La palabra de Santiago
“Malik Tâus, yo mantengo mi palabra, aun cuando tú faltes a la tuya. Y, por tanto, me niego, y te desobedezco, y lo haré sean cuales sean las consecuencias.”
Queridos aprendices, asistentes y curiosos, bienvenidos a un nuevo post de nuestro Gabinete. Nos vamos a trasladar hasta el mes de febrero de 1926, momento en el que Edgar Hoffman Price publicó la primera aventura del paladín de Bayona, Pierre d’Artois. Un duelo a muerte contra un rival decidido a llegar hasta el final, a pesar de las prohibiciones a las que debía enfrentarse. Porque La palabra de Santiago valía más que su propia vida.
The Word of Santiago fue aquella primeriza historia del esgrimista y experto en ocultismo galo, contemporáneo del insigne Jules de Grandin de Seabury Quinn. A la larga, la inevitable comparativa le jugó una mala pasada a Price, que abandonó a Pierre en 1934 dejando tras de sí una trayectoria llena de misteriosas catacumbas, malvados conspiradores, damas con enormes problemas de identidad disociativa y seres sobrenaturales con oscuras intenciones.
En el prólogo de La cripta del Diablo: las horripilantes aventuras de Pierre d’Artois, volumen editado este mismo año y del que ya escribí anteriormente en el post dedicado a The Return of Balkis, Javier Jiménez Barco incluyó citas del propio Price en las que despejaba algunas incógnitas sobre el origen de su detective de lo oculto y sobre su primera aparición:
“The Word of Santiago, el favorito de Edmond Hamilton entre muchos de mis cuentos que ha tenido tiempo de leer, presentó a Pierre d’Artois, el cual, con otro nombre, fue mi maestro de esgrima durante varios años. Antes de venir a Estados Unidos para ser Maestro de Espadas en un destacado club atlético, dirigió una notable salle d’armes en París. En vista de los escabrosos acontecimientos de las historias posteriores de Pierre d’Artois, por respeto al Gran Maestro debo abstenerme de dar su verdadero nombre, o el de los clubes donde mostró su arte.”
Ciertamente, el vigilante de la tétrica Bayona descrita por Price tiene una habilidad superlativa en lo relativo a las armas, sobre todo a las blancas. Aunque con el discurrir de los relatos se iría desarrollando más su faceta de conocedor de secretos esotéricos, su iniciación con los lectores de Weird Tales fue, sobre todo, una demostración de sus dotes de esgrimista.
Su duelo frente a la Ermita de San León, prohibido por las leyes francesas de ese siglo XX que tanto Pierre como su contrincante parecían desdeñar, se convirtió finalmente en un primer encuentro con una entidad esquiva que acabaría siendo citada de forma recurrente en sus futuras aventuras: el Señor del Pavo Real. Pero no nos adelantemos, pues la némesis de esta narración es Don Santiago, acólito español de esta deidad.
El relato comienza precisamente con él, en un château en plenos Pirineos. El lugar albergaba un altar de bloques de madera de teca con tallas monstruosas, que a su vez resguardaban una capilla en miniatura, en la que la figura del pavo real destacaba por encima del resto de motivos. Dos Santiago entró en la estancia, presto a orar para garantizarse la victoria en un futuro duelo.
Una letanía repleta de infamias anticristianas dejan a las claras que el español no respetaba en punto alguno el relato bíblico, estando dirigida su fidelidad hacia el Señor Pavo Real, al que le otorgan apodos como “Alto Soberano”, “Príncipe Rebelde” o “Señor Oscuro”. Tal era la categoría de Malik Tâus, y tal el deseo de este personaje por garantizarse su buena estrella en la batalla.
