Jules de Grandin: El Amo Negro
...desafiando acero y pistolas, un huésped espectral; ¡Jamás le abatió bala alguna, como a cualquier mortal! Llegó la medianoche; del bosque salió una masa oscura, y al poco rato, devino en un guerrero, pintado y con plumas, bajo la luna marchando. “¡Sean brujas o espectros!”, clamó el capitán, “¡Al Maligno yo trato así!” Y, de su chaqueta, metió un botón de plata en la recámara del fusil.
Queridos aprendices, asistentes y curiosos, bienvenidos a un nuevo post de nuestro Gabinete. Con la novena entrada de este mes, regresamos a Harrisonville, en concreto hasta el 993 de la Avenida Susquehanna, residencia del doctor Trowbridge y de su eterno inquilino y mejor amigo, el también doctor Jules de Grandin. En esta ocasión, para rememorar una aventura de corte sobrenatural que cuenta con dos partes bien diferenciadas. El Amo Negro fue publicado en Weird Tales, en el número correspondiente a enero de 1929. En él, el talentoso Seabury Quinn obsequió a los lectores con un relato muy entretenido, que actualmente podemos leer en el segundo volumen de las aventuras completas de Jules de Grandin, editado por Barsoom. Tensión, misterio, acción y muerte que comenzaron, como suele ser habitual, con la visita de un desconocido a casa de Trowbridge.
Eric Balderson, hijo de un viejo conocido del anfitrión de aquella singular reunión, había encontrado unas hojas amarillentas entre las pertenencias de su recientemente fallecido padre. Un doctor rural que, mucho tiempo atrás, había atendido en sus últimos momentos a un viejo marino y que había anotado sus conversaciones con él. Como agradecimiento por sus atenciones, el moribundo legó al médico las indicaciones para llegar a un tesoro cuyo paradero desconocía con exactitud, pero que debía ser muy antiguo, pues llegó a sus ahora huesudas manos gracias a su abuelo.
El pergamino, elaborado con piel humana – tal como aseguró el observador De Grandin – pertenecía a un tal Richard Thompson, quien a su vez era sirviente de El Amo Negro, cuyo tesoro descansaba en diferentes lugares. Por suerte de nuestros protagonistas, la parte más sustanciosa del mismo parecía hallarse cerca, en el cementerio de una ermita local. El doctor Balderson jamás se atrevió a acercarse a aquellas riquezas, cosa que sí haría su hijo junto a los dos doctores más célebres de Harrisonville.
Eran fechas muy cercanas a Nochebuena, día en el que el hallazgo era más probable. Por suerte para los tres cazafortunas, la vieja iglesia de San David llevaba tiempo abandonada, y apenas había vigilancia en los alrededores, por lo que su internada en el cementerio colindante fue muy sencilla. Siguiendo las indicaciones de la – según en las propias palabras del pequeño francés – “execrable poesía” de Thompson, los doctores y su joven compañero observaron el alzamiento de un panel de piedra perteneciente a una anticuada cabina de piedra de época colonial, un mausoleo que escondía una estrecha escalera de mano.
El pasadizo acababa en una pared lisa, pero el tenaz francés encontró un resorte oculto que permitiría a los tres hombres seguir avanzando, siempre que esquivasen la mortal trampa que esperaba tras la abertura recientemente descubierta: un ingenio mecánico que funcionaba mediante poleas y agua, y que activaban un ancla tremendamente pesada y afilada como un hacha. Ninguna trampa iba a frenar el ímpetu de De Grandin, que sin embargo admiraba a quien hubiese construido tal mecanismo.
Siguiendo la narración de los acontecimientos, siempre narrados por el doctor Trowbridge, el reducido grupo llegó hasta una cámara inferior, donde descasaba un sarcófago de piedra, ornamentado con el célebre jolly roger y una raíz de madera reseca con forma de X. El ataúd escondía los restos de un hombre bajo y corpulento, aparentemente desnudo. Aquello extrañó a Trowbridge, que no esperaba la súbita reacción de su colega, que hundió las manos hasta los codos en el interior de aquel lecho. De allí salieron todo tipo de tesoros. Cadenas de oro recubiertas de piedras preciosas, monedas antiguas, lingotes marcadas con la efigie de Su Majestad Católica de España… Un botín que haría ricos a los tres hombres.
Un susto en forma de pequeña explosión de gas casi da al traste con los planes de los allí reunidos, que pudieron salir del lugar y llegar hasta la Avenida Susquehanna. Aquella misma noche, sin embargo, daría comienzo la segunda parte de este relato, cimentado en una serie de extraños asesinatos.
