El caso del doctor Iturbe
Queridos aprendices, asistentes y curiosos. Bienvenidos a un nuevo post de nuestro Gabinete. En esta ocasión traemos un relato de ciencia ficción de la denominada Edad de Plata española, que abarcó desde finales del siglo XIX hasta el inicio de la Guerra Civil. Esta etapa, si hemos de hacer caso al prólogo elaborado por el profesor Juan Herrero-Senés para Mundos al descubierto. Antología de la ciencia ficción de la Edad de Plata (1898-1936), fue nombrada así por José Carlos Mainer para asimilarla al mismo periodo de la cultura española, enmarcada en el Modernismo.
Según Herrero-Senés, la ciencia ficción fue un género de relevancia menor en esas décadas. Pero no por falta de ejemplos o autores, sino por su escasa visibilidad dentro de la producción literaria. A pesar de esta tesitura, que se unió a otros factores de corte sociológico, se señala a tres autores concretos que mantuvieron una producción en esta literatura de género sostenida en el tiempo: el periodista gerundense Nilo María Fabra (1843-1903), el militar y geógrafo José de Elola (a veces conocido con el pseudónimo de “Coronel Ignotus”, 1859-1933) y el ingeniero y profesor de contabilidad Jesús de Aragón (también conocido como “Capitán Sirius” o el “Julio Verne Español”, 1893-1973). Fueron los precursores de una gran saga de autores de bolsilibros y “libros a duro” que florecieron a partir de los años 50 del pasado siglo, siguiendo – tarde, como siempre ocurre en estos lares – con la moda del pulp norteamericano.
Dentro de la etapa marcada por el tomo mencionado arriba, Herrero-Senés destacaba que abundaban las incursiones, más que la dedicación dilatada en el tiempo a la ciencia ficción. De ahí que entre sus páginas aparezcan algunos autores de primer rango como Miguel de Unamuno con Mecanópolis (1913), Azorín con Los intelectuales (1928) o Santiago Ramón y Cajal con La vida en el año 6.000 (1973).
Abundaron los cuentos y las novelas cortas donde se discutían los límites de la ciencia y el rumbo de la nación española. Ante las nuevas realidades sociales y materiales, muchos de los escritores cuyos relatos aparecen compilados son cautelosos o pesimistas, ya que suponen que la situación empeoraría en los años venideros. Había desconfianza frente a lo nuevo y, por ello, desconocido. Es fácil distinguir un omnipresente miedo a la ruptura de reglas sociales establecidas y frente al comportamiento individual y colectivo subsiguiente a ese quiebre. El progreso traería consigo la pérdida de valores que se consideraban esenciales y las novedades científicas o las revoluciones sociales harían transgredir ciertas líneas rojas. Entre ellas, la posición de la cultura como repositorio humanístico. Por tanto, bastantes de estos autores contraponían ambos aspectos. No era una postura uniforme, pero sí bastante extendida. Parece que, un siglo después, no hemos cambiado tanto.
En medio de toda esta vorágine aparece el texto que hoy pretendo reseñar y compartir con vosotros, que no es otro que El caso del doctor Iturbe, publicado por primera vez en 1912. Fue escrito por el dramaturgo y novelista Rafael López de Haro (1876-1967), colaborador de muchas colecciones de novela corta que tuvo gran éxito gracias a sus historias sencillas y realistas, salpicadas de erotismo. Esto último, muy presente en este relato, como estáis a punto de comprobar. Dentro del género de la ciencia ficción, Herrero-Senés destacaba otra novela corta, En el cuerpo de una mujer (1918).
El caso del doctor Iturbe estuvo muy centrado en el mesmerismo, al igual que en otras cuestiones como el erotismo, el amor perdido, la transmigración de las almas o la reflexión sobre lo que nos hace humanos. Todo ello maridado bajo la premisa de un experimento vagamente explicado y que resulta desastroso para el protagonista, tanto que acaba sentenciado a muerte por garrote vil.
Imaginen los lectores a un científico de talla mundial, quizá el más importante de cuantos hayan vivido jamás. Sus proezas fueron de tal calibre que dieron al traste con cualquier tipo de cáncer concebible y con la gran mayoría de las enfermedades mentales que derivan en locura o neurosis. Un hombre todavía joven que prometía acabar con la tuberculosis a medio plazo y que, por si fuera poco, pretendía hacer claudicar a una de las pocas cosas que unen a cualquier ser vivo conocido: la mismísima muerte. Alguien así sería poco menos que una figura mesiánica, un rayo de esperanza tan potente que nada se atrevería a ensombrecerla. Con sus experimentos, Edmundo Iturbe lograría lo imposible, como ya había hecho antes.
