La casa y el cerebro: el arquetipo del interesado en lo sobrenatural

 


Sobre todo cuanto se halle dentro de estos muros – sensible o inanimado, vivo o muerto –, conforme la aguja se mueva, así obrará mi voluntad. Maldita sea esta casa, y no encuentren paz quienes en ella habiten.


Cada pocos meses regreso a uno de mis textos de cabecera en este último par de años. Aparte de por el propio placer que me provoca leerlo, vuelvo a esas páginas para buscar nuevos autores que explorar y otros relatos que estimulen mi curiosidad por los diversos géneros afines a los detectives de lo oculto o los investigadores de lo sobrenatural. Los lectores habituales de la revista Ulthar ya sabrán a qué texto me refiero. Es, por supuesto, Detectives de lo oculto en la literatura: Un breve esbozo cronológico, de José Luis González Martín, que apareció en el número especial de febrero de 2018 de dicha revista. Allí, entre los “precursores” de Flaxman Low – quien, a la postre, puede ser considerado el primer exponente completo y arquetípico de esta clase de personajes – se nombra a cierto buscador anónimo que relató sus experiencias en un cuento escrito por el primer barón Lytton en 1859. Pues bien, queridos lectores, vamos a visitar una casa encantada en su compañía.

Escribía González Martín que tanto este como otros investigadores amateur estaban un poco más cerca de los primeros Occult Doctors, pero responderían más bien al estereotipo de los investigadores de lo paranormal, que se limitan a estudiar dichos fenómenos. Un tipo de personaje que, por cierto, continúa estando vigente en pleno siglo XXI, al igual que los propios Detectives Psíquicos. Cada poco tiempo descubro a un nuevo personaje que puede añadirse a la larguísima lista a los que el citado autor da unas características definitorias muy concretas.

Low es el primer detective consultor de lo oculto: atiende a clientes cuyos padecimientos tienen su origen en el “más allá” y posee un corpus de conocimientos que no sólo le permiten identificar el origen sobrenatural del mal al que se enfrenta, sino también combatirlo. Esta es, en mi opinión, la definición de detective de lo oculto”.

Es una definición bastante correcta, aunque me gustaría ampliarla con un par de características más. En primer lugar, estos consultores suelen contar con un secretario, ayudante, asistente o cronista que le acompaña en varias o todas sus aventuras, o al menos tiene conocimientos sobre ellas. Y en segundo lugar, estos personajes deben saber separar el grano de la paja y destapar casos tanto de índole sobrenatural como de naturaleza más mundana.

Sea como fuere, las palabras de González Martín se ajustan como un guante a Low, el personaje creado por Kate y Hesketh Prichard cuyas historias se publicaron en dos tandas en Pearson’s Magazine en 1898 y 1899. Asimismo lo hacen para personajes que continúan apareciendo en diferentes medios audiovisuales, incluido el literario, con ejemplos patrios de nuevo cuño como Xan Borrasca o Isaac Zarco, imaginados respectivamente por Miguel Salas y Antonio Runa. Pero no al protagonista de La casa y el cerebro.

Edward Bulwer-Lytton practicó diversos géneros literarios como la narrativa histórica, las novelas de misterio y las narraciones fantásticas y de terror, algunas de corte ocultista, entre las que se cuenta la que nos interesa ahora mismo. Todo ello, por supuesto, en conjunción con sus labores periodísticas o políticas, ya que fue una figura preeminente del Parlamento británico durante décadas. Era miembro del mismo cuando escribió y publicó este híbrido entre historia gótica de fantasmas, de ocultismo y de detectives por encargo del mismísimo Charles Dickens, para Blackwood´s Magazine. Todo ello con un personaje principal con intereses que bien pudieron ser muy parecidos a los suyos, y que mostraba unas convicciones e ideas muy marcadas respecto a la amenaza que le tocó afrontar.

