El superviviente y la larga sombra del Conde d’Erlette
He de confesaros algo. Pocas veces leo un único libro en exclusividad. Suelo intercalar dos e incluso tres al mismo tiempo. Pueden ser novelas, antologías de relatos, ensayos o cómics, en diferentes combinaciones. La mayoría de las veces, una de esas lecturas es más relajada y espaciada. En las últimas semanas, se trata de la Narrativa completa de H. P. Lovecraft, de Plutón Ediciones, a la que vuelvo de forma recurrente. Mientras revisaba unos textos del número 6 de la revista Graphiclassic, un monográfico dedicado al autor de Providence, encontré unas referencias a libros citados y personajes llamativos a lo largo y ancho de su obra. Entre ellos, algunos referenciados en El superviviente (The Survivor). Sorpresa: la historia en cuestión no aparece en la narrativa de Lovecraft. De hecho, ni siquiera fue escrita por él, sino por Augusth Derleth. Fue una de esas “colaboraciones póstumas” que muchos ni tan siquiera separan del corpus original.
La enorme etiqueta de los Mitos de Cthulhu abarca multitud de obras, muchas de las cuales fueron escritas tras la muerte del atormentado Howard en 1937. Muchos fans advenedizos – y algunos bastante más veteranos – se adentran o profundizan en el denominado de forma tan manida “universo lovecraftiano” a través de productos derivados o inspirados directa o indirectamente por la figura de Lovecraft. Las posibilidades son cada vez más numerosas, debido sobre todo al uso abusivo de esta etiqueta en el cine, la literatura o los videojuegos. El marketing ha fagotizado todo esto como una especie de sello o marca personal, que provoca la aparición constante de productos de calidades muy variables. Sin embargo, hemos de tener presente que todo esto fue ideado y explotado por el Conde d’Erlette tras la muerte de su amigo.
No pienso aburrir al lector con párrafos y párrafos llenos de un argumentario enrevesado. No es este el espacio ni el objetivo del texto. No soy ningún experto en la literatura de Lovecraft ni en sus derivados. Pero sí que considero necesario ofrecer estos y algunos apuntes más antes de entrar al relato que me interesa abordar.
Los escritos de Lovecraft legaron el principio fundamental a partir del cual se desarrollaron los Mitos. Antaño, el mundo estaba poblado por razas que perdieron su lugar por culpa del uso de la magia negra, siendo exiliadas o expulsadas de nuestra realidad; pero permanecen vivas y dispuestas a recuperar terreno e influencia. Esta piedra fundacional ha sido desarrollada y extendida en diferentes direcciones, pero el esquema principal está contenido en algunas de las obras del propio autor. Sin embargo, hay un problema fundamental a la hora de abordar la cuestión: este ciclo literario nunca fue creado a propósito. Todo se basa en testimonios aislados, incompletos e intencionalmente ambiguos. Fue Derleth quien clasificó e interpretó a los seres cósmicos y demás criaturas y razas esbozadas por Howard, añadiendo elementos de su propia cosecha, para así construir una especie de lucha eterna entre dos bloques cambiantes de dioses que pivotaban entre el bien y el mal. Puro maniqueísmo, en definitiva.
La intención de homenajear a Lovecraft – y, por qué no decirlo, quizá sacar algún rédito extra de sus escritos – estuvo ahí desde el mismo momento de su fallecimiento. La historia es bien conocida. Donald Wandrei y Derleth reunieron algunos de estos escritos, pero se encontraron con un “no” rotundo de diferentes editoriales, escépticas ante el posible interés que podría despertar semejante antología. Por ello, fundaron Arkham House en 1939 y lanzaron El extraño y otros relatos (The Outsider and Others). Un par de años después llegó Alguien en la oscuridad (Someone in the Dark), una colección de relatos de terror firmados por Derleth. Pero el verdadero filón comenzó a ser algo productivo cuando August se lanzó a desarrollar relatos basados en fragmentos y notas de Howard, los cuales fueron publicados mayoritariamente en Weird Tales con la firma conjunta de “H.P. Lovecraft y August Derleth”. Esas fueron las polémicas “colaboraciones póstumas” que se han perpetuado hasta la actualidad, siendo a veces confundidas con las narraciones originales.