La primera de las víctimas fue atendida por los propios doctores De Grandin y Trowbridge, que oyeron unos gritos cercanos a su hogar. La joven y desgraciada chica apenas tuvo tiempo de hablar antes de fallecer, aludiendo a su atacante, alguien con unos ojos terribles. La prensa del día siguiente advirtió a nuestros protagonistas de la existencia de una segunda víctima, otra mujer joven que volvía a casa tras su guardia de trabajo en un hospital. Había sido herida de gravedad y estrangulada, pese a lo cual se zafó de su atacante, solo para morir pocas horas después.
El sargento Costello, viejo conocido de los doctores, acudió a ellos para compartir sus impresiones sobre el caso, además de para pedirles consejo y ayuda. Un trozo de tela, pista que las autoridades consiguieron en el segundo escenario del crimen, permitió a De Grandin deducir que combatían a alguien que usaba ropajes musulmanes de siglos anteriores, descartando casi por completo que se tratase de una falsificación. Una visita a la morgue – a la que el joven Balderson no les acompañaría – despejaría más incógnitas.
El examen de ambos cadáveres permitió identificar otro rasgo del asesino: le faltaba la mitad del dedo corazón de la mano derecha. Ese detalle hizo que el francés identificase al agresor como el morador del ataúd que habían abierto la noche anterior, confidencia que no compartió con Costello.
El pequeño francés dedicó todo el día siguiente a hacer indagaciones. La raíz que se encontraba en el féretro que profanaron sin ningún reparo era mandrágora. La misma era capaz de, entre otras cosas, contener el mal. Un mal que los tres ladrones de tumbas había liberado sin saberlo. Por suerte, De Grandin contaba ya con una solución de lo más eficaz contra el atacante: balas de plata sólida, con cruces grabadas en sus puntas y bañadas en agua bendita.
Los doctores y Balderson se citaron en la antigua iglesia con el sargento Costello, desconocedor de a quién buscaban. De Grandin y sus amigos regresaron a la cripta subterránea, donde les reveló que también tuvo tiempo para visitar al Amo Negro el día anterior, encontrándolo yaciendo de costado y no boca arriba, como lo hallaron en su primer encuentro. Una vez en la cámara funeraria, oyeron disparos provenientes de arriba, seguidos de una risa estremecedora. Se colocaron con el objetivo de sorprender al agresor, una figura que resultó ser quien debía descansar en el ataúd. Un hombre corpulento, ataviado con un jubón de cuero, un fez turco y pantalones bombachos, que escondía su rostro tras un pañuelo de seda negra. Traía consigo a una doncella que, inconsciente como estaba, ignoraba que un francés de reducido tamaño, apetito voraz, amigo del buen beber y valiente como nadie estaba a punto de salvarle la vida.
Disparó sus balas de plata contra la figura que, sorprendida, comenzó a contraerse hacia dentro, desvelando los rasgos de una descarnada calavera. Con la ayuda de Trowbridge y Balderson, De Grandin devolvió al asesino a su lugar, colocando las raíces de mandrágora de nuevo para no ser retiradas de la tapa del lecho mortuorio nunca más.
Por suerte, la joven se repuso con rapidez gracias a las atenciones y el buen hacer de los doctores. Resultó ser la enamorada del joven Balderson, que ahora era lo suficientemente rico para atreverse a pedir su mano. La joven contó a todos los presentes su experiencia con el Amo Negro, tras lo cual le tocó el turno a De Grandin, quien hizo alarde de sus conocimientos enciclopédicos, tal como todos esperaban. Dio detalles sobre el dedo mutilado del esqueleto, las características ocultas de la madrágora, de las balas de plata – siempre efectivas contra hombres lobo, brujas, duendes y otras alimañas – y otros detalles menores sobre sus pesquisas, que finalmente no pudieron concretar el nombre de aquel pirata otomano que hizo de las suyas en aguas americanas.
Solo restaba dejar a la nueva y feliz pareja a solas y dar un suculento regalo al sargento Costello por haberse jugado la vida sin dudarlo y sin tener toda la información a su alcance. Brindando con brandy de melocotón, De Grandin deseó felicidad a los jóvenes enamorados, despidiéndose así de este caso.
- A su salud, y que esta dure mucho, amigos míos – entonó, levantando el vaso en alto –. ¡Joyeux Noël!
Félix R. Herrera
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