Los misterios de la Sala Griega


 

Queridos aprendices, asistentes y curiosos, bienvenidos a un nuevo post de nuestro Gabinete. ¿Qué tendrá la city londinense para albergar a tantísimos detectives de lo oculto? Personajes de lo más variopinto, que a lo largo de los últimos dos siglos han pululado por sus calles, resolviendo toda clase de casos. Hoy vamos a introducir a otro más, pero no a uno cualquiera, sino al mismísimo Moris Klaw.

La trayectoria creativa de Arthur Henry “Sarsfield” Ward fue extraordinaria aunque, para su desgracia, buena parte de ella quedase opacada por el arquetípico Fu Manchú. Como escribió Javier Jiménez Barco en el prólogo de Los métodos de Moris Klaw (Costas de Carcosa, 2016), la fuerza con la que irrumpió el gran personaje de Rohmer en 1913 hizo que muchos otros fuesen injustamente ignorados durante años, entre ellos el propietario de una curiosa tienda en Wapping Old Stairs.

Rohmer, miembro de la Sociedad Rosacruz y de la Golden Dawn – aunque se ha de aclarar que son afiliaciones no comprobadas –, poseía amplios conocimientos ocultistas con los que regó buena parte de su obra literaria. Pero, en oposición al entusiasta Conan Doyle y su afiliación al espiritismo, Rohmer siempre mantuvo una posición más neutral respecto a las posibilidades de lo sobrenatural.

De esa mezcla de sabiduría y neutralidad nacerían personajes como Bazarada o el mismo Moris Klaw, que debutó en The New Magazine a primeros de abril de 1913, casi al mismo tiempo que la primera parte del serial de Fu Manchú. Aquel primer cuento del detective onírico fue The Mysteries of the Greek Room, donde los lectores conocerían por primera vez a los personajes principales de la pequeña saga: Searles, el biógrafo del anticuario y narrador de sus historias; Isis, la encantadora hija y compañera del curioso erudito; y al propio teórico del Ciclo del Crimen, curiosa teoría que se desarrollaría a lo largo de los diferentes relatos y cuyos primeros retazos se ofrecieron cuando se habló del Arpa de Atenea, instrumento clave en Los misterios de la Sala Griega.

Esta primera incursión en los métodos de Moris Klaw se centrará en aquella primigenia historia, dándole nuestro particular estilo. Es decir, contaremos los detalles fundamentales de la trama, por lo que si no habéis leído el libro de costas de Carcosa y tenéis intención de hacerlo, éste es el momento de dejar esta lectura para otro momento. De momento, quedarán de lado otras cuestiones importantes como la descripción de su tienducha y casa o el contenido de Ángulos Psíquicos, una suerte de guía de lugares singulares de Reino Unido. Hechos los pertinentes avisos, trasladémonos hasta el Museo Menzies de la capital británica, escenario de unas muertes que aparentemente no tienen explicación.

Tres meses después del nombramiento de Martin Coram como nuevo conservador del museo, en pleno agosto, un terrible suceso tuvo lugar. Searles, amigo personal de Coram, supo del mismo a la mañana siguiente. Conway, el guardia nocturno, había sido supuestamente asesinado. Tenía el cuello roto, señal inequívoca de que probablemente alguien se había colado en el lugar.

Desde luego, había aristas bastante singulares en cuanto al caso en cuestión. En el lugar del pretendido crimen ya había varias personas haciendo pesquisas cuando Coram y Searles llegaron. La Sala Griega custodiaba algunas de las mejores piezas de la colección del Museo Menzies, cuyas cuatro salas se antojaban inexpugnables durante las guardias nocturnas. Aunque la muerte de Conway estaba desafiando de pleno esa premisa.