Es cierto que Lovecraft tenía notas, fragmentos e ideas para futuros relatos. Asimismo, en su ingente correspondencia dejó pistas, pero apenas dejó textos inconclusos. En este sentido, destaca El que acecha en el umbral, que nació a partir de un borrador de 1.200 palabras, para acabar siendo una novela de 50.000. Más que colaboraciones o expansiones, esta serie de historias nacieron fruto de la inspiración. Este extremo fue confirmado a posteriori por el propio Derleth en Myths About Lovecraft, publicado en 1949. De una forma u otra, quien en las cartas de Lovecraft era conocido como el Conde d’Erlette firmó dieciséis colaboraciones. Al menos, ese es el número que suele darse por bueno.
Entre ellas, y ahora sí, llegamos a El superviviente (The Survivor, julio de 1954), que en su momento leí en la edición de 2001 de La habitación cerrada y otros cuentos de terror, de Alianza Editorial. En dicho trabajo encontramos todos los tópicos de los Mitos: la sobreexposición de los Primigenios, los Arquetípicos o los Profundos, la mención de multitud de libros o grimorios reales y ficticios y personajes atractivos y misteriosos. Derleth no ahorró en ninguno de esos aspectos. En el primer apartado, como podréis imaginar, está buena parte de la caterva de entidades, razas e incluso cuidades. Cthulhu, Nyarlathotep, Shub-Niggurath, los Shantanks, Arkham, Innsmouth y demás. Todos condensados en unas pocas líneas, mientras el anticuario Alijah Atwood desentraña el secreto de la casa Charriere.
En cuanto a las menciones literarias, sí que me voy a extender algo más. Atwood ojeó legajos y notas dejados por el cirujano Jean-François Charriere en la casa que este habitó antes de su supuesta muerte. El batiburrillo de libros contenía algunos que deberían ser fácilmente reconocidos por los conocedores de estos asuntos. Pero, para quienes son nuevos, os haré un breve resumen. No los voy a mencionar todos, pero sí algunos de los más importantes. Las breves referencias a los mismos están extraídas de un texto de Juan Antonio Molina Foix, Libros citados en la obra de Lovecraft, en el citado número editado por la Asociación Cultural Graphiclassic.
Por ejemplo, por allí andaba Unausspreclichen Kulten, de Friedrich Wilhelm von Juntz, que asimismo era parte de la trama de Los sueños de la casa de la bruja. Robert E. Howard lo situó en una estantería dentro del relato The Children of the Night (Weird Tales, abril-mayo de 1931), renombrándolo como Nameless Cults o The Black Book. Derleth le dio el título en alemán.
El siguiente libro de la lista de Charriere era Cultes des Goules, del mismísimo Conde d’Erlette. Se trata de una invención de Robert Bloch que apareció por primera vez en The Grinning Ghoul (Weird Tales, junio de 1936), teniendo otras fugaces menciones en La sombra de otro tiempo y El asiduo de las tinieblas. Como ya hemos mencionado, Lovecraft llamaba de esta forma a Derleth en parte de su correspondencia. Esto ocurría porque August aseguraba ser descendiente del aristócrata francés Paul Henri d’Erlette, que tuvo un papel en The Adventure of the Six Silvers Spiders (dentro de The Memoirs of Solar Pons, 1951), aunque este tratamiento parece ser cosa del propio Lovecraft.
Por supuesto, no podían faltar a la cita los Manuscritos Pnakóticos, la primera obra imaginaria del ciclo de Lovecraft, que fue mencionado por vez primera en Polaris y luego en Los otros dioses, La búsqueda en sueños de la ignota Kadath, El que susurra en la oscuridad, En las montañas de la locura y El asiduo de las tinieblas.
De furtivis literarum notis, de Giovanni Battista della Porta, fue publicado en 1563 y también estaba en poder de Charriere. El volumen presentaba un método esteganográfico basado en tablas de letras. Lovecraft hizo uso de él en El horror de Dunwich.
La Daemonolatreia, de Remigius, fue citado en primer lugar en El ceremonial, pasándose posteriormente por El horror de Dunwich. Fue escrito por el demonólogo Nicolas Rémy, fiscal del Tribunal Supermo de Lorena, hacia 1595. Fue en la ciudad de Lyon, y se trató de un sustituto ideal para el Malleus Maleficarum, que muchos consideraban caduco en a finales del siglo XVI.
