Las bestias que agonizan
Con la cruz en la mano derecha. Para que pueda viajar por tierras desnudas, que me proteja y bendiga, me mantenga a salvo de cualquier hombre o bestia…
Queridos aprendices, asistentes y curiosos, bienvenidos a un nuevo post de nuestro Gabinete. Las obras de Manly Wade Wellman tienen algo particular que engancha. Ante la imposibilidad por mi parte de definir exactamente el qué o el cómo, permítanme que traiga otra ficción corta para ilustrar este particular gusto que tengo. Curiosamente, hoy he terminado la lectura de Drácula, y he recordado un pequeño detalle que emparenta – una mera curiosidad – la novela de Stoker con el relato que reseñaré en breve. Es la segunda vez que Lee Cobbet, uno de sus personajes afines a las materias de interés de este blog, hace acto de presencia en nuestro particular rincón oculto. En esta ocasión, para enfrentar una amenaza muy distinta a la que vimos con El Dakwa (1977): unas apariciones que hacen de las suyas en una vieja casa abandonada.
Las bestias que agonizan (The Beasts That Perish) fue publicado por primera vez en el número de junio de 1975 de Whispers, siendo el segundo relato protagonizado por el aguerrido Cobbet, conocedor de lo oculto imaginado por un Wellman ya anciano. Su escueta saga consta de cuatro historias, a las que habría que sumar una quinta (Chastel, julio de 1979, publicada en The Year’s Best Horror Stories, Series VII) que es especialmente interesante y en la que se produce un crossover con el juez Keith Hilary Pursuivant, que al que ya dediqué tres entradas hace unos meses. Podéis encontrar esos otros post a través de las etiquetas de la zona inferior.
Vamos directamente al grano, pasando a reseñar la historia con todo lujo de detalles. La acción planteada por Wellman nos traslada hasta una tienda situada en un cruce de carreteras. Allí llegó Lee Cobbet con su viejo sedán, con la intención de preguntar a los clientes sobre el paradero de una propiedad en concreto: Domfrey Place. Los presentes quedaron estupefactos ante la pregunta e interrogaron a Cobbet sobre sus motivos para querer ir a ese lugar.
Según declaró nuestro protagonista, aquella casa le pertenecía, pues le había sido regalada por Parcher Domfrey para que así pudiese solucionar cierto problema. Varios de los clientes de la tienda desaconsejaron con vehemencia a Cobbet que fuese hasta la propiedad, que llevaba años abandonada y tenía muy mala fama entre quienes conocían su historia. Debido a ese temor nada discreto, nadie dio indicación alguna al solitario Lee. Por suerte, la dependienta de la tienda acudió en su ayuda justo cuando éste volvía a su coche. Laurel Parcher, pues así se llamaba aquella chica, era prima del anterior propietario, y se mostró muy interesada en conocer los detalles de aquella donación.
Cobbet y Domfrey coincidieron en una charla que el primero dio en Atlanta. Tiempo después, Domfey le carteó para ofrecerle el caso y Lee, en calidad de estudioso de fenómenos paranormales, fue incapaz de negarse. Estos escuetos detalles fueron más que suficientes para que Laurel señalara el camino que conduciría al experto hasta la casa que buscaba. Solo debería recorrer unos pocos kilómetros a través de un camino complicado, por lo que Lee decidió dejar su vehículo estacionado junto a la tienda y llegar andando hasta el lugar indicado, no sin que Laurel le regalase una cadena que el fornido investigador aceptó encantado.
Poco después, entre cánticos que amenizaron su caminata, Cobbet se adentró en un claro del espeso bosque que rodeaba el camino hasta Domfrey Place, encontrándose por fin con la misma. En un primer momento, el hombre decidió no adentrarse en ella, observando un resplandor verduzco que parpadeaba en su interior. La propiedad hacía honor a su estatus de abandonada, pues ni siquiera la puerta que daba acceso a ella estaba en buen estado. Algo extraño se cocía en su interior. Eso estaba asegurado. Pero antes de averiguar de qué se trataba, Cobbet decidió hacer una parada para comer algo.
Mientras preparaba aquella cena improvisada, el aventurero sacó de uno de sus bolsillos la cadena que Laurel le había entregado un rato antes, comprobando que de ella pendía una cruz de oro deslucido. Eso le hizo recordar los primeros capítulos de Drácula, de Bram Stoker. En los momentos previos a la llegada de Jonathan Harker al castillo del conde, los lugareños que le acompañaban durante un viaje en carreta le hicieron una serie de regalos cuando supieron a dónde se dirigía el por entonces pasante de abogado. Entre ellos, uno muy parecido a esa pequeña cruz. Una nimiedad que hizo sonreír al investigador, que se sobresaltó cuando vio a la joven aparecer repentinamente. Había cerrado la tienda para poder acercarse hasta la que había sido su casa durante unos años.
