La perdición de Dermod
Robert E. Howard jamás deja de sorprender. Pese a no tener una carrera literaria especialmente dilatada en el tiempo, tuvo tiempo de abarcar muchos géneros diferentes. Aunque fue el de espada y brujería el que cimentó su posterior fama, experimentó con el western, los deportes, la aventura y, por supuesto, el terror. Precisamente ahí es donde aparece el personaje que protagonizó la historia que se reseñará a continuación, y que sigue siendo bastante desconocido para quienes se han acercado a la obra del tejano: John Michael Kirowan.
Antes de adentrarnos en el relato en sí, sería buena idea ofrecer una contextualización sobre este personaje y en qué ciclo se inserta. Y, para ello, nada mejor que recurrir a la introducción de La piedra negra y otras aventuras sobrenaturales de Kirowan, escrito por Javier Jiménez Barco y publicado por Los libros de Barsoom en 2014. Dicha introducción, titulada La saga oculta de Robert E. Howard, da pruebas más que suficientes de que ciertamente se trata de una serie de historias que suelen pasar desapercibidas dentro de los muchos personajes memorables de Howard.
Tanto Kirowan como John James Conrad, otro personaje que aparece en varias historias recogidas en el citado volumen, pueden ser encuadrados dentro de la denominación de detectives de lo oculto. Aunque quizá haya ciertos matices, sobre todo en el caso del segundo. No son los únicos a los que Howard dio vida, pues ahí están otros como Steve Harrison, Brent Kirby, Butch Gorman – estos dos anteriores en el subgénero de la weird menace –, Costigan y Gordon. En el caso de Kirowan y Conrad, son eruditos de lo oculto y se ven atrapados por casos de corte plenamente sobrenatural, aunque no son dados a las actuaciones heroicas ni a la acción desenfrenada. Por ello, Jiménez Barco adelanta la aparición de un tercer personaje en liza, que formará equipo con uno o ambos estudiosos: el irlandés O’Donell, que servirá como hombre dado a pocas preguntas y a repartir tortas.
El editor y autor señalaba que hay varios motivos por los cuales este ciclo de terror sobrenatural y casi lovecraftiano – me sigue costando usar esta expresión fuera de la obra del propio Lovecraft – pasó décadas fragmentado y cuasi olvidado. Entre los más obvios y llamativos, la aparición muy dilatada en el tiempo de varios de los relatos y fragmentos que lo componen o la alternancia entre los protagonistas de los mismos, pues el trio anteriormente mencionado se reparte las apariciones, coincidiendo los tres únicamente en dos ocasiones: Hijos de la Noche (Children of the Night, Weird Tales, abril-mayo de 1931) y Dagon Manor (fragmento sin título completado por C. J. Henderson y publicado en Shudder Stories #4, marzo de 1986).
En cuanto a la historia que hoy nos ocupa, a pesar de ser históricamente tardía – pues apareció en otoño de 1967, en Magazine of Horror – ocupa uno de los primeros lugares en el arco temporal que ocupa la saga. Concretamente, La perdición de Dermod ocuparía el segundo lugar dentro del ciclo, pues el primero no está protagonizado por ninguno de los personajes principales, sino por un antepasado de Kirowan, que sirve para enfatizar la conexión de esta familia con los eventos extraños.
Aquí es John Kirowan – narrador de los eventos – quien lleva todo el peso de la trama, pues el dolor ante la reciente pérdida de su amada Moira, que también resulta ser su hermana gemela. El posible carácter incestuoso de esta relación puede resultar polémico, pero quizá que tenga justificación. La misma se sustentaría en el tono poético del relato, que recuerda mucho a autores como Edgar Allan Poe. Y, como bien saben los lectores, el bostoniano se casó con su prima Virginia Clemm, que cayó víctima de la tuberculosis en enero de 1847, con solo 24 años.
Más allá de este asunto, cabe señalar que la acción transcurre en Galway, ciudad irlandesa en la que se criaron los ancestros de Kirowan. Fue su abuela quien le aconsejó viajar hasta la tierra de sus antepasados para intentar sanar sus heridas. Un consejo que John siguió al pie de la letra.