Pero a buen seguro que no esperaba lo que estaba a punto de suceder. Justo tras acabar con sus plegarias, y antes de abandonar la sala que albergaba el altar, un intruso abrió la puerta y se plantó frente a él. Era una figura alta y erguida, de ojos fríos y rasgos enjutos y arrogantes. Ante la extrañeza de Don Santiago, la presencia le preguntó si no era capaz de reconocer a su señor cuando hacía acto de presencia.
De alguna forma, el Señor Pavo Real se había encarnado para responder a los ruegos de su súbdito, pero no fue en la forma en la que éste esperaba. Ante un postrado Don Santiago, Malik Tâus insistió en que el duelista rehusara de batirse con Pierre d’Artois en la Ermita de San León, pues no podía permitir que el esgrimista, supuestamente enemigo de su causa, muriera.
Lógicamente confuso, Don Santiago inquirió a su Señor sobre los motivos de tal oposición, insistiendo en que el francés era servidor del dios cristiano, fiel devoto de la Iglesia. Para sorpresa del lacayo de la deidad misteriosa, ésta encarnación afirmó que su rival era también su servidor, aunque no fuese consciente de ello. Cada batalla librada, cada lance ganado y cada muerte otorgada hacían de Pierre un elemento útil a su secreta causa.
Todos los fuertes, orgullosos, resueltos y voluntariosos eran siervos involuntarios de Malik Tâus. Subvirtiendo la lógica cristiana, los peores pecadores eran, según la presencia, los mejores servidores de su dios. Mientras tanto, los que se apartaban de los placeres mundanos eran objetivos de las atenciones del Señor Pavo Real, pues se convertían en los instigadores de los pecados de otros. Éstos últimos, sabiendo que que se podrían agarrar a la redención en el último momento, daban rienda suelta a sus peores deseos.
El dios oscuro prohibió tajantemente el duelo, pues sabía que D’Artois acabaría con Don Santiago, y no quería perder a ninguno de los dos, fuese fiel a su causa por propia voluntad o por el desconocimiento del alcance de sus actos. Sin embargo, su seguidor se revolvió, insistiendo en que había dado su palabra de que no faltaría a la cita. Desafiante, el español enfrentó a su amo, que le aseguró que no sería capaz de mantener esa promesa dada, dando por zanjada la discusión y dejando a Don Santiago totalmente enfurecido y maldiciendo al que dedujo que debía ser un impostor.
La acción se traslada en esos momentos hasta Pierre d’Artois, que se encontraba entrenando junto a Jannicot, su secretario, mayordomo y compañero de esgrima. Un personaje que, curiosamente, no vuelve a ser mencionado directamente nunca más en el resto de las aventuras escritas por Price.
Eran las horas previas al duelo a muerte, previsto para la medianoche. Pierre hacía oídos sordos a los ruegos de su sirviente, que veía aquella cita como una posible trampa y un peligro mortal. Para el francés, su rival era un hombre de honor, por lo que estaba seguro de que su encuentro no estaría amañado en punto alguno. Dando una serie de instrucciones a Jannicot, D’Artois se retiró a descansar durante unas valiosas horas en las que se prepararía mentalmente para el duelo.
Presto a ayudar en todo lo posible a su amo, el mayordomo le preparó una comida digna de un banquete, pero se encontró con el rechazo frontal de Pierre, quien necesitaba sentirse ligero para poder salir con vida de los embates de Don Santiago. Ambos se montaron en el descapotable Issotta del francés – un automóvil de lujo de la empresa Isotta Fraschini Motori, fundada en 1900 por Cesare Isotta y los hermanos Fraschini – e hicieron el camino que les separaba de la Ermita de San León, cercana a Bayona.
Una vez llegados a las cercanías del enclave, Pierre pidió a Jannicot que le esperara durante dos horas, tiempo suficiente para que el ganador pudiese marcharse del lugar tranquilamente. El espadachín sacó del coche dos épées, espadas de duelo que no serían destinadas a un combate a primera sangre, sino a uno a primera e irremediable muerte. Confiado, D’Artois estaba convencido de poder vencer al mismísimo Diablo aquella noche.
