paz si sus muertes eran vengadas, pues a veces aparecían como resultado de la muerte de una joven cerca de un río o un lago.
Fuera de una u otra forma, la pobre Juliana no podría estar más equivocada con su convicción. Cierto es que logró engatusar al conde Szemioth con un baile tradicional. Precisamente una rosalka, un baile tradicional que las las jóvenes danzaban durante Pentecostés. Pero su destino no era arrastras al conde a las aguas profundas, ni transformar a una bestia en un bello príncipe. Sino todo lo contrario… Pero no nos adelantemos.
La velada se extendió entre caprichosos juegos y llegadas inesperadas, hasta bien entrada la noche. Durante la cena, el profesor mencionó su estancia en Sudamérica, donde en cierta ocasión estuvo obligado a sangrar a un caballo para beber su sangre y así sobrevivir. Lejos de imitar al resto de los presentes y mostrar su repulsa, Miguel se preguntaba por la opinión de Wittembach respecto al sabor del líquido vital.
Ambos dos tuvieron que compartir habitación dicha noche, Durante la misma, el profesor pudo observar con atención a su benefactor en Medintiltas, y cómo éste hablaba en sueños y mordisqueba su almohada. Un comportamiento que no dejó del todo tranquilo al cronista de este relato.
Unos días después, y tras varias charlas en las que Miguel interrogaba a Wittembach sobre la dualidad o duplicidad de la naturaleza humana, en la que emociones como el terror y la curiosidad podían convivir en algunas circunstancias. ¿La razón estaba siempre presente para dirigir los actos de cada individuo? El profesor no podía responder a estas preguntas, pero quedó impresionado ante las atenciones que el conde dedicaba a sus inquietudes filosóficas. Antes de despedirse y continuar con sus viajes de estudio, ya con el Catechismus Simogiticus en sus manos, el narrador de esta historia consultó al doctor Froeber sobre los episodios de sueños extraños que azotaban a Miguel. Su interlocutor le ofreció dos posibles explicaciones: o bien el conde había heredado cierta locura de su madre, que ya estaba en ese estado mientras estaba embarazada de él, o bien el conde necesitaba una bella dama con la que frenar esos impulsos primitivos.
Poco podía esperar Wittembach que recibiría una invitación nupcial solo dos meses después. Miguel y Juliana se casaban en Medintiltas, y querían que él oficiase su unión. La señora condesa no pudo reprimir otro de sus episodios de inestabilidad mental, señalando a su hijo mientras gritaba que era un oso. Un augurio que no gustó nada a alguno de los presentes, que cuchicheaban mientras la ceremonia se desarrollaba. Una vez acabada la misma y la posterior e interminable fiesta, todos los invitados durmieron en el lugar.
La mañana deparaba una sorpresa en la habitación principal, en la que nada se oía. Preocupados, un pequeño concilio formado por Madame Dowghiello, Froeber, el ayuda de cámara del conde y el propio Wittembach decidió irrumpir en el lugar a la fuerza, solo para ver con sus propios ojos una escena dantesca… Justo después, el prpfespr interrumpió de súbito su relato, para desgracia del sorprendido Teodoro. Sin explicaciones claras. Sin saber el motivo real de lo allí sucedido, y con la incertidumbre de conocer el destino de alguno de los desposados. Todo quedó en silencio, a instancias de las posibles interpretaciones que de todo lo narrado hagan los lectores. ¿Locura? ¿Quizá una maldición? ¿Un ataque perpetrado por un animal imposible y humanoide?
Escribí al principio que este relato guardaba ciertos paralelismos con la novela que Bram Stoker publicó treinta años después. Muchos de ellos pueden ser intuidos con la propia lectura de este cuento o de este texto, pero me temo que no hay espacio aquí para entrar en detalles. Quizá en otro momento y con otro medio. Finalizo estos párrafos con el proverbio lituano que Wittembach escribió en sus notas manuscritas:
Miszka su Lokiu, Abu du tokiu. Miguel con Lokis, ambos los mismos.
Félix Ruiz H.
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