Un médico acudió a inspeccionar el cadáver, afirmando que el guardia había luchado – aunque posteriormente aclararía que no había signos de violencia en el cuerpo – , extremo que Coram negó, ante la imposibilidad de que nadie entrase en el museo una vez cerradas sus puertas. Según el inspector que se esforzaba en plantear hipótesis sobre lo sucedido, en la sala contigua – la sala egipcia – había signos de lucha, en forma de una vidriera rota. Ante las evidencias, Coram pidió a Beale, encargado de seguridad de la zona superior del museo, que revisase las vitrinas para ver si alguna había sido abierta. Y así era: se trataba de aquella que albergaba el Arpa de Atenea, la joya más preciada de la Sala Griega.

Se decía de ella que era de antigua manufactura griega y estaba fabricada en oro puro, tachonado con joyas. Representaba dos figuras femeninas reclinadas, con los brazos en alto sobre sus cabezas y las manos juntas; y algunas de las cuerdas que seguían intactas con el tiempo eran de un alambre de oro increíblemente fino. Se decía que aquel instrumento había pertenecido al templo de Atenea en una era extremadamente remota y, cuando salió a la luz, generó una gran controversia acerca de su autenticidad, dado que ciertos expertos proclamaban que era obra de un famoso artesano del oro de la Florencia medieval y, por tanto, una astuta falsificación.

Era lógico plantear cómo y cuándo se ejecutaba el cierre del museo y qué medidas de seguridad se activaban para protegerlo ante cualquier intento de allanamiento. Todo parecía indicar que Coram y Beale habían actuado según los protocolos, pero había una estancia que hizo plantear más cuestiones a los investigadores, y no era otra que la casa de Coram, anexa al museo. Solo él tenía las llaves, lo que imposibilitaba la existencia de un duplicado.

Todo aquello no tenía sentido. El museo permaneció cerrado a cal y canto. Todo estaba en orden. Beale accedió al mismo desde la casa de Coram, como solía hacer, y encontró el cuerpo de su compañero. Sobre el papel, aquello no tenía explicación.

Aun no se ha mencionado un hecho de no escasa importancia. Coram no vivía solo en la casa anexa al museo, pues allí también estaba su hija Hilda. Su papel en todo el asunto se antojaría fundamental, pero no sería ningún inspector el que corroboraría ese extremo, sino el señor Moris Klaw.

Éste se presentó en el museo previa recomendación de un reputado periodista, tendiéndole a Hilda la misma para que se la hiciese llegar a su padre. El inspector de Scotland Yard que se hallaba allí ya había oído hablar sobre el excéntrico propietario de una tienda en Wapping Old Stairs, por lo que Coram accedió a su petición y le hizo pasar.

Poco después entró un extraño sujeto. Se trataba de un hombre alto, pero tan encorvado que su altura quedaba reducida. Podía tratarse de un hombre muy anciano que llevaba con ligereza sus numerosos años de vida, o bien de un joven prematuramente envejecido. Su piel poseía el tono de un pergamino sucio y su cabello, junto con sus gruesas cejas y su escasa barba, carecían de color definido y resultaban imposibles de clasificar. Llevaba un viejo bombín marrón, unos quevedos de montura dorada y una bufanda de seda negra. Una larga capa oscura envolvía por completo su encorvada figura y, por debajo de su extremo manchado de barro, asomaban dos botas de punta muy pronunciada.

Tras saludar a todos los presentes, a los que conocía por sus apellidos, Klaw sacó de su bombín un vaporizador cilíndrico cuyo contenido roció sobre su cabeza, llenando la estancia de olor a verbena. Una de las curiosas costumbres del recién llegado anticuario. Pidió permiso para examinar el cadáver de Conway, mientras pedía explicaciones sobre lo allí ocurrido. Klaw investigó minuciosamente toda la Sala Griega mientras oía las explicaciones de Coram, hasta que llegó a la vitrina rota que contenía el Arpa de Atenea, objeto que parecía conocer a la perfección. Fue entonces cuando hizo una nueva petición que cogió a todos por sorpresa: pasar la noche allí para así captar una imagen de los últimos momentos de vida del desgraciado guardia nocturno.