Para acabar con este punto, en esa colección halada por Atwood se escondía un volumen de De Vermis Mysteriis, escrito por Ludvig Prinn. La invención de Robert Bloch ya se ha pasado por el blog en alguna ocasión, y aquí vuelve a escena. Lovecraft tiró de él en The Shambler from the Stars, La sombra de otro tiempo y El asiduo de las tinieblas.
Por último, me lanzaré a hacer una breve narración de la trama del relato de Derleth, que comenzaba con una declaración de Atwood, quien no había vuelto a hablar o escribir del asunto de la casa Charriere desde que huyó de ella en 1930. Aquel lugar estaba en plena calle Benefit de Providence, como tantas otras cuyos rincones ocultaban los más terribles terrores de cualquiera de sus habitantes.
Cuando Atwood llegó a Rhode Island, de camino a Nueva Orleans, se sintió atraído por la casa Charriere, sobre la que circulaban rumores de todo tipo. Las malas lenguas aseguraban que estaba encantada, pero eso no espantó al anticuario, que sí que percibió en el lugar un halo especial. Transmitía, como él mismo aseguraba, “una poderosa sensación del paso de los siglos, pero de siglos muy anteriores a la propia edad de la casa”. El tiempo le daría la razón, al menos en parte.
Decidido a alquilarla, visitó primero a su amigo Gamwell, quien se hallaba muy enfermo. La viva animadversión de éste hacia la casa terminó por alentar a Atwood, quien estaba muy interesado por la historia de la construcción. Al parecer, la misma había sido habitada por un hombre llamado Charriere, un cirujano francés venido desde Quebec. Según Gamwell, el cirujano murió tres años antes, en 1927, según pudo saberse a través del Journal de Providence. Luego fue alquilada durante un corto período de tiempo por una familia, pero salieron rápidamente de ella debido a los malos olores y la humedad. La casa era una suerte de herencia familiar, donde hubo más de un Charriere desde hacía bastante tiempo, aunque el pobre enfermo no podía dar datos precisos. La firma de abogados que manejaba el asunto esperaba la aparición de un supuesto heredero que reclamase la propiedad.
Los abogados de Baker & Greenbaugh no pusieron muchas pegas a Artwood, quien se comprometió a no pasar más de seis meses en la casa Charriere. Era una casa de estilo Quebec, propia del siglo XVII, con dos plantas. La superior parecía no haber sido usada en mucho tiempo, mientras que en la inferior se hallaban un laboratorio y un despacho anexos que parecían haber sido abandonados recientemente y a la carrera, con su contenido casi sin alterar. ¿Los anteriores inquilinos no se adentraron en dichas habitaciones? ¿O puede que todo fuese producto de una limpieza a medio acabar?
Charriere no fue un cirujano corriente, y de ello se percató Atwood en cuanto comenzó a curiosear entre sus pertenencias. Dibujos fisiológicos muy enrevesados, de diferentes especies de lagartos modernos y ancestrales, llamaron la atención del anticuario. Los estudios de aquel hombre no eran corrientes, como tampoco lo era su lugar de reposo, pues estaba en el jardín trasero de la casa, junto a un viejo pozo. La lápida solo ofrecía el año de su muerte y los lugares en los que ejerció su profesión, pero no su fecha y lugar de nacimiento.
Unas consultas a algunos amigos y conocidos comenzaron a enredar la situación, pues había datos de un Jean-François Charriere nacido en Bayona en 1636, que luego apareció como estudiante en París hacia 1650 y como médico de guerra en la costa india desde 1674. En cuanto a Quebec, los datos más antiguos databan de 1691. Seis años después de ejercer allí, se le perdía la pista. Pero Atwood tenía claro que ese cirujano no podía ser el fallecido en 1927. En todo caso, este ancestro podría haber sido el primer habitante del lugar, que luego pasaría a manos de otros familiares con el mismo nombre. Pero he ahí otro gran rompecabezas, pues no constaba en Providence matrimonio ni nacimiento alguno que involucrase al apellido Charriere. La firma de abogados admitió que jamás vio a su cliente, y que todos los trámites se hacían mediante cartas. Gamwell le había informado mal, pues tampoco había constancia en el bufete de la existencia de heredero alguno, aunque se había realizado el pago de impuestos para mantener la casa en pie durante, al menos, las siguientes décadas.
