Ascott Keane contra el Dr. Satán: primer encuentro


 

Queridos aprendices, asistentes y curiosos, bienvenidos a un nuevo post de nuestro Gabinete. Esta primera etapa está marcada por la presentación de diferentes personajes, que a lo largo de estos últimos años estoy conociendo en mayor o menor profundidad. En esta ocasión vamos a conocer a dos enemigos mortales que tuvieron una corta etapa de vida entre las páginas de Weird Tales, en una serie de historias que fueron publicadas hace casi noventa años. Se trata de Ascott Keane y el Doctor Satán.

La lectura de El misterioso Doctor Satán puede entenderse de muchas maneras. Además de ser la típica Weird Menace, sus relatos en conjunto pueden parecer un relato superheróico, un libro de espionaje e incluso una parodia sobre el capitalismo de los años 30 del pasado siglo XX, y que bien podría extrapolarse a la actualidad. La amenaza que representa el villano creado por Paul Ernst (noviembre de 1899 – septiembre de 1985) es un multimillonario sin nada más interesante que hacer con su vida que amenazar, extorsionar y asesinar a otros hombres acaudalados por simple diversión. Su frialdad y sadismo confluyen en una identidad ficticia y un disfraz con el que ocultar su verdadera identidad. Sus fechorías obedecen a propósitos inútiles, que solo buscan hacer recordar a los poderosos que el dinero no lo es todo, pues la vida es el bien más valioso que tenemos, y puede extinguirse en un instante.

Por su parte, la némesis del Doctor Satán, el frío y calculador Ascott Keane, es otro diletante, multimillonario que gusta de coleccionar libros y de practicar la caza mayor. Además, dedica buena parte de su tiempo libre a cultivar sus conocimientos sobre todos los campos del saber, ya sean oficiales u ocultos, y a investigar casos que las autoridades descartarían debido a su extrañeza. Con la ayuda de su inseparable secretaria y “algo más que su amiga” Beatrice Dale, este prototipo exagerado de hombre guapo e inteligente sería subvertido décadas después por personajes con parecidas cualidades pero motivaciones – y, sobre todo, posibilidades económicas – muy diferentes, como Dylan Dog o John Constantine, los últimos personajes detectivescos presentados en el Gabinete.

El encuentro entre ambos era inevitable. Personalmente, y salvando las enormes diferencias, el duelo presentado en las historias de Ernst – recopilados en español en un volumen de Costas de Carcosa – recuerda vagamente a la rivalidad entre el Joker y Batman, en el sentido en que ambos desean neutralizarse mutuamente, pero a la vez suponen el mayor de los retos el uno para el otro. Cierto es que ambos desean acabar con la vida del contrario, pero a la vez saben que nunca habrá mayor reto en sus vidas que el de intentar salir vencedor de la contienda.

Para ello, se valen de todas sus artes, ya sean mundanas o arcanas. El Doctor Satán cuenta con secuaces muy pintorescos para llevar a cabo sus malévolos planes, y además se vale de métodos muy desagradables e incluso crueles para ejecutar sus crímenes, principalmente al inicio de cada relato, cuando urde sus planes y exhibe sus dotes para la magia o la ciencia, ambas aplicadas al mal. Keane no le va a la zaga, pues cuenta con toda una amalgama de saber oculto, artilugios tecnológicos y buenas dosis de perspicacia y astucia.

Sí, queridos lectores, la tecnología y la magia se dan de la mano en estas ocho historias, en las que las hostilidades alcanzan tal grado que superan las barreras de la propia vida. Pero ya llegaremos a ese punto. Por el momento, os invito a leer el volumen recopilatorio, con un genial prólogo de Javier Jiménez Barco, para haceros una idea del contexto en el que aparecieron ambos personajes en Weird Tales y por qué tuvieron una vida tan corta.

Sí que es necesario mencionar que Dr. Satán apareció por vez primera en agosto de 1935, teniendo además el espacio destacado en la portada, obra de Margaret Brundage. En aquel número, la novelette de Ernst compartió páginas con autores como Clark Ashton Smith, que publicó The Treader of the Dust; o el mismísimo Seabury Quinn, que hizo lo propio con el sin igual Jules de Grandin y The Black Orchid. En lo que a este post respecta, únicamente se narrará el primer enfrentamiento entre los adalides del bien y el mal, por lo que dejo ya el típico aviso de spoilers.