Según Klaw, los pensamientos son cosas. A partir de la atmósfera del lugar, él podría recuperar una imagen de la atormentada mente de Conway. Pero para ello debería dormir en aquella estancia. Tenía que captar esa fuerza ódica del ambiente para obtener el pensamiento impreso en él y así obtener una pista sobre aquella extraña muerte. Solo tenía una petición más: nadie debería permanecer en la Sala Griega una vez que procediese a dormir allí. Por suerte para la investigación, el conservador aceptó.

Esa misma tarde del crimen, Moris Klaw volvió al museo acompañado por Isis, su hija y compañera en la tarea de la obtención de los negativos etéreos que conseguía en sueños. Coram informó que el Arpa de Atenea permanecía inalterada a pesar de que su vitrina apareciese rota. Ese era un dato que Klaw ya tenia claro, por supuesto. Poco después pidió a todos los presentes que se retirasen, no sin que antes Isis colocase un cojín de seda roja en el mismo lugar en el que había yacido el cuerpo de Conway. Solo la preciosa joven podía alterar el sueño de su padre. Nadie más debía molestarle hasta que éste acabase con su tarea e informara de ello.

Mientras el resto de los presentes murmuraban sobre aquel excéntrico acto, Isis Klaw aseguraba que su padre jamás fallaba, haciendo reconocer al inspector Grimsby que así había sido hasta entonces. La noche fue larga, pues Searles y Coram permanecieron casi toda ella en vilo en la casa del conservador, en compañía de una febril Hilda. El conservador decidió contratar a un nuevo guardia, que tendría el objetivo de custodiar con especial empeño el Arpa de Atenea.

Isis Klaw fue la primera en llegar al museo al día siguiente. Grimsby también apareció, y junto a Serles y Coram acudieron al encuentro de Moris Klaw, que había obtenido resultados: una fotografía psíquica de una mujer vestida totalmente de blanco. La mujer portaba el Arpa, y Conway estaba muy asustado ante esa espectral visión. Ahora, con ayuda de Isis, debía desarrollar ese negativo e indagar más. Mientras tanto, el instrumento debía ser custodiado bajo llave.

Semanas después, una nueva tragedia sacudió el Museo Menzies. Tras un añorada tranquilidad, el nuevo guardia nocturno había muerto en extrañas circunstancias. Y había sucedido en la Sala Griega. El Arpa de Atenea estaba en el suelo, junto a su vitrina. Todo volvía al punto de partida. Las circunstancias en que se había producido la muerte eran muy parecidas a las del caso de Conway, salvo un pequeño pero perturbador detalle: alrededor de la vitrina se observaron huellas de unos pies desnudos y pequeños, obtenidos gracias a las instrucciones de Klaw. Éste, antes de ausentarse durante varias semanas, pidió que cada noche se echasen polvos de talco alrededor de la vitrina, extremo que había acabado resultando eficaz.

Moris Klaw no estaba en Londres, pero dejó instrucciones a Isis. Si volvía a suceder algo extraño, las llaves de la vitrina del Arpa de Atenea deberían permanecer bajo la almohada de Coram. Searles, Grimsby, Beale y Coram seguían sin atar cabos, a pesar de hacer pesquisas en torno a una camioneta que pasaba de cuando en cuando por el lugar y que les hacía sospechar sobre una posible implicación de su conductor en las muertes. Pero era una pista vaga. Pronto ocurriría algo que esclarecería el misterio de la Sala Griega.

Tres de los cuatro interesados en el caso decidieron hacer guardia conjunta durante una noche completa, portando el inspector Grimsby la llave de la vitrina que guardaba el instrumento. Las puertas de todas las salas estaban abiertas y conectadas entre sí, por si alguno de ellos necesitaba ayuda y los demás debían acudir al rescate. Dejaron a Coram en su casa, ignorante de cómo se repartieron sus amigos durante la madrugada.