Los interesados en este cuento y que aún no lo hayan leído pueden estar tranquilos, ya que existen varias ediciones recientes del mismo. En mi caso, poseo la editada en 2022 por Fictio Libros (Reediciones Anómalas, con posfacio de Pablo Vergel) y la antología sobre casas encantadas que El Club Diógenes de Valdemar ha reunido en este mismo 2024 bajo el titulo de La mansión de las pesadillas. Ambas son las versiones completas del mismo. Indagando un poco, es fácil encontrar fuentes que aseguran que no son pocas las ocasiones en que el relato se ha mostrado en formato reducido, hurtando la parte final, en la que el protagonista conoce al misterioso señor Richards.

Os pido a vosotros, queridos lectores, que me comentéis o escribáis sobre la veracidad o no de este punto en concreto. Me consta que muchos de vosotros tenéis muchos más conocimientos que yo en estas y otras materias, así que me haríais un gran favor. En cuanto a este texto, y como no podía ser de otra forma, el señor Richards y su fundamental papel en todo este asunto será mencionado a su debido momento.

Ahora sí, trasladémonos hasta Londres, donde el anónimo interesado en las casas encantadas – y ya “bautizado” al respecto, pues se había adentrado en un castillo alemán sin obtener los resultados esperados – recibió la constatación de la existencia de una de ellas en la propia capital. Un amigo suyo compartió con él su propia experiencia en el lugar, donde no pudo resistir más de tres días. Tanto este conocido del protagonista como su mujer sintieron un terror indefinible cada vez que pasaban frente a la puerta de una habitación vacía del apartamento en cuestión. Interrogada al respecto, la mujer que se hacía cargo de a casa confirmó que ellos habían sido quienes más habían aguantado entre aquellas paredes. Muchas habían sido las personas que habían huido del lugar antes que ellos. Esta señora, ya anciana, era parte fundamental del embrollo, totalmente desconocido para el dueño de los apartamentos en aquellos instantes.

Todo esto despertó el interés del intrépido narrador, que en ningún momento escondió su interés en pasar una noche en una verdadera casa encantada. Su actitud parece casi paródica en ciertos momentos, como si Bulwer-Lytton tuviese la intención de hacer crítica o mofa de ciertos gustos victorianos hacia lo oculto. Esto contrasta con la propia biografía del autor, que no fue ajeno a las tendencias ocultistas de moda en aquellas décadas y puso en boca de su personaje ideas que no son propias de alguien con escasos conocimientos al respecto. En este aspecto destacan el mesmerismo – en algún momento compartiré con vosotros todo lo que he escrito sobre Franz Anton Mesmer durante los últimos años – y las infestaciones espirituales de diversos tipos.

Tras una breve entrevista con el señor J., dueño de la casa pero totalmente desconocedor del origen de su mal – activo desde hace varias décadas –, el entusiasta narrador ideó un plan y lo compartió con un sirviente de su confianza, igual de curioso que él respecto a las manifestaciones espectrales. Justo antes, el narrador fue advertido de que la cuidadora de la casa había muerto en el lapso de tiempo entre la estancia de su amigo en ella y su cita con J. Aquí, Bulwer-Lytton escribió varias cosas que pueden sonarnos si tenemos los ojos entrenados: la figura del acompañante o sidekick del estudioso – que permaneció muy poco dentro de la casa – y la utilización de un animal de compañía como ser sensitivo. El pobre bull terrier que se adentró con los dos humanos sería quien sufriría el destino más aciago de los tres, pues su instinto le llevó a sentir un miedo cerval que a la postre le costaría la vida.

El señor J fue parco en palabras y no reveló las experiencias de los múltiples hospedados en los apartamentos que había heredado recientemente. Pensó que, de esa forma, no condicionaría la experiencia de nuestro impulsivo buscador de fantasmas. Habiendo tomado las debidas precauciones – aunque ir armado a lugares de este tipo parezca un sinsentido –, el protagonista se armó de valor y, junto a su ayudante, se instalaron en dos habitaciones anexas y cercanas a la habitación vacía, la misma que aterró a su amigo ya la esposa de éste.