La trama comenzaba en Nueva York, el día 12 de julio de 1936, en la sede de la Compañía de Importaciones Ryan. Arthur B. Bryan, el jefazo, no se encontraba nada bien en aquellos momentos. Una de las telefonistas y el botones del edificio de oficinas intercambiaban impresiones al respecto. Al parecer, un dolor de cabeza más fuerte que los acostumbrados y totalmente repentino estaba pasándole factura al viejo empresario.

El botones notó algo extraño en el ambiente, pues la oficina parecía haber quedado en un súbito silencio. Algo nada común, teniendo en cuenta que estaba atestada de gente. ¿Se trataría de una suerte de advertencia? Nadie afirmaría eso posteriormente, pero lo cierto es que algo terrible estaba a punto de suceder.

El sepulcral silencio se quebró cuando Ryan comenzó a emitir alaridos de dolor desde su oficina. Cuando el hombre se desplomó y la secretaria se lanzó a socorrerle, los gritos de esta última hicieron comprender al resto de empleados que había ocurrido algo insólito. El jefe de ventas describió la brutal escena: a Arthur B. Ryan le había crecido una especie de árbol en la cabeza, saliendo desde el interior de su cráneo.

Poco después, pero esta vez en Long Island, el joven Merton Billingsley acudía a la finca de su tío Samuel, rico comerciante jubilado. El lugar estaba fuertemente protegido por hombres recientemente contratados. Iban armados hasta los dientes, y tenían órdenes específicas de no dejar pasar a ningún extraño, pues Samuel temía por su vida.

Según uno de los guardaespaldas, el anciano se quejaba de un terrible dolor de cabeza y había hecho llamar a su doctor para que aliviase su pesar. Mientras esto ocurría, los lejanos gritos de Samuel alertaron a los presentes, provocando que su sobrino se lanzase hacia la casa. El mayordomo recibió al joven, que quería saber qué demonios estaba ocurriendo. No tardarían en descubrir la verdad, pues el doctor bajaba a trompicones la escalera que llevaba a la habitación del comerciante, notablemente asustado.

Entre balbuceos, el doctor declaraba que Samuel acababa de morir y que una planta estaba brotando de su cráneo. Merton no podía creerlo y decidió ver aquello con sus propios ojos, a pesar de las advertencias del abrumado médico. Encontró la puerta cerrada, abriéndola impetuosamente. Tras ella, el horror. Más allá de la cama, el cadáver de un hombre de setenta años, delgado y vestido con una bata de seda se hallaba retorcido y distorsionado. Su cabeza estaba girada de modo que su rostro apuntaba hacia arriba, a pesar de yacer de lado. De la parte superior de su cráneo asomaba un arbusto, con ramas puntiagudas y sin hojas, que se extendían en todas direcciones. Una visión imposible, testimonio de una muerte brutal. Para asombro y espanto de Merton, la planta no dejaba de crecer…

Tras este par de muertes, la acción se trasladaba hasta un ático de Park Avenue, donde dos hombres se encontraban sentados en una gran sala, una biblioteca repleta de volúmenes con todos los saberes posibles, conocidos y desconocidos. A un lado de la mesa de ébano que presidía el lugar estaba Ballard W. Walstead, una de las personas más ricas de la ciudad. Al otro lado, estaba el imperturbable Ascott Keane.

Era un hombre grande, pero flexible y de movimientos veloces. Sus ojos, profundos bajo las negras cejas como el carbón, eran de un color gris claro; parecían tranquilos como el hielo, como si ninguna emergencia pudiera perturbar sus profundidades aceradas. Tenía una nariz patricia de puente alto, una barbilla larga que era la encarnación de la fuerza y una boca firme y grande.

El motivo de la reunión era una nota recibida por Walstead recientemente. En ella, alguien que se hacía llamar Doctor Satán ofrecía al temeroso empresario una oportunidad de prolongar su vida, siempre y cuando pagase la nada desdeñable cantidad de un millón de dólares de la época. Además, la nota incluía datos sobre los nombres de las dos víctimas anteriores, cuyas muertes aun no habían trascendido a la prensa en el momento en el que el empresario la recibió, haciendo del misterioso extorsionador el perpetrador de esos decesos. El montante del dinero debía ser entregado en una papelera ubicada en la esquina de Broadway con la calle Setenta y Seis, a las nueve de la noche de ese mismo día, 13 de julio.