Piensen ahora cómo sería la caída en desgracia de alguien de estas características. Solo un crimen del peor calibre podría dar al traste con una reputación sin mácula como la suya. Y ese crimen fue un doble asesinato: el de su mujer y el de su hijo recién nacido. Además, con unos agravantes muy graves, confesados por el propio Iturbe durante los interrogatorios previos al juicio. Uno de ellos fue el secuestro y encierro de su esposa durante un largo año en una finca privada. Otro fue el ensañamiento con el bebé, que fue asfixiado. Tanto juez como jurado no tuvieron más remedio que aplicar la pena máxima, tal como dictaban las leyes del momento. Todo, a pesar de que el debate social estaba servido y que buena parte de la opinión pública abogaba por exonerar al reo. ¿Quién se atrevería a ejecutar a la persona más brillante del mundo? ¿Un par de muertes valían más que los millones de vidas ya salvadas y las que restaban por salvaguardar?
De una forma u otra, el propio científico parecía no querer seguir viviendo y, tras dar veracidad a todos los indicios y dejar por escrito un testamento que no había de ser abierto hasta que abandonase este plano de existencia, fue sometido al terrible collar de hierro que habría de seccionar su columna vertebral.
Por último, compartan la sorpresa de todos los contemporáneos de Iturbe al conocer el contenido de ese testamento, escrito de forma precipitada en las horas previas a su deceso, y que se hizo público cuando el mismo fue irremediable. Ese legado dio fe de la ambigua moralidad del doctor, pero también del extraordinario resultado de su más transgresor experimento, aquel con el que intentó – y, en parte, consiguió – devolver la salud a su moribunda enamorada.
Tras unas parcas y confusas explicaciones sobre el supuesto poder del magnetismo animal para prevenir y curar cualquier tipo de desfase celular que conllevase la aparición del cáncer o de deterioros cognitivos cerebrales, Iturbe se lamentaba de la súbita aparición de la tuberculosis en Laura, su idolatrada mujer. Una esposa por la que suspiraba y por la que detuvo cualquier otra investigación en curso. Su estado era tan grave que decidió hacer un intento desesperado por salvar su vida. Para ello recurrió a Luisa, una joven paciente sin familia a la que había curado de una dolencia cardíaca y a la que, en compensación, pidió que sacrificase su honra.
Me explico. En resumen, el experimento magnetista del doctor consistía en un intercambio a tres bandas de cierto elemento líquido presente en la médula espinal, que había de ser activado mediante el deseo sexual, para así lograr el restablecimiento del normal funcionamiento de la salud del paciente. Era una “transfusión del amor”, como la llamaba Iturbe, posible gracias a una máquina que conectaba a las tres personas a través de sendos y minúsculos cables de platino que partían de unas finísimas agujas introducidas a través de las vértebras de cada participante.
Las aplicaciones a largo plazo de este ingenio eran revolucionarias. Si se alcanzaba con éxito el restablecimiento de la salud perdida del enfermo, el siguiente paso podría hacer prevalecer la juventud antes de que esta palideciese. Sería un paso intermedio y necesario para alcanzar el objetivo final y deseado por cualquier humano: permanecer siempre joven y fuerte, sin riesgo de morir prematuramente debido a causas naturales. Pero el genio entre genios no contaba con los efectos secundarios que iban a sucederse en un caudal lento pero incesante.
Volviendo al experimento en sí, el mismo partía de la base del deseo sexual. Esto era común en el pensador, que no miraba con malos ojos a Luisa, su antigua paciente. Era muy probable que esa atracción no fuese mutua, pues prevalecía en ella el agradecimiento, pero nada más. Puede que ello fuera del detonante de lo que habría de venir. Aunque ambos experimentaron durante un breve lapso de tiempo los efectos de la enfermedad de Laura, Luisa desfalleció de forma repentina. Iturbe comprobó con estupor que su ayudante había muerto. Sin embargo, su mujer había recobrado de forma parcial el aspecto saludable previo a la enfermedad. Tras unas cortas explicaciones a las autoridades, y dado el historial médico de Luisa, todo quedó cerrado como un episodio cardíaco severo y mortal.