Una nueva visita a su amigo moribundo ofreció una nueva perspectiva del enigma, pues Gamwell aseguraba que se había topado varias veces con Charriere a través de los años, y siempre le había visto como un anciano. Atwood achacaba esta confusión a la enfermedad y la senilidad de su contacto en la ciudad, pero había lagunas inexplicables en la trayectoria de la casa y la familia Charriere. Una vecina del lugar, con la que el anticuario habló poco después, aseguró que nadie podría permanecer mucho tiempo entre aquellas paredes, ya que tanto su antiguo habitante como el terreno en sí escondían un secreto terrible. Uno que ella no conocía completamente, pero que involucraba ruidos provenientes de la casa y del viejo pozo.
Atwood, durante su estancia en la casa, tuvo que dar la razón a los antiguos inquilinos, pues allí había un particular olor. Una mezcla de olores en el que predominaba el miasma despedido por la presencia de reptiles. Por si fuera poco, un extraño visitante se hacía notar durante las noches. Y su objetivo parecía ser el laboratorio abandonado del cirujano. En concreto, papeles en los que estaban recogidos las investigaciones del doctor. Atwood no pudo verlo bien en aquel primer encuentro, pero tuvo la sensación de que no era alguien corriente.
Este incidente hizo que el anticuario rebuscase entre aquellos papeles y libros, entre los cuales estaban todos los ya referenciados arriba, además de muchos otros. La naturaleza de los experimentos de Charriere estaban relacionados con la longevidad de los reptiles. A pesar de que no había nada preciso, sí que se sugerían procedimientos terribles que obedecían a un fin específico: alargar la vida de alguien. El posterior hallazgo de una libreta llena de anotaciones y dibujos convenció a Atwood de las intenciones del cirujano, que describía en esas páginas a seres humanos que estaban emparentados de alguna manera con antepasados saurios o batracios.
“La suma total del credo del doctor Charriere tenía como resultado la poderosa e hipotética convicción de que el ser humano podía, por medio de operaciones y otras prácticas tan extrañas como macabras, obtener algo de la longevidad de los saurios; que a la vida de de un hombre se le podía añadir tanto como siglo y medio, o quizá dos siglos”.
Estas y otras declaraciones dejaron algo en claro: el Jean-François Charriere del siglo XVII sobre el que el que el anticuario había indagado parecía ser el mismo que había muerto en la casa en 1927. ¿Imposible? No, según la experiencia del protagonista, que se topó con el intruso aquella misma noche, reafirmándose de todo lo anterior. Y más aún, pues el ser animalesco que pretendía llevarse la documentación del laboratorio no era otro que Charriere, que había dejado atrás buena parte de su apariencia y comportamiento humanos, siendo en aquel momento un híbrido antinatural con desconocidas intenciones. Por suerte, Atwood pudo defenderse con un arma de fuego, haciendo huir al reptil.
La curiosidad pudo con el miedo y con el incipiente incendio que empezaba a cebarse con la casa, y Atwood siguió el rastro dejado por el otrora cirujano hasta el viejo pozo, por el cual descendió. La tumba del doctor estaba conectada al pozo, y el horrendo ser entraba y salía de él a voluntad. Cuando el narrador corroboró este punto, el ocupante de aquel espacio subterráneo yacía muerto debido a las heridas provocadas por los proyectiles. La hibridación había dotado a Charriere de una longevidad antinatural, pero no le eximía de una muerte violenta.
La precipitada huida de Atwood y el voraz incendio taparon todas las posibles pruebas en su contra y el hipotético hallazgo de los restos tan particulares de Charriere. Era lo mejor para el mundo. Unas investigaciones como las llevadas adelante en aquella casa podrían suponer la proliferación de una raza nueva y terrible. Era posible que alguien más juntase las piezas necesarias para averiguar lo ocurrido, pero Atwood esperaba que no fuese así y que nadie descubriese que Charriere se había legado la casa así mismo y había fingido su muerte, para después volver a heredarla y continuar con su grotesca tarea...
Imagen de portada: portada de Weird Tales, julio de 1954, ilustrada por Harold S. De Lay.
Félix Ruiz H.
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