Las manifestaciones comenzaron a sucederse rápidamente, en forma ascendente. Todo comenzó con leves golpes, marcas de pisadas, luminarias misteriosas y susurros o movimientos inexplicables de algunas sillas. Comentarios del tipo “esto es mejor que las mesas parlantes” daban fe de que tanto el escritor como sus personajes conocían perfectamente las prácticas de corte espiritista que estaban de moda. El problema sobrevino cuando estos poltergeist fueron a más y espantaron al sirviente, que no dudó ni un instante en abandonar la casa y a su señor. En cuanto al pobre perro, ya he adelantado su triste final: la oscuridad que reinaba en el lugar, fuese lo que fuese, era capaz de romper cuellos.

Hasta esos momentos, el protagonista se había mostrado claramente escéptico respecto a lo que estaba viendo y oyendo. Pero las cosas cambiaron cuando se quedó solo y continuó indagando en las habitaciones ocultas que previamente habían encontrado. Esto era otro as en la manga de Bulwer-Lytton, quien se inspiró en su propia casa familiar para describir esta clase de estancias. Knebworth House fue un lugar frecuentado por adeptos ocultistas. Érica Couto-Ferreira nos cuenta en su ensayo Infestación: una historia cultural de las casa encantadas, que conocidos espiritistas como Daniel Dunglas Home celebró séances en el lugar. Haciéndose eco de lo escrito por Allan Fea en Secret Chamberts and Hiding Places. Historic, Romantic, and Legendary Stories and Traditions About Hiding-Holes, Secret Chambers, Etc. (1904), Couto-Ferreira escribía que el propio Bulwer-Lytton creía que el fantasma de un niño rubio rondaba una de las habitaciones de Knebworth House.

Cierto o no, los conocimientos del escritor continuaron siendo plasmados en las páginas de La casa y el cerebro. Las dos cartas que fueron halladas en una habitación por los improvisados buscadores de fantasmas fueron arrebatadas por una mano invisible. Luego se produjo la aparición de una joven y un hombre, ambos con ropajes propios del siglo XVIII. El hombre llevaba una espada en la mano, mientras que del pecho de la mujer empezó a manar sangre. Ambas figuras se desvanecieron, siendo para el protagonista una suerte de residuos de un pasado aciago. Una explicación que ampliaría posteriormente. En cuanto a las cartas, ambas volvieron a aparecer, siendo leídas anciana surgida un armario. A los pies de esta aparición habían un cadáver y un niño famélico. Tras ella, podía vislumbrarse una figura masculina grotesca, cubierta de algas e hinchada.

Todo contaba con una conexión que el narrador descubriría luego. Una trampilla oculta bajo una de las habitaciones escondía una estancia mucho más antigua, llena de cajoneras vacías y objetos masculinos. Al parecer, durante la segunda mitad del siglo XVIII, un inquilino del lugar fue acusado de un doble asesinato, ya que supuestamente había acabado con la vida de su rival y su amante.

Con todas estas piezas del puzzle reunidas, el narrador volvió a hablar con el dueño de la casa, rogándole que demoliera tanto la estancia secreta como aquella que la ocultaba, para así dar fin a los fenómenos que se repetían cada vez que algún incauto intentaba acomodarse en ella. Diez días después de las obras, el señor J informó al narrador de lo que había acontecido en esos días. Halló las dos cartas en el mismo lugar en el que el protagonista las vio por primera vez, y había indagado sobre el pasado del lugar, centrándose en la anciana que se encargaba de su cuidado hasta el día en que murió en su interior.

Al parecer, treinta y seis años atrás – un año antes de la fecha de las cartas – se había casado, enfrentándose a su familia, con un americano de dudosa reputación del que se decía que había sido pirata. Ella era hija de comerciantes muy respetados, y antes de casarse había trabajado como institutriz. Tenía un hermano viudo, más o menos rico, con un hijo de unos seis años. Un mes después del matrimonio hallaron el cadáver de su hermano en el Támesis, cerca del Puente de Londres […] El americano y su esposa se hicieron cargo del pequeño, ya que el testamento del fallecido nombraba a su hermana como tutora de su único hijo. Además, en caso de muerte del niño, la hermana pasaría a heredar todos sus bienes.