Allí, entre sus amables gentes, fue donde el protagonista volvió a oír una leyenda que ya conocía, esta vez contada por un pastor: la de Dermod O’Connor, un cacique al que todo el mundo conocía como el Lobo. Su clan era uno de antiguos regentes de mano de hierro, pero Dermod fue la oveja negra de su familia, pues se trataba de un sanguinario guerrero que no distinguía entre amigos y enemigos, y mucho menos entre hombres, mujeres, ancianos o niños. El rastro de destrucción que dejaba tras su paso hizo que fuese perseguido como el más peligroso de los bandidos, hasta que fue abandonado por todos sus compañeros de armas. Una vez solo y oculto, continuó con su campaña asesina hasta que los Kirowan tomaron cartas en el asunto.
Tras la muerte de un joven del clan, Sir Michael Kirowan se batió en duelo con Dermod, acabando ambos con terribles heridas. Pero fue el miembro de los O’Connor quien se llevó la peor parte, pues tenía terribles heridas en un hombro y en el pecho. Cuando el resto de los Kirowan llegaron al lugar del duelo, se ensañaron con el malherido Dermod, colgándolo de un gran árbol al borde de un acantilado. El lugar quedó señalado, así como el árbol en el que el asesino perdió la vida.
– Y – concluyó mi amigo, el pastor, sacudiendo las brasas de la hoguera –, los campesinos de la zona siguen señalando ese árbol y lo llaman “La perdición de Dermod”, según la manera danesa y, algunas noches, algunos han llegado a ver al gigantesco proscrito, perdiendo sangre a borbotones desde el hombro y el pecho, y haciendo rechinar sus dientes podridos mientras jura practicar toda suerte de maldades contra los Kirowan y todos sus descendientes, por los siglos de los siglos.
El pastor, sabedor de que John era descendiente de aquellos quienes acabaron con la vida del Lobo, le advirtió sobre sus caminatas nocturnas por el acantilado. El peligro era real, y los lugareños lo sabían de primera mano. Pero la curiosidad podía más que cualquier advertencia, y John Kirowan encontró “la perdición de Dermod” gracias a las indicaciones de otras personas.
El dolor y la melancolía que el protagonista venía arrastrando desde la muerte de su hermana seguían haciendo mella, y las caminatas nocturnas continuaron. En una de aquellas noches, lo extraño se hizo presente. En medio de lo que el propio Kirowan definió como un trance en el que sus pies le llevaban por solitarios parajes sin que su razón dominase su cuerpo, el joven vio una figura difusa, alargada y sombría. Siguiéndola, John llegó hasta el árbol maldito, viendo siendo testigo de la formación de una figura que en un primer momento confundió con su amada Moira.
Los pasos de John se encaminaban hacia el vacío, mientras que la espectral figura – que en un primer momento creyó que podría traerle consuelo – se transformaba en el terrible Dermod O’Connor. Parecía tarde para dar pasos atrás. La tragedia se antojaba irremediable. Pero, aun así, John tuvo tiempo de observar la terrible expresión de Dermod, que parecía relamerse ante su más que posible venganza. La expresión colérica del hombre, unida a la sangre que manaba de las terribles heridas descritas en la leyenda, permitieron a Kirowan saber que estaba ante aquel que había jurado vengarse de su familia.
En el último momento, cuando el protagonista ya estaba seguro de que caería al manto de rocas que le esperaba al fondo del precipicio, sintió que una pequeña mano tiraba de él hacia atrás, permitiendo que cayese sobre la hierba y a salvo. ¿Había sido Moira la propietaria de aquella mano salvadora? Fuese o no, lo cierto es que el espectro de Dermod O’Connor desapareció, dejando a solas a John. Todo aquello le había sobrepasado, y permaneció llorando hasta que amaneció sobre Galway.
Kirowan estaba seguro de lo que había pasado aquella noche. Vio a Dermod, y éste le empujó hacia el acantilado con sus malas artes. Pero su amada Moira tuvo un último gesto de amor hacia él, permitiéndole sobrevivir para contar aquella historia.
…Y ahora sé, tan seguro como que el amor de una mujer muerta se impuso al odio de un muerto que, algún día, volveré a sostener en mis brazos a mi hermana.
Félix R. Herrera
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