Sangre y ponzoña: el relato de Lemuel Rose


 “Fuisteis vosotros quienes nos invocasteis con vuestra guerra. El rugido de vuestros cañones nos despertó del silencioso sueño de nuestras tumbas. Todos derramasteis sangre. En aquel momento, éramos como sonámbulos, perdidos en nuestros antiguos recuerdos.”

El capitán mercante Demetrius Aischros siguió aquel innavegable canal durante más de sesenta kilómetros, maldiciendo su mala estrella. Los primeros tramos del camino habían sido amables. Había podido observar flores silvestres de vivos colores, granjas donde la normalidad parecía reinar y campos con abundante cosecha. Pero, a medida que se acercaba al lugar señalado para la singular reunión a la que había sido citado, comenzó a ver signos más evidentes de la triste realidad que reinaba en la Europa posterior a la I Guerra Mundial que tan repentinamente había cesado.

Improvisados refugios se levantaban aquí y allá en ambas orillas del canal, y personas harapientas le dedicaban miradas amenazadoras y ávidas. Quizá imaginaban que su mochila, lo único que portaba consigo en aquella larga caminata, estaba repleta de viandas que no probaban desde hacía más de año y medio. Aischros, con su rostro curtido por los mares y repleto de surcos y cicatrices, no se amilanó en ningún momento, mostrándose indiferente ante aquellos pobres desgraciados, que seguramente estarían marcados por el mal que despertó en el bosque de las Ardenas. Eso fue lo que le contó Henry, y Demetrius se veía incapaz de dudar de él. A esas alturas, ya había visto demasiado.

Las aguas del canal emanaban un hedor peor que el de las aguas negras de las alcantarillas. Era una mezcolanza de excrementos, putrescencia y muerte. Pero había algo más. Algo cuyo efluvio era desconocido incluso para alguien que conocía los peores escenarios imaginables. Esas aguas eran una fuente de maldad. La misma que se cebaba con la ciudad que ya se alzaba delante de él, y dentro del cual debía reunirse con su singular amigo.

El resto del camino fue igual de descorazonador. Un par de mequetrefes intentaron robarle. Solo eran un par de niños, que desistieron en cuanto vieron que el marinero no daba ni un paso atrás. Demetrius no encontró más acceso a la ciudad que un túnel desde el cual vio emerger una barca pilotada por un hombre larguirucho y decrépito y que parecía portar cajas de madera estiércol. Al verlas más de cerca, el capitán descubrió que se trataba de pila de cadáveres grisáceos que parecían querer escapar de sus precarias sepulturas. Una terrible visión que, por desgracia, estaba a la altura de las expectativas del caminante.

Donde una vez hubo conversaciones a viva voz, corrillos en cada rincón y calles repletas de mercaderes, ahora reinaban los susurros y las miradas de soslayo. La vida anterior, llena de color, energía y esperanza, había sido erradicada. Las vistas de aquel lugar podrían ser iguales a las de otras grandes capitales europeas, ahora sumidas en una batalla que no sabían afrontar. Si supiesen la verdad, la mayoría de las millones de almas que las habitaban abrazarían de buen grado la locura o, peor aun, la muerte.

Aischros dio por fin con la taberna que buscaba. Fue sencillo orientarse por aquellos barrios en los que apenas se había cruzado con gente, sin ni siquiera tener que esquivar a viandantes. El lugar, como el resto de la antaño fulgurante ciudad, era solo el espectro de lo que una vez fue. Allá donde una vez los artistas crearon nuevo mundos llenos de sonidos, colores y palabras o donde los viajeros disfrutaban de sonrisas, bailes y buena comida, ahora solo quedaba mugre y recelo. Porque sí, había unas cuantas personas en la taberna, pero casi todas ellas silenciosas, con piel apagada, aferradas a los recuerdos de tiempos más felices.

Aquel triste ambiente solo era distinto en una mesa ocupada por dos hombres a los que el marino no había visto jamás, pero que conservaban el color en las mejillas. Uno tenía aspecto caballeresco y agraciado, aunque tenía una hilera de quemaduras y cicatrices en el lado derecho del cuello y la deshecha oreja de ese lado. El otro era bajo, pelirrojo y de rasgos adustos; al igual que su compañero, tenía sus propias heridas: le faltaban una oreja y cuatro dedos.

