El demonio de la flor


 

Diciembre de 1933. F. Orlin Tremaine ya era editor de Astounding Stories tras sustituir a Harry Bates. Con su nueva iniciativa de pagar a 2 centavos la palabra, la revista comenzó a atraer a grandes autores de ciencia ficción. Ya era una digna competidora de Weird Tales, aunque todavía no había llegado a su época dorada, que vendría de manos de John Wood Campbell. La portada del número final de ese año – realizada por Howard V. Brown – estuvo dedicada a una historia escrita por Nat Schachner: Voces Ancestrales. Sin embargo, ese no es el relato que nos ocupa, sino uno del poeta californiano Clark Ashton Smith.

El demonio de la flor (The Demon of the Flower) no es una historia de ciencia ficción, sino más bien de ficción sobrenatural. Atípica para la revista que le dio cobijo, pero no por ello desdeñable. Smith trasladó a los lectores hasta un planeta lejano, bañado por la luz de dos soles gemelos. Lophai era un lugar habitado, cuya vida no tenía nada que ver con la que conocemos en la Tierra. Buena parte de aquel mundo, bañado por rayos de jade y rubí, no estaba dominado por una especie, sino por una planta. Una criatura ancestral, colosal y tiránica, que era adorada y temida a partes iguales. Su nombre era Voorqual.

La vegetación de Lophai latía al son de su amo, cuyos designios debían ser cumplidos por el resto de especies pobladoras del planeta. Solo la voluntad de Voorqual permitía que la vida siguiese siendo posible. Un desafío a sus mandatos podría provocar la invasión de reinos enteros por parte de sus sirvientes vegetales, que defenderían con férrea determinación a su amo. Aquella situación nunca había sido distinta. Los mitos que se contaban por todo Lophai señalaban que aquel ser era más antiguo que las estrellas que iluminaban el cielo, y que nada podría acabar con él. Es más, la mayoría de leyendas señalaban que resguardaba a un antiguo demonio, que se había encarnado en aquella flor infernal.

Una especie de naturaleza indeterminada, pero que Smith denominaba como “la humanidad de Lophai”, se encargaba del cuidado de aquel dios flor. Ellos elegían a sus sacerdotes entre los miembros de las familias reales y la aristocracia. Estos sacerdotes atendían a Voorqual en Lospar, capital de un reino ecuatorial, en la cúspide de una enorme pirámide. La monstruosa deidad se alzaba en el centro de un hueco abierto en la terraza de mineral negro, y su tallo se hundía en el interior de la tierra, cubierta por los restos de todos los sacrificios que le han sido ofrecidos a lo largo de los milenios.

Esa era, quizá, la parte más terrible del culto a Voorqual: cada año, en el solsticio de verano, la flor exigía la sangre de un sacerdote o una sacerdotisa, que debía inmolarse para apaciguar al dios. ¿Cómo conocían quién era el elegido? La gigantesca flor no se comunicaba con un idioma que fuese reconocible para sus cuidadores, pero apuntaba con un miembro largo y sinuoso a uno de ellos. Este miembro se encontraba bajo su corona, y terminaba en una yema que se alzaba como una suerte de copa. Un platillo en el que debía depositarse la sangre del inmolado.

Fue el rey Lunithi quien intentó poner en jaque aquella teocracia, a pesar de sentir un atroz e irracional miedo por el simple hecho de pensarlo. Siempre había respetado la voluntad de Voorqual, y nunca se había atrevido a pensar en la posibilidad de un cambio. Pero cualquier enamorado es capaz de hacer locuras. Y Lunithi estaba a punto de cometer la mayor de ellas por Nala, su enamorada. Estaba a punto de casarse con ella, pero el destino – o el capricho de Voorqual, más bien – pretendía dar al traste con aquella unió, pues ella era la siguiente elegida por el dios para el sagrado sacrificio.

Lunithi reflexionó durante días, navegando entre recuerdos y aprendizajes en busca de una forma de burlar a la tiránica planta. La respuesta parecía estar en otro dios ancestral, neutral en los asuntos que tenían que ver con el día a día de Lophai: Occlith. Ciertos mitos señalaban que este ser mineral vivía en el interior de una cadena de montañas blancas, más allá del desierto de Aphom. Un lugar que no estaba demasiado lejos de Lospar. Pero el rey debía obrar con cuidado y en secreto. Nada ni nadie debía conocer sus intenciones. Inventó una coartada y salió de la capital al amparo de sus cortas noches.

Los siguientes párrafos de Smith daban muestra de su riquísimo vocabulario y de su capacidad para crear una atmosfera atrayente y sugerente, que daban riqueza al relato. El periplo de Lunithi le llevó hasta un enorme pozo, donde el demonio con apariencia de pilar cruciforme permanecía en silencio, alejado de todo cuanto acontecía a su alrededor y del dominio de las plantas lideradas por Voorqual. Temeroso, el rey planteó sus dudas a aquella criatura azulada, que tuvo a bien atender a los ruegos de su insignificante interlocutor.

Al parecer, el escondrijo de Occlith escondía un veneno transparente y mortal para las plantas que dominaban Lophai, y su líder no tenía por qué ser menos. El ser mineral instruyó a Lunithi en todo lo relacionado a la recolección y elaboración del preparado, tras lo cual regresó a su milenario silencio.

Esperanzado y espantado a partes iguales, el rey regresó a la capital justo a tiempo para tratar de evitar la muerte de su amada. Mezclando el veneno con su propia sangre, subió hasta la cúspide de la pirámide para hacer su mortal ofrenda a Voorqual, sin saber si éste sospechaba del sacerdote. Por suerte, la flor se prestó a recibir el regalo envenenado, que surtió efecto casi al instante.

Tanto Voorqual como las flores de menor tamaño que le rodeaban y llegaban hasta el fondo de la tierra que albergaba al horror demoníaco se retorcieron y comenzaron a desmoronarse. Lo que parecía imposible se estaba convirtiendo en realidad: la tiranía milenaria de las plantas se derrumbaba gracias al incoloro veneno de las montañas blancas.

Sin embargo, Lunithi notaba una oscura y malvada presencia en el ambiente. Algo que atenazaba sus sentidos pero que no podía localizar con sus sentidos. Fue una sensación momentánea, que regresó cuando se cruzó con Nala. La sacerdotisa parecía estar en trance, y dirigía sus pasos al lugar donde reposaba el cuerpo supuestamente sin vida de la deidad. Mientras los soles gemelos se alzaban, una tragedia inenarrable se plasmó frente al rey. El sacrificio deseado por la flor demoníaca seguía adelante, y los resultados eran grotescos. 

Es probable que los futuros mitos de Lophai narren lo acontecido en aquel amanecer, pero nunca se acercarán a la horrible realidad.


Félix R. Herrera

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