Junto al fuego, Lauren compartió con Cobbet muchos detalles sobre su vida y sobre Domfrey Place. Sus padres murieron cuando ella era pequeña, quedando al cargo de la señora Domfrey, prima de su madre. La mujer se marchó poco después, pero Laurel se quedó junto al resto de habitantes de la casa: su tío Race, sus dos hijos, su primo Parcher – el hombre que había encargado aquella investigación – y una mujer llamada Nolly. Parcher se marchó de la casa cuando tenia dieciséis años, siendo seguido tiempo después por la entonces pequeña Laurel, que conocía de primera mano los desmanes que sus familiares provocaban en aquel lugar.
“…con sinceridad, me da miedo ir allí. Aquella gente era una especie de adoradores del diablo. Sufrieron una muerte terrible, y cometieron atrocidades antes de morir, y su maldad pende allí como una niebla. Si es usted capaz de disiparla, habrá hecho un buen servicio al mundo de los justos. Buena suerte.”
Las palabras escritas por Parcher Domfrey reflejaban su temor hacia la casa que había heredado tras la muerte de sus anteriores ocupantes. Laurel confirmó todo lo referente a las barbaridades cometidas por su familia. Además de conocer hechizos y cánticos, los Domfrey tenían especial predilección por los sacrificios de animales pequeños. Según la chica, las desdichadas criaturas eran ofrecidas a una entidad maligna y desconocida. Estos sacrificios provocaron la huida de Laurel, que se refugió en la tienda de Joe Todd, que la protegió de su tío y la adoptó, legándole posteriormente la tienda que regentaba.
Una semana después de la marcha de la chica, unos cazadores llegaron a Domfrey Place y hallaron un escenario desolador: toda la familia estaba muerta en su interior, amontonada en una esquina y con una clara expresión de terror en sus rostros. El motivo de las muertes nunca fue esclarecido por el forense que se hizo cargó de los cadáveres de los Domfrey.
Solo restaba una cosa por hacer, y no era otra que adentrarse en la casa. A pesar de los intentos de Laurel por detenerle, Cobbet se adentró lentamente en el lugar, mientras veía resplandores verdosos y olía aromas animalescos. Pronto notó que había una o varias presencias a su alrededor. Le rozaban cara, manos y piernas, sin que en ningún momento pudiese ver algo material. Instantes después, nuestro protagonista pudo ver una suerte de masa enorme que se interponía entre él y la puerta principal, impidiéndole la salida. Fuese lo que fuese aquello, pretendía arrastrarlo hacia el interior de la propiedad. Pero Laurel no se quedó de brazos cruzados, interviniendo de una forma que momentáneamente Lee no pudo adivinar, pero que le permitió saltar hacia el exterior a través de una de las ventanas del piso inferior.
La joven había arrojado una torta de maíz hacia el interior de la casa, comprobando así que aquella sombra que rondaba el lugar parecía estar alimentándose con ella. Ese detalle fue fundamental para que Cobbet comprendiese lo que estaba pasando en la casa: los animales sacrificados por la familia Domfrey permanecían en el lugar de su muerte, incapaces de descansar en paz. Sacrificados en honor de una entidad desconocida, sus espíritus se habían vengado de sus asesinos, pero no habían logrado la libertad.
Era bastante probable que los hechizos que acompañaron los sacrificios fuesen los culpables de la fenomenología. Debían adentrarse en la casa para descubrir cómo poner fin a todo el asunto. Por suerte, los espíritus animales no seguirían actuando de forma hostil contra Laurel y Cobbet, ya que les habían arrojado comida. Una vez dentro, y tras inspeccionar todas las estancias del piso inferior, ambos se dirigieron al ático, donde hallaron cajas llenas de libros. Entre ellos aparecieron varios que llamaron la atención del investigador, que decidió quemarlos en la hoguera en la que había cenado unos minutos antes. Llamaradas extrañas brotaron de aquellas páginas mientras se extinguían merced al poder abrasador del fuego. Aquello pondría punto final a los acontecimientos extraños en Domfrey Place.
Llegado el amanecer, y con una complicidad que ya había traspasado el límite de la simple simpatía mutua, Cobbet y Laurel regresaron a la tienda. Lee decidió donar la casa a la chica, que dudaba en aceptar. Sin embargo, el hombre le aseguró que los animales no volverían a molestar a nadie, y le prometió que volvería junto a ella en cuanto atendiese otro caso parecido al que acababan de protagonizar.
Aquella relación acababa de empezar y tendría un largo recorrido, tal como los lectores comprobarán si leen Chastel, ese relato que protagonizaron Pursuivant y Cobbet y que en un futuro traeré al blog. Por el momento, centraremos nuestra atención en otros eventos y aventuras, con la absoluta certeza de que regresaremos a los relatos de Manly Wade Wellman más pronto que tarde.
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