Demetrius supo al instante que ellos eran los hombres que Henry mencionaba en la carta que llegó a sus manos diecinueve días atrás. Los tres tenían un nexo en común, y no era otro que lord Baltimore. Ambos desconocidos se presentaron. El caballero de la quemadura era Thomas Childress Junior, quien conocía a Henry desde siempre, pues ambos eran originarios de la isla de Trevelyan. Por su parte, el pelirrojo era el doctor Lemuel Rose, afamado cirujano que había amputado la pierna de Baltimore cuando éste llegó malherido al campamento militar cercano al bosque de las Ardenas.


Los tres tenían sus propias historias con aquel que les había citado allí, y ninguno sabía el motivo verdadero de aquella reunión. Sabían que debían esperar, y no tenían nada mejor que hacer salvo charlar e intercambiar experiencias y opiniones. Todos continuaban sanos, pese a haber visto muy de cerca los estragos causados por la plaga, y también sabían el motivo por el que la misma se desató en un primer momento. Otra cosa bien distinta era creer a pies juntillas en las palabras de su amigo en común, pero ninguno se permitía expresas sus dudas en voz alta. Tanto el caballero como el doctor habían experimentado la esquiva naturaleza de lo sobrenatural, por lo que nada que declarase Henry podía ser del todo inverosímil.

Lemuel Rose fuel primero en detallar su nexo con Baltimore. Fue en 1914, en los últimos días previos a la plaga. Una amplia llanura, en pleno claro del bosque de las Ardenas, había sido escenario de mutilaciones y muertes contadas por cientos. Semanas de fatiga y desgaste que se antojaban cruciales de cara a una posible victoria. Los mandos ordenaron a Henry que cruzara a tierra de nadie al frente de su pelotón, pero el lugar se convirtió en un matadero debido a una emboscada de los hesianos. Henry fue el único superviviente, pero pagó un alto precio.

A pesar de llevar muy pocas horas en el estado en que fue trasladado ante la presencia de Rose, la gangrena de su pierna herida era galopante. No hubo más remedio que amputar. Dos días después, entre lo que el doctor consideró en aquel momento como delirios, su paciente insistió en que el demonio había estado sobre él en el campo de batalla, y que había emponzoñado su pierna. La cosa no quedaba ahí, pues el soldado aseguraba que el mismo ser le había visitado en el hospital de campaña durante la noche.

Mientras permanecía en un estado de fuga, propio de quienes han combatido en guerras, Henry podía oír gritos en la lejanía. La agonía de los heridos rasgaban el tejido de sus sueños, en los que aun era un niño. Luchando por permanecer en la ilusión, fue el hedor a muerte lo que le trajo definitivamente de vuelta a la realidad de aquel fatídico 1914. Sin embargo, se sentía tan débil que apenas podía pasar unos minutos consciente. Entre cabezada y cabezada, cayó en la cuenta de que el improvisado hospital se había instalado en una iglesia. Pasó muy poco tiempo para que Henry se percatase de dónde radicaba su principal problema: su pierna izquierda le quemaba y dolía, pero no estaba. En su lugar, las almidonadas sábanas solo señalaban su inicio, pero un muñón ponía un antinatural freno a la extremidad. Un doctor pelirrojo se afanaba en hacer su trabajo lo mejor posible, mientras otro le aferraba lo hombros con todas sus fuerzas.

Rodeado de sangre, sudor, lágrimas, desesperación y muerte, Henry empezó a recordar lo ocurrido en el bosque. Las balas, el silencio, el planeo de las cometas que descendían en silencio… y el insano festín que aquellas monstruosas figuras se habían dado con los restos de sus camaradas muertos. Una de ellas se subió sobre él, dispuesta a darle el toque de gracia y alimentarse de él, como lo haría un carroñero. Pero, reuniendo sus últimas fuerzas, Henry había alcanzado una bayoneta y con ella cortó la cara del demonio alado. El ser chilló, y en su rabioso batir de alas regresó hasta la zona inferior del cuerpo del soldado, en el que exhaló su ponzoña. Fue eso, y no ningún proyectil proveniente de soldados enemigos, lo que provocó la amputación de su pierna.

Eran demasiadas emociones dolorosas en poco tiempo. Henry necesitaba descansar y dejar a un lado aquel dolor. Su cordura le iba en ello. Durmiendo a ratos, mientras se acostumbraba al dolor fantasmal, tuvo terribles pesadillas sobre el campo de batalla. Las caras de sus aliados muertos mostraban muecas imposibles, los soldados enemigos le encañonaban desde las trincheras y las cometas volaban. Pero él sabía que no eran juguetes infantiles, sino horrores alados y provistos de afiladas hileras de dientes, prestas a descender y alimentarse de la carne y las almas de los caídos.