Una vez se despidió de Jannicot, y llegando al claro junto a la Ermita, oyó las campanadas de medianoche y vio llegar a su rival, procediendo ambos a saludarse y a preparar la batalla, rehusando ambos por el camino a inspeccionar el arma elegida por el oponente.
Los siguientes párrafos describen la larga batalla física y mental protagonizada por Pierre d’Artois y Don Santiago. Ambos con niveles de destreza parejos, expertos en todo lo concerniente a este tipo de lances, y sabedores de todo tipo de trucos que solo estaban al alcance de los maestros más afamados. El cansancio hacía mella, pero la determinación seguía siendo más poderosa.
Los interminables intercambios de choques de los épées, salteados de conceptos extraídos directamente de la esgrima, acabaron cuando el francés vio la oportunidad de atacar de forma definitiva al español. Pero ocurrió algo inesperado. Una llamarada elemental cegó a Pierre mientras hundía su filo en el cuerpo de su rival. Tras eso, todo se convirtió en oscuridad.
Jannicot, alarmado ante la duración del duelo, decidió hacer oídos sordos a las palabras de su señor y penetró en el claro, encontrando a éste tumbado y desvanecido, pero vivo. No había heridas en su cuerpo, por lo que dedujo que le habían tendido una trampa y le habían incapacitado. Volviendo en sí a duras penas, D’Artois se preguntaba qué era lo que había ocurrido en los momentos finales del duelo, cuando la victoria estaba asegurada.
Murmurando incoherencias, el paladín de Bayona reflexionaba sobre la naturaleza de la llama que había surgido de la nada en el momento en que ensartó al español con su espada. Jannicot estaba preocupado por la salud y el talante de Pierre, pero se vio forzado a frenar de golpe su frenética conducción cuando el Issotta se topó con un obstáculo inesperado en su camino de regreso: un coche accidentado bloqueaba la carretera.
Eso pareció despertar del todo al turbado francés, que salió del vehículo presto a inspeccionar el terreno junto al sirviente. Aquella curva era peligrosa y ambos lo sabían. Quizá no se podía decir lo mismo del pobre desgraciado que yacía bajo aquel amasijo de restos, con la cara pegada al suelo.
Presto a socorres al accidentado, D’Artois arrancó la puerta del destrozado vehículo y liberó al hombre de su prisión, comprobando que se trataba de Don Santiago, el rival al que ya no estaba seguro de haber herido de muerte. A pesar de las reticencias de Jannicot, Pierre estaba decidido a ayudar a su rival, pero una voz le invitó a desistir.
- Ahórrense ustedes la molestia, Messieurs, - aconsejó una voz sonora y calmada desde detrás de ellos -. Lleva muerto casi dos horas… Tuvo un accidente… Conducía su coche desde España a demasiada velocidad…
Aquella revelación turbó al francés, que se lanzó a hacer preguntas a aquella voz desconocida, que sin embargo se alejó tranquilamente. Aquella presencia ya había acabado con su labor, y no estaba dispuesta a escuchar a su interlocutor. Tanto D’Artois como Jannicot pudieron escuchar los últimos murmullos del desconocido, que parecía hablar a alguien:
- Santiago, aunque me has desafiado, reconozco que me has llegado al corazón. Pues ni siquiera la Muerte, siervo mío, pudo evitar que fueras fiel a tu palabra.
Y así, de forma abrupta, termina el relato que nos ocupa. Malik Tâus, Señor del Pavo Real, había cumplido con su palabra, no permitiendo a Don Santiago llegar a su duelo y batirse con su enemigo. Pero el español, cuya palabra valía más que la muerte, reunió la determinación suficiente para presentarse a la hora señalada y el lugar convenido. Pierre d’Artois se había enfrentado a un fantasma y, aún así, había logrado vencer...
Félix R. Herrera
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