John Thunstone: Thorne en el umbral
Est mea cunctorum terror vox daemoniorum (Mi voz es el terror de los demonios).
Si hay algo que admiro de Manly Wade Wellman es su capacidad para economizar en sus escritos sin que estos pierdan calidad. Su nombre ya ha aparecido varias veces en el corto recorrido de este rincón, pues ya hemos traído a algunos de sus personajes. Tanto en el caso del juez Keith Hilary Pursuivant como en el del intrépido Lee Cobbet, el autor muestra su buen hacer a la hora de definir perfectamente tanto a sus personajes como a las vicisitudes por las que han de pasar, sin tener que recurrir a multitud de páginas llenas de reflexiones y descripciones. Es de esos escritores que, a nuestro particular juicio, crea historias perfectamente comprensibles e interesantes sin dar rodeos. Eso no se convierte en una excepción con John Thunstone.
Corrían tiempos difíciles para Weird Tales. En plenos años cuarenta del pasado siglo y aun en plena II Guerra Mundial, la revista había perdido a varios de sus buques insignia. Lovecraft y Robert E. Howard ya había cruzado el umbral. Seabury Quinn, el que a la postre sería el mayor reclamo de la revista, espaciaba cada vez más sus participaciones. Y lo cierto es que no había una gran cartera de colaboradores que sacasen relatos adelante con la periodicidad que se demandaba. Pero en medio de esa crisis, hubo quienes dieron un paso al frente. Entre ellos, la figura de Wellman destacó rápidamente, pues en el lapso de tiempo entre principios de 1938 e inicios de 1948 fue capaz de nutrir a los lectores habituales de la cabecera de historias que fueron de su agrado. Es cierto que la era dorada de estas publicaciones estaba tocando a su fin y los cómics estaban a punto de dar el gran salto hacia adelante en lo que a ventas y fama se refiere, pero el natural de Kamundongo ayudó a que sus últimos estertores fueran memorables.
En esos años creo y publicó las historias cortas de Pursuivant y Thunstone, relacionándolos y a la vez diferenciándolos con maestría. En el caso del primero, se trataba más de un consultor y un personaje secundario que de un protagonista en sí. Antiguo estudiante de Yale y Oxford, sirvió en la inteligencia estadounidense durante la I Guerra Mundial, retirándose de la actividad en 1919. Era lo suficientemente rico para contar con un criado, y vivía su madurez en un pueblo apartado, a unas horas de Washington D.C., donde se situaba la acción de The Hairy Ones Shall Dance (Los Peludos Danzarán, febrero y marzo de 1938), aunque su corto ciclo abarcaba varios periodos de su vida. Era el último portador de la espada de plata de San Dunstan, una reliquia medieval que pudo haber sido forjada por el mismo santo o por sus primeros seguidores y cuya hoja tenía inscrito un versículo del capítulo 5 del libro bíblico de los Jueces: “Sic pereant omnes inimici tui” (Así perezcan todos tus enemigos). Con ella, disimulada en un bastón, se podía combatir con eficacia a multitud de seres sobrenaturales como vampiros y hombres lobo. Esta hoja sería heredada por otros personajes de en el futuro. Entre ellos, el propio John Thunstone.
En cuanto a éste, se trataba de un investigador de lo oculto que renegaba de cualquier capacidad especial que pudiese tener, pues no las poseía. Sus conocimientos se basaban en sus lecturas y en toda una red de colaboradores y conocidos que tenía a lo largo y ancho de Estados Unidos y de otras partes del mundo. Algunos de ellos eran muy conocidos, como el propio Pursuivant o el insigne Jules de Grandin, con quien se carteaba a menudo, mientras otros eran personajes anónimos pero influyentes en sus respectivos ámbitos. Era un tipo enorme y físicamente poderoso, cualidades que aunaba con una cierta frialdad hacia los demás y una envidiable determinación a la hora de afrontar peligros. A pesar de que era capaz de enfrentar a cualquier entidad maligna, estaba especializado en amenazas humanas. Asimismo, atesoraba un saber nada desdeñable sobre la licantropía. Aunque a lo largo de sus relatos obtuvo una residencia permanente, su día a día era bastante itinerante, siendo bastante habitual que se hospedase en hoteles mientras investigaba y resolvía casos.
Por lo general, Thunstone se mostraba abierto a todas las confesiones religiosas, siempre y cuando fuesen respetuosas con la vida y con aquellos que pensasen de forma diferente, aunque no se aferrase a ninguna en particular, al menos de forma clara. No era así cuando aquellos que las profesaban buscaban la dominación o el adoctrinamiento, o cuando tenían principios abiertamente perversos, como en el caso de algunos de sus enemigos recurrentes, como estamos a punto de ver.