El inspector estaba en la Sala Griega, totalmente a oscuras, mientras Searles custodiaba la Sala Egipcia. A eso de la una de la madrugada, éste último oyó un ruido proveniente de la sala contigua. Tras entrar, observó algo que le espantó.

Grimsby yacía tirado en el suelo, junto a la otra puerta. Pero, por aterrador que resultara aquel espectáculo, apenas atrajo mi atención; tampoco le dediqué una segunda mirada al Arpa de Atenea, que yacía cerca de su vitrina vacía. ¡Pues la figura de una mujer, ataviada de un blanco resplandeciente, estaba atravesando la Sala Griega!

La visión paralizo a Searles, que solo reaccionó cuando Coram entró en la sala y se acercaron al inspector, al que creían muerto. Entre la lluvia y los truenos, alguien llamó a la puerta del Museo. Moris Klaw acababa de llegar, y esperaba no haberlo hecho demasiado tarde. Tras acercarse al inspector de Scotland Yard, comprobó que seguía vivo. Éste, recuperándose paulatinamente, confirmó que vio a la mujer tocando el Arpa, visión que le dejó profundamente impresionado.

El Arpa estaba en el suelo y Coram se disponía a cogerla, pero Klaw lo impidió vehementemente. Tocar aquel instrumento de forma inadecuada supondría la muerte del infortunado que lo cogiese. Tanto Conway como el segundo guardia lo cogieron por arriba, mientras Klaw lo hizo por un lateral, esquivando la trampa letal que albergaba: una aguja que asomaba de la zona superior justo tras hacer sonar las cuerdas. He ahí el secreto. Quien tañe el Arpa no la toca realmente, pero sí quien la arrebata desde arriba.

Tras la breve demostración, Klaw reveló el origen de aquella joya del museo a sus asombrados interlocutores. Era una creación del florentino Paduano Zelloni, tal como había comprobado en su viaje a Roma, donde un amigo suyo tuvo acceso a la Biblioteca del Vaticano, donde corroboró su verdadera génesis. Al parecer, una vez fue tañida por Lucrecia Borgia, quien pidió a alguien a quien detestaba que se la arrebatase, tras lo cual el desgraciado murió. Se trataba del mismísimo César Borgia, cuyo cuerpo aún guardaba el secreto del veneno usado para acabar con su vida.

Todavía quedaba un último misterio que aclarar. ¿Quién era la mujer de blanco inmaculado que sacaba el Arpa de la vitrina? ¿Se trataba de una manifestación sobrenatural de Lucrecia Borgia? La respuesta: se trataba de Hilda Coram, que vagaba por el museo durante sus episodios de sonambulismo. Asustados, los incautos guardias cogían el Arpa cuando la chica dejaba de hacerla sonar, encontrando una muerte envenenada y violenta, acompañada de espasmos en los que se autolesionaban y destrozaban parte del mobiliario del museo. Solo un acto afortunado y a la vez cobarde evitó la muerte del inspector Grimsby: un grito de horror que despertó a la joven prematuramente.

El negativo etéreo obtenido por Klaw confirmó que lo último que vio Conway fue a Hilda Coram tocando el Arpa. Eso lo explicaba todo, pues ella siempre tuvo acceso a las llaves que conectaba su casa con el museo, y se hacía con ellas cuando su dolencia se activaba durante sus sueños, despertando sus ansias de acceder al Arpa.

El misterio estaba resuelto. No había ningún asesino en el Museo Menzies. Solo una chica aquejada de alteraciones del sueño y un instrumento medieval que albergaba una trampa mortal para todo aquel que la cogiese de la forma equivocada. Todo quedó resuelto gracias a los extraños métodos de Moris Klaw, que dio por acabada aquella última reunión en la Sala Griega rociando de nuevo su cabeza con aquel aroma a verbena que espantaba el olor a muerte que desprendía el Arpa de Atenea.



Félix R. Herrera


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