Aquella noche, Baltimore abrió los ojos sin saber cuánto tiempo había transcurrido desde que vio al doctor pelirrojo cortar piel y hueso. Lo que antes eran gritos, ahora eran gemidos lastimeros. Notaba gusanos reptantes en su pierna amputada, y deseaba con todas sus fueras que el veneno del demonio alado no se hubiese extendido por el resto de su ser. Sin apenas fuerzas para moverse, el soldado volvió sus ojos hacia su izquierda, pues allí notaba una presencia que lo intranquilizaba.

Tenía la apariencia de un hombre, pero Henry sabía que solo era un disfraz. Era huesudo y de piel descolorida. Además, presentaba un tajo en el lado derecho de la cara, que abarcaba desde el mentón hasta la ceja. El ojo de esa mitad del rostro era una oquedad vacía. La sonrisa del ser era diabólica, y el olor a carne podrida que emanaba de sus ropajes oscuros y de su aliento solo dio a Henry la certeza que ya había abrazado: aquel que le observaba en silencio era la criatura alada a la que hirió en el claro del bosque. El recipiente era distinto, pero la esencia era la misma.

Si el intruso quería acabar con lo que empezó, Henry no lo impediría. Apenas podía mantenerse despierto, y una extraña serenidad se había apoderado de él. No podría volver a Trevelyan, a su casa familiar. Tampoco podría ver de nuevo a sus padres y a Helen, su adorable hermana. Pero lo que más lamentaba en aquellos momentos de extraña quietud era no poder abrazar a su amada Elowen. La pobre jamás sabría la verdad sobre lo ocurrido en aquella iglesia perdida en mitad de ninguna parte.

Sin embargo, la criatura no acababa con su agonía. Era tan fácil zanjar aquello que Henry no entendía el por qué de la demora. Puede que su acompañante estuviese paladeando el momento, sabedor de que la victoria era tan sencilla para él como el mero hecho de caminar. Pero el ser tenía otros planes para él, dirigiéndose al herido con un hilo de voz que helaría la sangre de cualquiera.

    - Debes recordar una cosa cuando salgas de aquí. Nos contentábamos con atacar a los muertos y a los moribundos, pero tú… Tú lo has convertido en una guerra entre nosotros.

Baltimore desfalleció. Lo siguiente que acertaba a recordar aconteció aquella misma noche. El monstruo alado disfrazado de hombre ya no estaba allí, pero la muerte continuaba pululando a sus anchas en la iglesia. En la oscuridad, un soldado herido caminaba tambaleante entre las improvisadas camas y mesas de operaciones. Su cabeza estaba envuelta en un apósito sanguinolento, y su piel era grisácea. Lo más intimidante era la mirada del soldado, tan falta de luz y vida que cualquiera juraría que se trataba de un muerto viviente o un redivivo falto de cualquier atisbo de emoción. En aquellos momentos, Henry no podía imaginar lo acertadas que eran sus impresiones…

Aischros y Childress miraban atentamente al doctor, que enmudeció tras relatar la historia que Baltimore le había contado hace tanto tiempo. Una historia que sus contertulios no conocían, pero que durante aquella velada complementarían con otros recuerdos. ¿Qué era aquello que su amigo en común había visto durante su estancia en la iglesia? En un sosegado debate, los tres estuvieron de acuerdo en algo: el soldado del final del relato era uno de los primeros enfermos de la plaga.

Lemuel Rose comenzó a ver a más personas con la misma sintomatología durante los días y las semanas siguientes, pero nunca tuvo la oportunidad de hablar con Henry de ello, pues sus ocupaciones eran muchas y su tiempo muy escaso. Su paciente se marchó y no supo más de él hasta mucho después. La enfermedad campaba a sus anchas desde entonces, pero solo mostraba su verdadera naturaleza cuando los enfermos morían y sus cuerpos eran velados o enterrados.

¿De verdad comenzó en el bosque de las Ardenas, con un simple soldado que acuchilló a un ser de pesadilla? Ninguno de los presentes podía asegurarlo, pero tampoco podían negarlo. 

 


Félix Ruiz H.

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