El antagonismo dentro de su ciclo de historias y novelas se divide, especialmente, en dos: el hechicero Rowley Thorne y una raza similar a los humanos conocida como los shonokins. Aunque algunas de las historias más sugerentes de cuantas protagoniza nuestro personaje estaban acompañadas de estas antiguas y misteriosas criaturas – que decían ser los verdaderos gobernantes de Norteamérica –, la némesis de Thunstone era Thorne, cuya apariencia y capacidades estaban basadas en la figura de Aleister Crowley.
Ambos chocaron por primera vez en The Third Cry to Legba (La Tercera Invocación a Legba, noviembre de 1943), en el Club Samedi, en el que Thorne quería llevar a cabo una invocación prohibida para traer a nuestro mundo a una deidad que cumpliese sus deseos. Desde aquel primer lance – que a buen seguro que narraremos más adelante –, Wellman volvió a recurrir varias veces al hechicero, dotándolo paulatinamente de más recursos y haciendo de él una amenaza mayor, aunque siempre sujeta a unos deseos muy humanos: obtener riqueza y notoriedad, aunque para ello se valiese de las artes oscuras.
Lo que hoy nos interesa relatar es el choque que ambos mantuvieron en Thorne on the Threshold (Thorne en el Umbral, enero de 1945), momento en el cual la rivalidad de ambos ya había alcanzado el desarrollo suficiente para que se produjese un verdadero duelo a muerte. La inquina que Thorne sentía hacia Thunstone había alcanzado el punto de no retorno y el hechicero se había dedicado en cuerpo y alma a perfeccionar sus habilidades para poner punto y final a John. Ya no le bastaba con superarle, sino que se había convertido en un asunto personal. El investigador había logrado que le encerrasen en un psiquiátrico, y eso era más que lo que Rowley Thorne estaba dispuesto a perdonar.
El doctor Gallender, director del manicomio, recibió en su despacho al fornido Thorne, cuya cabeza afeitada y nariz aguileña dibujaban una faz amenazante. Era su entrevista final antes de recibir el alta tras un tiempo indeterminado de internamiento. Rowley dejó bastante claro que Gallender era su segundo objetivo a eliminar, solo por detrás de aquel que propició que diera con sus huesos entre aquellos muros: John Thunstone. El todavía paciente de la institución mental aseguraba que no era ningún loco, sino que había sido víctima de difamaciones y de una mala diagnosis. Sin embargo, consiguió aprovechar el tiempo lo mejor que pudo, pues había mejorado en algunos de sus trucos, declaración que intranquilizaba al psiquiatra.
Lejos de tirarse un farol, Thorne demostró cuánta verdad residía en sus palabras. Su cuerpo fue aumentando sus proporciones poco a poco ante la atónita mirada de Gallender, que oía la terrible voz de aquella monstruosidad dentro de su cabeza. Aquella alucinación – si es que de eso se trataba – acabó de repente, con el hechicero volviendo a la normalidad, tomando el documento donde se certificaba su alta clínica. Quizá fruto de la impresión, o puede que debido a alguna de sus artimañas, Gallender se desvaneció, quedando en un estado semejante al coma.
Thunstone había regresado a Nueva York tras un viaje al sur, y fue informado del estado del doctor por uno de los médicos internos del hospital. El enorme investigador llevaba consigo una autorización formal que le permitía visitar a Gallender. Se decía que John Thunstone siempre lograba los permisos necesarios para acceder a donde desease. Y esa vez no iba a ser distinta. Fue acompañado ante la presencia del director del manicomio, que apenas respondía a estímulos. Por suerte, pudo percibir la presencia de John y susurrar el nombre de Rowley Thorne.
Indagando un poco sobre la suerte de su enemigo, el interno antes mencionado reveló que éste había sido interrogado pero que no se encontraron pruebas en su contra, aunque dio a la policía una dirección en la que podrían encontrarle en caso de ser necesario. Extrañado por los síntomas que Gallender presentaba, el médico trató de sonsacar al detective, que no soltaba prenda. Aunque sí que dijo que aquella afección no se debía a ninguna enfermedad o ataque convencional. Thorne había obrado según sus malas costumbres, pero no quería condicionar las convicciones del muchacho.
Una vez de regreso en su hotel, Thunstone realizó un hallazgo que no le sorprendió ni lo más mínimo. Se trataba de un diminuto hueso blanco envuelto en un trozo de cadarzo rojo e introducido en la cerradura de su puerta. Lo retiró con mucho cuidado, reflexionando sobre qué tipo de ataque pretendía desatar contra él su rival. Una vez superado el obstáculo, llamó a uno de sus contactos en la policía para contrastar la dirección de Thorne en Nueva York. Justo después, el personal del hotel le hizo llegar un periódico que alguien había dejado para él en la recepción.
La concatenación de eventos que se estaban produciendo no eran fruto de la casualidad, sino que parecía obedecer a un plan bien meditado y orquestado. Era necesario seguir protegiéndose ante cualquier tipo de ataque, por lo que John roció el periódico con una buena dosis de sal. En la sección de anuncios por palabras había un anuncio que presentaba una suerte de espectáculo espiritista, en la misma dirección en la que residía Rowley Thorne.