Walstead acudía a Keane porque sabía que era uno de los mejores investigadores criminales del mundo, a pesar de que escondiese esa faceta suya a ojos de los demás tras una cortina de humo. El ostentoso diletante, coleccionista y cazador ocioso era en realidad un criminólogo con dotes que iban más allá de la comprensión de la mayoría de los mortales. Solo unas cuantas personas sabían esto, y el desesperado hombre de negocios había dado con esa verdad oculta.

El nombre de Doctor Satán no era ajeno a Keane, que ya había oído rumores sobre él de boca de un amigo suyo, Monroe. El detective quiso saber cómo había llegado la nota hasta Walstead, pero éste solo pudo decir que había aparecido de repente en su mesa, sin que nadie entrase o saliese de ella previamente. Ante la pregunta de si se cruzó con alguien en los instantes previos a entrar en el lugar donde se encontraban ambos en ese momento, Walstead confirmó que había chocado con un desconocido y que éste había rozado su cuello y su mejilla.

En ese instante, la actitud de Ascott Keane cambió. De forma muy contundente, invitó a su interlocutor a marcharse. Prometiendo ayudarle en lo posible. Una vez el sorprendido Walstead abandonó la estancia, Beatrice Dale salió de su escondrijo secreto tras una de las secciones de la biblioteca y reprochó la brusquedad de Keane, que tenía sus motivos para acelerar el fin de aquella cita.

Según Ascott, el empresario ya estaba muerto. El Doctor Satán sabía de sobra que no podría pagar la suma pactada en ese día, y había mandado inocular el mismo mal que había acabado con Ryan y Billingsley en Walstead, aunque puede que él mismo lo hiciese, disfrazado para no ser reconocido. Al pobre hombre solo le quedaba una hora de vida, a lo sumo. Y Ascott no quería que la muerte le sobreviniese en ese edificio, atrayendo a las autoridades y los periodistas.

Mientras Keane y Beatrice conversaban sobre el aun desconocido enemigo, la silla del detective comenzó a quemarse con una incandescencia azulada. Pocos instantes después, no quedaba nada de la misma, a excepción de unas pocas cenizas. El Doctor Satán sabía quién era Ascott Keane, y había intentado acabar con su vida. Para empeorar todavía más las cosas, el mayordomo de Keane irrumpió en la biblioteca para informar de que Walstead acababa de morir en el vestíbulo del edificio y que un arbusto había brotado de su cráneo.

A unos kilómetros de distancia, en una habitación sin ventanas y rodeada de cortinas negras, una figura se encontraba inclinada sobre una mesa de metal, reflexivo.

Alto y sobrio, estaba cubierto por un manto rojo sangre. Unos guantes de goma rojos envolvían sus manos. El rostro estaba oculto tras una máscara roja que le tapaba desde la frente hasta la barbilla, mostrando solo dos ojos negros, como carbones vivos, a través de unas hendiduras. […] Y para completar aquella representación medieval del Maligno, dos protuberancias corneadas sobresalían por encima del cráneo rojo que cubría el cabello de aquel hombre.

Había tres personas más en aquella sala. Uno era joven y de porte aristocrático, mientras los otros dos eran criaturas grotescas. Uno carecía de piernas, y el otro era pequeño y simiesco. El Doctor Satán, por su parte, se lamentaba por no haber podido acabar con Ascott Keane. El tono de la llama que contemplaba era la clave para saber si había tenido o no éxito. Ante las preguntas del joven sobre la naturaleza de la llama, el tétrico villano señalaba que todo estaba escrito en unos antiguos papiros egipcios. Un cóctel capaz de acabar con la vida de cualquiera, siempre y cuando tuviese algunos restos orgánicos de la persona en cuestión, pero no había logrado obtener nada del cuerpo de Keane, solo de su silla.