Los lectores se pueden hacer una idea de lo que pasó con el niño. El americano huyó de la casa y la mujer fue bajando en el escalafón social hasta que acabó en un asilo, del cual fue rescatada por el señor J., quien la conocía desde su infancia. Restaba conocer un par de detalles, que fueron insinuados cuando J y el narrador se adentraron juntos en la habitación oculta y dieron con el origen de la maldición. Una serie de indicios apuntaban a la celebración de rituales mágicos. En la habitación oculta había un pergamino escrito en latín y un pentáculo dibujado. Una maldición que alcanzaría a todo aquel que viviese entre aquellas paredes desde el momento en que fue lanzada. Aquel que escribió aquellas palabras debía ser una persona ciertamente poderosa, pues su voluntad era tan fuerte que perduraba muchísimos años después de su partida. Aquellos objetos mágicos eran una suerte de mecanismo capaz de grabar y reproducir en bucle las experiencias negativas ocurridas en aquel edificio. Básicamente, esto es un postulado muy parecido a algunas teorías actuales que siguen siendo investigadas y desarrolladas por investigadores y teóricos de la parapsicología y el misterio en general.

J quemó el pergamino y acabó con la maldición. La casa volvía a ser habitable, y nadie más volvería a sentir miedo dentro de ella por culpa de las desgracias que años atrás acontecieron en ella.

Es en este punto donde a veces se corta la narración, dando un final feliz a toda esta historia. Aunque, como dije al principio, con ello se hurta a los lectores la parte final, en la que el narrador encontraba al señor Richards, un hombre cuya voluntad y conocimientos le habían permitido superar los umbrales naturales de la vida y la muerte y que, a la postre, era el causante de todo lo anteriormente resumido.

El hombre rondaba la casa durante sus remodelaciones, y el protagonista lo reconoció gracias a una miniatura situada en el rincón oculto de la casa. Durante su bajada al lugar, el señor J había hecho lo propio, identificando esa cara con un tal señor francés conocido como De V., a quien conoció hace unos años en las Indias Orientales. Algo a todas luces imposible, pues el retrato del que estamos hablando pertenecía a un noble libertino, agitador y conocedor de las ciencias ocultas que había vivido varios siglos antes. ¿Cómo era posible? ¿De verdad se trataba del mismo hombre?

En el epílogo del cuento de Bulwer-Lytton, el narrador y el tal Richards – que bien podría ser el mismísimo conde de Saint Germain – se encontraron en un club frecuentado por hombres de todo tipo. Allí, ambos mantendrían una postrera y esclarecedora conversación que pivotaba sobre el poder del pensamiento.

- ...Puede formular una idea que, tarde o temprano, sea capaz de alterar la condición entera de China. ¿Qué es una ley sino un pensamiento? Por eso el pensamiento es infinito. Por eso el pensamiento es poderoso, independientemente de su valor: un mal pensamiento puede originar una ley dañina del mismo modo que un buen pensamiento puede hacer una ley justa.

- Sí, lo que está diciendo confirma mi teoría. A través de corrientes invisibles, un cerebro humano puede transmitir sus ideas a otros cerebros humanos con la misma rapidez que una idea enunciada a través de medios visibles. Y como el pensamiento es eterno, ya que su huella permanece incluso cuando quien lo generó ya no está entre nosotros, la mente de un vivo puede ser capaz de despertar y revivir los pensamientos de un muerto tal y como eran en vida. Lo que no puede lograr es alcanzar los pensamientos que un muerto pueda tener ahora, ¿no es así?

Resumiendo, queridos lectores, nuestro interesado en lo paranormal pensaba – igual que Bulwer-Lytton – que las infestaciones tenían causas materialistas. Un cerebro maligno era capaz de dotar a un lugar de la capacidad de influir negativamente en las personas y reproducir sus desgracias en bucle. En este caso, ese cerebro era el del señor Richards, o quien quiera que fuese en realidad. Puede que en el futuro vuelva a esta historia para hacer algunos apuntes con un enfoque más teórico. Mientras tanto, os emplazo a leer tanto la obra como el posfacio y los ensayos citados. El papel que La casa y el cerebro tuvo en el posterior desarrollo del género detectivesco y, sobre todo, en el más cercano a los doctores de lo oculto no debería ser tomado a la ligera, y espero sinceramente que este texto sirva como pequeña demostración.


Félix Ruiz H.





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