John debía prepararse para su nuevo cara a cara con el hechicero. Escribió una carta con unas precisas instrucciones, por si no salía bien parado de su cita. Su destinatario era Jules de Grandin, residente en Huntington, New Jersey. Luego, rebuscó entre varios de sus objetos personales y se hizo con un relicario, del que extrajo una pequeña campanilla de plata, sobre cuya superficie estaban grabados los nombres de dos santos: Santa Cecilia y San Dunstan. Junto a los santos, podía leerse una diminuta frase en latín: Est mea cunctorum terror vox daemoniorum (Mi voz es el terror de los demonios). Aquella pieza aparentemente fabricada con una única pieza de metal sería clave para lograr el éxito.
En ese momento, la acción trasladaba a los lectores hasta la nueva guarida del pérfido Thorne, quien había convertido un apartamento en un suerte de club o salón de espectáculos en miniatura, pretendiendo además darle la apariencia exótica. Allí se reunía alrededor de medio centenar de almas, dispuestas a asistir al novedoso espectáculo promocionado en la prensa, previo pago de un dólar. Una joven asistente recibió a los asistentes, diciendo que era una médium y que demandaba la sinceridad de aquellas personas para poder seguir adelante con el show. Tras destapar a un par de infiltrados – un reportero sensacionalista y una señora que solo pretendía cotillear –, la bella chica presentó al verdadero anfitrión de la velada, el hechicero Rowley Thorne.
El hombre realizó el mismo truco que en el despacho de Gallender, atrayendo la atención de todos los que permanecían en su nueva residencia. Su tamaño no dejaba de aumentar, al mismo tiempo que sus facciones se desdibujaban y retorcían. La alucinación colectiva terminó con el hechicero, ya en estado aparentemente normal, en una esquina de la sala. Impresionados, los espectadores ya no dudaban de sus poderes, y bombardearon al exhausto Thorne con preguntas de difícil respuesta. Aquella era, según sentenció el hechicero, solo la primera de las muchas reuniones en las que recibiría con los brazos abiertos a sus adeptos. Pues eso era lo que realmente quería nuestro antagonista: seguidores que llenasen sus bolsillos y colmaran las necesidades de aquellas entidades a las que tanto debía. Sus poderes no se habían desarrollado solo por sus dotes innatas, sino que eran un regalo envenenado de demonios y demás seres malvados.
Una vez que todos los asistentes se marcharon, John Thunstone se hizo notar. Estuvo allí todo el tiempo, oyendo y callando, a la espera del momento propicio para enfrentar a Thorne. Impelido por el inesperado invitado, el dueño de aquel apartamento volvió a ejecutar su nuevo truco, aunque esta vez lo llevó mucho más allá. Mientras recitaba el nombre de varios demonios, agarró a su enemigo con sus enormes brazos, siendo sorprendido por la determinación de éste, que se aferró con fuerza a los mismos. Las entidades invocadas parecieron acudir a la llamada, cegando a Thunstone, que tuvo que recurrir a la campanilla de plata para salir de aquel aprieto.
El tintineo del artefacto resonó con una fuerza inusitada, ahogando los ruidos provocados por la caterva de demonios que se arremolinaban a su alrededor. El poder de la campanilla logró ahuyentar todo mal del lugar, incluido al propio Rowley Thorne, que se fue desvaneciendo hasta desaparecer definitivamente. Ante la atónita mirada de la joven que había presentado el show, el triunfante Thunstone afirmó que era la tercera vez que usaba la campanilla con éxito, y que le había sido entregada por un hombre santo al que ayudó tiempo atrás. En cuanto al destino del hechicero, él se encontraba en el umbral de un lugar diferente al que ellos ocupaban. Una dimensión o realidad paralela. No importaba. El caso es que se acercó demasiado al punto de no retorno, y había sido absorbido por ese otro lugar.
Una vez más, John salió indemne de una trampa mortal. Sin embargo, sabía que aquel no sería su último encuentro con Thorne, que siempre encontraban medios para regresar. Aunque esta vez lo tendría un poco más difícil. Con nuevas aventuras por venir y mayores peligros que afrontar, John Thunstone se marchó con tranquilidad y en silencio, como solía ser habitual en él…
Hasta aquí llega la narración de hoy. En estos momentos – noviembre de 2024 –, el ciclo de John Thunstone solo puede leerse en castellano en la edición de La Biblioteca del Laberinto, que compiló sus relatos cortos bajo el título de Magia de Thule. El personaje creador por Wellman protagonizó dos novelas que fueron escritas décadas después del fin de su primera andadura en Weird Tales: What Dreams May Come (1983) y The School of Darkness (1985). Hace pocos días que me interesé por la posibilidad de verlas editadas en nuestro idioma en el futuro. Y debo decir que hay esperanzas, aunque solo el tiempo – y el buen hacer de alguna editorial – lo dirá.
Félix Ruiz H.
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