En cuanto al arbusto mortal que había matado a los tres ricos, el Doctor reveló que se trataba de una especie de espino australiano, modificado mediante los saberes botánicos del Doctor para que brotase en poco tiempo desde dentro de los cráneos de sus víctimas, que previamente debían inhalar la semilla. Ésta se alojaba en los conductos nasales y luego llegaba al cerebro, en un proceso que acababa de la espectacular forma antes descrita.

Los tres empresarios fallecidos no eran las únicas víctimas de las extorsiones del Doctor, pues ya había recibido un primer pago por parte de un fabricante de automóviles. Eso despertó la ambición del joven Monroe, amigo de Ascott Keane y colaborador del Doctor Satán, que éste detectó rápidamente.

Monroe sabía demasiado. El apellido del Doctor, su filosofía de vida, su carrera criminal… Eso hacía sospechar al hombre disfrazado de demonio, que se preguntaba si su joven colega le traicionaría en algún momento. Monroe tenía un salvoconducto, unos papeles custodiados por su abogado, en los que revelaba la verdad sobre el Doctor. Pero a buen seguro que no contaba con las malas artes del malvado, que hipnotizó a Monroe y le obligó a echarse en una caja parecida a un ataúd con la ayuda de Girse y Bostiff, los otros dos secuaces del Doctor. Haciéndose con unos pocos cabellos de Monroe, y mezclándolos con un polvo amarillento, en desconocido vestido de rojo hizo que la caja se incendiase, silenciando para siempre a su posible delator.

Mientras tanto, Ascott ideó una treta. Adoptaría el aspecto de Walstead y acudiría a entregar el dinero, con la esperanza de seguir a quien lo recogiese. Para ello, y con ayuda de productos químicos y cosméticos, se “convirtió” en el empresario, para sorpresa de Beatrice.

Una vez ejecutada la entrega, Ascott esperó a que alguien acudiese a recoger el dinero, pero vio que éste desaparecía misteriosamente de la papelera. “Transmisión de materia a través del aire vacío”, tal como lo denominó el detective, que sin embargo pudo seguir el rastro del dinero al observar que empezó a esfumarse desde una dirección concreta. Sin embargo, mientras perseguía a un hombre alto, cayó en una trampa, pues alguien comenzó a controlar su cuerpo y a cegar su visión, para encaminar sus pasos hacia la guarida del Doctor Satán.

Por fin, detective y demonio se encontraban cara a cara. Llevaban un mes persiguiéndose mutuamente, en secreto. El Doctor lo supo cuando leyó las mentes de algunos conocidos comunes, pero Keane logró protegerse poco después, tras hablar con Monroe sobre el pintoresco personaje que había hecho su silenciosa y triunfal entrada en la escena criminal estadounidense.

Aquel encuentro entre ambos sería el primero y el último. O eso pretendía el Doctor cuando sometió a Keane al mismo método que a Monroe. Pero los resultados no fueron los esperados. El demonio y sus ayudantes celebraban la victoria, desconocedores de que Ascott Keane tenía los mismos o más conocimientos arcanos que su némesis.

Saliendo del ataúd, Keane reveló saber lo necesario para contrarrestar la llama azul de los egipcios, rodeando al Doctor de una suerte de bola de luz amarillenta, que succionaría sus fuerzas hasta la muerte. Aquel duelo mágico iba a exigir lo mejor de ambos, y los dos se batieron con todas sus fuerzas, intentando minar la resistencia del contrario. Fue una batalla extraña. La fuerza del bien contra la del mal. En un primer momento, la victoria parecía ser para Keane, pero poco después, la balanza se tornaba de lado del Doctor. Finalmente, y sacando fuerzas de flaqueza, Ascott Keane extendió ambos brazos a ambos lados y logró acabar con el ataque más fuerte de su rival.

Aquel duelo mágico quedaría en tablas. El Doctor Satán no tuvo más remedio que huir, dejando a un exhausto Ascott Keane solo en aquel lugar desconocido. El detective salió a duras penas de su encierro, intentando buscar algún rastro de los villanos, en un intento que resultó inútil. A ojos del diletante, fue una victoria para el hombre disfrazado de rojo. Pero la próxima vez estaría preparado. La próxima vez, pelearía con mayor eficacia… y ganaría.


Félix R. Herrera

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