Las sorpresas continuaron cuando el genio comprobó que, a pesar de que Laura había sanado, el experimento había ocasionado una serie de efectos regresivos en ella. Presentaba afasia, no parecía recordar nada de su vida anterior y, lo peor de todo, había desarrollado un salvajismo propio de homínidos anteriores al ser humano. Ante tal situación, Edmundo decidió trasladar a Laura a una finca privada que poseía lejos de la capital madrileña, donde intentaría esclarecer y subsanar lo ocurrido.
Intentando hacer uso de los métodos propios de las terapias hipnóticas y magnetistas, Iturbe intentó devolver a su esposa a su estado “normal”, encontrando solo hostilidad y rechazo. La mujer prefería vagar desnuda por los terrenos de la propiedad, actuando como una ninfa misteriosa e inescrutable. Dado que sus intentonas no eran exitosas, el hombre decidió ejercer como un sátiro para equipararse a la hembra y establecer una suerte de relación de superioridad hacia ella. Así lograba dos cosas: observar su casuística y volver a disfrutar de sus atenciones y su cuerpo. Como mencioné antes, es el deseo sexual, y no el amor, lo que más añoraba el ya difunto investigador.
Como producto de tales actividades, la salvaje Laura quedó embarazada, y el posterior parto obró otro pequeño e inesperado milagro: tras alumbrar, la mujer recuperó el habla y las costumbres propias de la gente civilizada. Pero no todo fue de color de rosa pues, a pesar de seguir teniendo el aspecto de la atractiva mujer, todo su mundo interior cambió radicalmente. Nada había en ella la Laura anterior a la aparición de la tuberculosis. Gustos, carácter, apetito sexual… Esa dejación también afectó al hijo varón de la pareja, que era despreciado por su madre. Lo más extraño de todo era que Laura comenzó a recordar cosas que no había vivido y a tratar a gentes que nunca había conocido.
Las sospechas de Iturbe comenzaron a esclarecerse cuando aquella extraña que estaba disfrazada con la piel de Laura introdujo en sus vidas a un antiguo pretendiente de Luisa, la joven que dio su vida en el experimento que lo inició todo. Aquel acercamiento cada vez mayor dio al traste con cualquier esperanza del científico por recuperar su anterior vida. De alguna forma que no terminaba de comprender, la muerte de Luisa había provocado que su psique se insertara en Laura, compartiendo un espacio por el que pugnaban y que finalmente habia sido conquistado por la primera, en detrimento de la segunda. El más terrible de los posibles derivados de aquella transfusión fue conocido por el protagonista de boca de la propia Luisa-Laura, quien le reveló la desgarradora realidad:
“Yo soy las dos y no soy ninguna. La vida de Luisa pasó a Laura; en Laura vive Luisa. Tu error ha consistido en no contar con la entidad inmanente y perdurable de cada vida. Lo cierto es la transmigración. Pasan las existencias de uno a otro cuerpo reencarnándose eternamente. Así es la sucesión de las generaciones. Así la repetición de tipos históricos. Tu invento sirve para provocar el paso de un momento prefijado entre cuerpos conocidos. No has hecho más. Mientras no he sido madre, estaban en mí las dos vidas de las dos que, como fuerzas iguales, se destruían. Por eso obraba irracionalmente. Ahora cesó la lucha. Tu Laura está virtualmente en el cuerpecillo de ese bebé que me odia al verme esposa tuya. ¿Lo comprendes, sabio? Yo, forma de Laura, vida de Luisa, amo al hombre que amé. Ya lo sabes, sabio.”
Tal transgresión del orden natural provocó un ataque de locura en el científico, que decidió envenenar a la mujer que surgió como resultado de su experimento. Pero no contaba con el carácter vengativo de aquella, que tuvo tiempo de asfixiar a su criatura antes de morir de forma definitiva. Sí, Iturbe mató por venganza a Luisa, pero no fue su mano la que cercenó la vida del infante, envase del alma de Laura.
De una forma u otra, el proceso que posibilitó esa sucesión de desgracias sería conocido por todos tras la ejecución del brillante – y, a la vez, tan sujeto a los deseos de la carne – Edmundo Iturbe. ¿Quién sabe qué ocurriría en ese hipotético futuro con sus pesquisas? ¿Se implementaría la compraventa de cuerpos humanos en los que alojar almas de gente enferma? Imaginación y ciencia ficción – con toques de pseudociencia – que, una vez más, parecen anticipar ciertos debates éticos de nuestros días. ¿Acaso no se pretende encontrar alguna forma de conservar nuestra psique en algún tipo de soporte digital? ¿O, mejor aun, nuestro ser en un cuerpo eternamente joven?
Félix Ruiz H.
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